Fez es una ciudad condenada al cambio, en donde los musulmanes llevan sus creencias al borde del fanatismo religioso contra las ideas modernas de la juventud francesa.
Quienes eligen otra guía que Alá son semejantes a la araña que toma para sí una casa; mira por dónde, esa casa es la más endeble de todas. ¡Si tan sólo lo supieran!
—El Corán
Cuando empecé a leer La casa de la araña (Seix Barral, 2011), de Paul Bowles, lo que menos imaginé fue que iba a “caminar” tanto, a “sentir” con fuerza los estragos de un clima distinto al que estoy acostumbrada y a cuestionar algunas de mis creencias, tras conocer el pensamiento de quienes profesan una religión distinta a la mía, ¿o es que no hay más que una creencia sin tantas preguntas y etiquetas?
Digo esto porque la escritura de Bowles es, además de inmersiva como la de un buen narrador, amena como las tardes de verano o las mañanas de otoño en las que de pronto, sin tener mucha idea, disfrutas más de lo que vives durante el camino que lo que te espera en tu destino.
Confieso que no conocía el legado literario del viajero y narrador que es Paul Bowles y creo que eso me hizo acercarme a este libro de forma relajada, tranquila e, insisto, sin bloqueador, cachucha, chamarra o sombrilla, elementos necesarios para recorrer las calles de Fez, una ciudad de Marruecos en la que convergen formas de pensar tan distintas como interesantes, todas coherentes —a veces— y justificadas.
Al leer el Prefacio supe que me enfrentaba a una historia que hablaría de política sin hablar de ella, y recordé las palabras del padre de Amar, uno de los personajes principales esta historia y lo que él considera que es la política. Ahí me enfrenté a una narración en la que ideas arraigadas y contundentes están presentes en la vida de la gente que vive a miles de kilómetros de mi realidad.
La casa de la araña nos lleva por calles llenas de fango, casas con balcones abiertos al exterior, callejones, escaleras sin fin, senderos empedrados, campos abiertos, huertas que a veces tienen un dulce olor a frutas que, además de conducirnos a distintos destinos, nos enfrentan como lectores a personajes y eventos desconocidos, inesperados.
La casa de la araña nos lleva por calles llenas de fango, casas con balcones abiertos al exterior, callejones, escaleras sin fin, senderos empedrados, campos abiertos, huertas que a veces tienen un dulce olor a frutas que, además de conducirnos a distintos destinos…
Esta novela nos presenta a dos hombres y una mujer que viven su vida, a veces ciñéndose a lo que su religión les manda hasta rayar en el fanatismo; con tanta incredulidad sobre lo que les rodea que optan por ver, oír y callar, o son dominados por una curiosidad que los lleva a querer comerse el mundo a puños, pues pareciera que la vida no les alcanza para todo lo que quieren experimentar.
En este viaje literario primero conocí a John Stenham, un escritor estadounidense nacido en Nueva Inglaterra, amigo de gente bien relacionada en Fez. Goza de cierto aprecio entre la comunidad cercana a Si Jaffar, personaje importante en esa ciudad que conserva ese aire medieval y con quien es bueno tener una relación cordial.
Stenham es buen amigo de un extravagante personaje, Alain Moss, pintor, dueño de importantes propiedades, pero dedicado a otros menesteres como tener información privilegiada siempre al alcance de la mano para Stenham. Ambos llevan una buena relación de cordialidad, aunque el escritor guarda con recelo algunos secretos, y el acaudalado Moss también.
Después conocí a Amar, un jovencito que decidió no aprender a leer y escribir, muy listo, buen negociante, temeroso de sus creencias religiosas y convencido de que la lealtad a los principios de su fe es lo que lo hará el hombre honorable que desea Si Driss, su padre.
Cargando siempre la consigna de no ser el primogénito de Si Driss, pero de ser el encargado de mantener el buen nombre de su linaje entre la comunidad, el joven obedece sin chistar los designios de la religión, de la casa y de su familia, todo para honrar a Alá, aunque para ello tenga que recibir severas palizas de parte de su padre, todas, obviamente, sin chistar.
Y, por último, las páginas y el señor Bowles me presentaron a Madame Veyron, alias Polly Burroughs, Lee Burrougs, para los amigos cercanos. Una mujer arriesgada, idealista, que anhela mucho y teme poco.
Tan distintos los tres personajes, como sus destinos, todos giran en torno a Fez, esta ciudad condenada al cambio, aunque sea de forma abrupta, en la que los musulmanes llevan sus creencias al borde del fanatismo religioso, en donde las ideas modernas de una juventud francesa y el miedo a que ambas cosas se enfrenten en una dolorosa guerra son la constante en el relato. Es el ingrediente que aporta la zozobra necesaria para que personajes y lectores contengamos el aliento cuando las calles se vacían de pronto generando un silencio estresante, o cuando se escucha una turba enardecida en medio de duras consignas.
Las creencias religiosas ante todo, las visitas a distintas horas a La Meca, seguir al pie de la letra lo que dictan los libros sagrados como los sacrificios de corderos en la hora, el día y el lugar indicados, la devoción al Sultán, el desapego al falso Sultán y dar la vida por cumplir al pie de la letra lo que dice El Corán son algunos de los ingredientes que le dan a este libro un sentido tan particular.
Frases que, cargadas de la fuerza necesaria y dichas con el énfasis que se requiere, generan su relectura o un escalofrío tan sólo de imaginarlas:
Aunque Satanás esté a tu lado,
No tienes por qué hacerte su amigo
En estos días, el pecado
está por todas partes.
Una frase más que resume perfectamente ese clima de incertidumbre, de esa esperada independencia del dominio francés para el pueblo marroquí, que se dio mientras el autor escribía el libro.
Si no se podía tener libertad
quedaba la posibilidad de tener venganza
y eso era lo que todo el mundo
verdaderamente quería en ese momento.
Da la impresión de que se lee sobre un polvorín y a la menor provocación una letra, una coma, generarán esa chispa que explotará, o explota, frente a nuestros ojos, en nuestras manos.
No se sale igual de La casa de la araña, ya sea que, como a los personajes, el viaje te cambie la vida al reafirmar u olvidar tus creencias, o que al conocer otra forma de pensar, menos comprometida con los apegos físicos y más de la mano de lo espiritual, te haga, como a mí, querer conocer Marruecos, quizá ese Marruecos convulso que retrata Bowles, o el patrimonio de la humanidad que huele a cerámica recién hecha, a especias y un poco a sudor y lágrimas. ®