Tiempo de soflamas, de pasarelas, de histriones. Tiempo de inverecundia y de conversos. Política de serie B, políticos de teatro de carpa y una ciudadanía atrapada entre la desmemoria, la indiferencia, la manipulación y la necesidad.
[…] cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal.
—Marx, El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte.
El absurdo, la desmesura y la imaginación desbordada son recursos a menudo utilizados tanto en la literatura como en el cine; que generen un bodrio o una sólida obra de ficción o fantasía depende del talento de los autores o los guionistas. El llamado cine de serie B ha sido particularmente pródigo en lo primero desde los años treinta. Entre nosotros, por ejemplo, las películas de “El Santo”, las de Juan Orol (Gángsters contra charros, como desternillante botón de muestra) y, aun peores aunque por motivos distintos, las del llamado cine de ficheras de los setenta y ochenta.
Aunque ocurra en todos los ámbitos —los de “la cultura” y la política incluidos— quizá sea en aquel en que la comicidad involuntaria es más visible que la deliberada. Diga usted si no: en Frankenstein meets the space monster (1965) la extraterrestre princesa Marcuzan y un asistente, enano para mayores señas, llegan a Puerto Rico para secuestrar mujeres y llevarlas a su planeta, con lúbricos fines reproductivos como ya se habrá adivinado. Pero hete aquí que un astronauta androide, de regreso en la Tierra, se transforma en el Frankenstein que pune a los marcianos y rescata a las terrestres.
¿Difícil de superar? Ni tanto. En 1990 aparece I bought a vampire motorcycle. Sí, leyó usted bien: “Compré una moto vampiro”, acerca de una motocicleta que sólo funciona de noche (of course) y se dedica a matar personas con las ruedas, morder sus manos con los cristales rotos del faro y chuparles la sangre con los ejes de aquellas para llenar con ese líquido hemático el depósito normalmente destinado a contener gasolina.
Otras películas, intentadas como cómicas, lo son desde el título mismo. El mejor para mí es El ataque de los tomates asesinos, de 1978, por encima de Las ovejas asesinas, que no es su título original sino Black sheep y cuyo argumento —es un decir— se desenvuelve a partir del consabido accidente de ingeniería genética que da como resultado un montón de ovejas depredadoras sedientas de sangre.
Humor, por cierto, igualado deliberadamente por un anónimo compañero mío de la entonces entrañable Facultad de Filosofía y Letras de la UANL, en los primeros años ochenta, que bautizó oficialmente al equipo (creo que de futbol) como “Las mariposas salvajes”.
En la vida real, en este ya muy elongado ambiente nuestro de tragedias cotidianas, corruptelas y sangre de la verdadera, los próceres de la sociedad política contribuyen continuamente a aligerar un poco ese peso con su propia comicidad involuntaria. Este perenne festival de las máscaras, según todos los indicios, ha experimentado ahora un repunte en esta suerte de new age, con un gobierno que desde el primer minuto de su existencia ha pretendido ser, sólo porque ellos lo dicen, la encarnación de un nuevo capítulo de la historia nacional —ésa que se aprende en los libros de texto de primaria— destinado a ser inscrito en los anales patrios como glorioso culmen de la independencia, la reforma y la revolución.
Y no debería nadie dudar de ello, teniendo como tienen al mando a un gran conocedor de la historia, un incontrastable hombre del Renacimiento que además de presidente es un filósofo y humanista comparable a Jesucristo, Gandhi, Luther King y Mandela, según uno de los más esforzados abrazafarolas que pululan por la “4T”. Es también un innovador de frases o conceptos que escucha por ahí, los atrapa al vuelo, los convierte en estribillo y les imprime un nuevo significado que inmediatamente se populariza entre su grey; como “intelectual orgánico”, del cual cree —para disgusto y vergüenza ajena de Gramsci— que el adjetivo posee un sentido peyorativo.
Lamentándolo en el alma por mis amigos creyentes, he de confesar que a mí “la cuarta transformación” la única gesta que me trae a la memoria es la de aquellos capítulos del cómic Dragon Ball Z, que solía mirar con mi hijo cuando era pequeño.
El Primer Historiador del país, quien armado con sus otros datos nos ha revelado que México se fundó hace más de 10 mil años; que el hombre habita la América desde hace “alrededor” de 5 mil–10 mil millones de años, es decir, eones antes de que se formara la Tierra; que aquel griego antiguo que inspiró la expresión “victoria pírrica” no era el rey Pirro de Epiro sino un tal general Pirri, y que, en fin, Benito Juárez, oficialmente el héroe number one de “la cuarta transformación” (tanto que el Primer Patriota de la nación juzgó pertinente presumir, ante una ONU boquiabierta y patidifusa, que a Mussolini lo hayan llamado Benito en honor a Juárez. Menos mal que éste no se llamó Adolfo…), tuvo por esposa a Carmen Romero Rubio. Que ella tuviese ocho años cuando Juárez murió y que en realidad fue la segunda mujer de Porfirio Díaz no son más que infundios de sus adversarios, los conservadores fifís. Los del actual presidente, no los de don Benito. Asinus asinorum in saecula saeculorum.
Lamentándolo en el alma por mis amigos creyentes, he de confesar que a mí “la cuarta transformación” la única gesta que me trae a la memoria es la de aquellos capítulos del cómic Dragon Ball Z, que solía mirar con mi hijo cuando era pequeño, en los cuales el malvado Freezer se ve obligado, en su lucha contra Goku en un planeta lejano, a ejecutar sucesivas transformaciones corporales y acrecentar progresivamente su poder para vencer al héroe. Si mi tenue memoria no me es infiel, creo que casualmente la última transformación era la cuarta. Si pueden mirar esos dibujitos animados háganlo; son casi tan divertidos como estos héroes patrios que hacen historia sobre la marcha, con una mano en la cintura y sin despeinarse, sin sudores ni congojas.
Pero no solamente ha pretendido ser aquello, pues para los delirios cualquier exceso es poco y además no todo es comicidad, sino también el gobierno liquidador del “neoliberalismo” —que no tengan ni idea de lo que eso significa carece de importancia mientras la masa hipnotizada, que tampoco sabe de qué le están hablando, se lo engulla— y el gobierno “más feminista de la historia”: un gobierno que erige vallas de acero para protegerse de las mujeres, que utiliza a las propias y las obliga (no a todas, que muchas han acatado con entusiasmo la explícita exigencia de lealtad ciega. Ecce ancilla Domini…) a ser su coro entonando ante las cámaras el himno que proclama el honor que supone el estar con el Líder Único, un Freezer todo bondad y sabiduría, impoluto e infalible, que lleva dos años evitando pronunciarse sobre la despenalización del aborto e intenta ganar tiempo y salir del apuro hablando de someter el asunto a consulta y ni siquiera eso hace. Y por si no bastara con ello para demostrar su peculiar feminismo, defiende como candidato a gobernador a un desuellacaras acusado desde hace años de acosador sexual y violador.
Que lo que ahí se dice sean siempre las mismas banalidades, las mismas letanías, las mismas monsergas, los mismos gracejos, las mismas salidas por la tangente e incluso las mismas gesticulaciones, no les importa.
Añádase a estos ejemplos del maravilloso universo de “la cuarta transformación” el espectáculo ofrecido por todos los partidos —de algún modo hay que llamarlos— con sus candidaturas en estos tiempos preelectorales. Nuevo León es el ilustrativo ejemplo perfecto: la de Morena, ese PRD reloaded, exhibida como una colegiala que charla embelesada con el ahora encarcelado gurú sexual Raniere —a quien aseguraba no conocer— y emparentada no precisamente con lo más prístino del priismo estatal, ungida por el mismísimo Guía Supremo como candidata no mucho tiempo después de haber abandonado convenientemente al PRI; el PAN intentando reciclar a otra eminente mediocridad con un documentado pasado de corrupción; el candidato del PRI que en las propias siglas lleva el estigma, y finalmente esa cosa llamada Movimiento Ciudadano postulando a un monigote inclasificable.
¿Por qué continúa en funcionamiento y prosperando este teatro del absurdo, este “pandemónium de oropeles y cataclismo de guiñapos”, como lo definía Grandville? Pues además de las eternas fidelidades compradas —ésas que mutan de jefe, de timonel y de patrón con una facilidad pasmosa y sin el menor rastro de rubor— y las multitudes de ansiosos por dejarse engañar y por creer señalados ya en su tiempo por Maquiavelo, lastimosamente también contribuyen a ello individuos que solían presumir de independencia de criterio e incluso de iconoclastas, y ahora —como Pablo de Tarso después de ver la luz— abrevan religiosa, ávida y puntualmente todas las mañanas en los sermones, las mojigangas y los sketchs presidenciales para fundamentar, con esas sólidas y brillantes bases teóricas, sus nuevas opiniones políticas.
Que lo que ahí se dice sean siempre las mismas banalidades, las mismas letanías, las mismas monsergas, los mismos gracejos, las mismas salidas por la tangente e incluso las mismas gesticulaciones, no les importa. Después de todo la repetición no es la madre de la ciencia, pero sí del adoctrinamiento.
Tiempo de soflamas, de pasarelas, de histriones. Tiempo de inverecundia y de conversos. Política de serie B, políticos de teatro de carpa y una ciudadanía atrapada entre la desmemoria, la indiferencia, la manipulación y la necesidad.
Y luego dicen que no hay mal que dure cien años. ®