The Old Blue Cat

Entre saxofones, marimbas y atabales

Érase una vez un viejo bar en el corazón de Nueva Orleans, en el que no solamente se escuchaban las notas tristes del blues, también había mariachis y músicos bolivianos, senegaleses… Un lugar para curar la nostalgia, la cabanga, la saudade, el blue.

Gato saxofonista.

I

Louis Calixto Mbela sintió que la sangre se le cuajaba en los pulmones cuando escuchó rechinar la vieja puerta de madera y la escuálida silueta de Lisa Montgomery se dibujó a contraluz. Sabía que no tardaría en llegar al Old Blue Cat aquella mujer cuya figura se recortaba ahora nítidamente sobre el resplandor de la calle.

Louis reconoció de inmediato aquel cuerpo de palo de escoba. Era una mujer pelirroja tan flaca, fría y gris como las bases de los micrófonos que había sobre el pequeño escenario situado al fondo del patio de la vieja casa estilo francés. La mujer parecía un chorro de leche agria con un puñito de cabellos de elote en la punta de una cabeza ovalada y moteada como huevo de guajolote.

Era la hija de Philip, el dueño del Old Blue Cat, el viejo bar que ella odiaba por una lista de diecisiete razones que tiempo atrás había anotado con letra perfecta en una libreta. Con ellas quiso convencer en múltiples ocasiones al marinero retirado de que cerrara aquel lugar que solamente dejaba pérdidas. Pero Philip era terco.

—El Old Blue Cat no es un negocio, es un templo y los templos no deberían ser negocio —respondía a su hija con su sonrisa que le quedó chueca desde que un viento helado le golpeó el rostro una noche en el mar del norte.

Las respuestas tranquilas de su padre incrementaban el enojo de Lisa que reiteraba el acre reproche:

—Es un nido de vagos en el que pierdes tu dinero.

La presencia de Lisa en el bar era siempre una mala noticia, y sería peor ahora que el viejo Philip había muerto. Y aunque Louis Calixto Mbela esperaba desde hacía tres días, resignado y triste, la visita de aquella mujer desabrida, la sangre se le cuajó también en la panza cuando advirtió tras la figura de la mujer recortada en la puerta la silueta de cinco policías.

II

Louis no conocía México, tampoco Senegal. Pero los había visto muchas veces en las palabras de sus abuelas Emilia y Ngombi que le contaban historias de sus tierras. Tan distintas y tan iguales, pensaba él cuando recordaba los relatos de las siembras, las tormentas, los parientes y los fogones.

Él nació en Nueva Orleans, el lugar al que llegaron por muy diferentes caminos sus abuelos. José Calixto pizcó algodón en los campos de Luisiana y fundó un mariachi. Le sacaba humo a la vihuela cuando interpretaba un son jalisciense. Malaw Mbela, buen cantador, hacía magia con la trompeta a pesar de tener los dedos de piedra de tanto cargar ladrillos en su trabajo de albañil. La música era para ambos no sólo un pasatiempo bien arraigado sino, sobre todo, una manera de viajar a sus tierras que nunca volverían a ver.

A los quince años formaba parte del mariachi de su padre. Era también miembro de la banda de la escuela y pronto se integró a un cuarteto de jazz. Tocaba de todo. Un rato con la vihuela, otro rato con el saxofón. Un son y un blues, alternados. A veces unidos en la guitarra y separados solamente por un acorde.

Ahora recordaba con nostalgia aquellas tardes de sábado cuando su abuelo José y su abuelo Malaw se reunían en el portal de la casa. Apenas se entendían en su mal inglés, pero cuando comenzaban a hacer música cualquier palabra estaba de más. El mexicano con la vihuela; el senegalés, con la trompeta. Conversaban durante horas con melodías y acordes en un intenso abrazo sonoro. Y Louis, en medio, jugueteaba con los instrumentos hasta que un día descubrió que ya sabía tocar. A los quince años formaba parte del mariachi de su padre. Era también miembro de la banda de la escuela y pronto se integró a un cuarteto de jazz. Tocaba de todo. Un rato con la vihuela, otro rato con el saxofón. Un son y un blues, alternados. A veces unidos en la guitarra y separados solamente por un acorde. Era un extraordinario músico que interpretaba por igual la música tradicional de sus abuelos que la de su ciudad: Nueva Orleans.

III

Después de trabajar durante años en los barcos pesqueros de los mares del norte, Philip Anderson decidió retirarse en Nueva Orleans. La difícil y austera vida en altamar le dejó algunos ahorros, la cara surcada de profundas arrugas y la sonrisa chueca. También cierta culpa por dejar a su hija largas temporada. —Si hubiera estado yo aquí, quizá ella sería diferente—, pensaba cada vez que Lisa cerraba con un portazo la discusión después de reñirlo. El hombre tenía los ojos claros del mar helado y una barba blanca y espesa. Sus clientes lo llamaban Capitán Anderson, aunque él aclaraba que sólo fue marinero.

Phil decidió fundar un lugar en el que se interpretara música de todo el mundo y en el que confluyeran personas de cualquier lugar, como en los barcos pesqueros donde hombres de los más diversos países se encontraban para buscarse la vida.

El bar era un lugar de encuentro de músicos de los más lejanos rincones del mundo, alejado de la zona turística de Bourbon Street. Tenía apenas veinte austeras mesas de madera y la barra más silenciosa de cualquier bar, pues Philip no podía concebir que alguien encendiera una licuadora o hiciera ruido con la loza cuando alguien cantaba en el escenario.

—Los artistas merecen todo nuestro respeto y atención, por eso no hay servicio de comida ni bebida durante las presentaciones, solamente antes de comenzar y en el intermedio —advertía al dar la bienvenida a sus clientes.

Ese era también motivo de disputa con Lisa.

—Eres el único vendedor que les dice a sus clientes que no les venderá.

El sofisticado equipo de sonido del Old Blue Cat fue también motivo de reproches.

—¿Cómo es posible que lo único que has ganado en esta pocilga lo desperdicies en eso?

Pero el viejo marinero había descubierto en sus viajes por el mundo que no hay nada más sagrado que la música propia tocada en las lejanías. Y añadió con su sonrisa torcida:

—La sacralidad de la música propia es directamente proporcional al kilometraje del exilio donde se interpreta. Lo importante del Old Blue Cat es la música, el canto del alma, compartir los sonidos que trae cada quien porque en ellos están la historia, los paisajes, la naturaleza, los dolores y las alegrías. Eso es lo que compartimos aquí. No importa que los manteles tengan quemaduras de cigarro o que la transparencia de los vasos se haya opacado. El Old Blue Cat es el espacio para curar la nostalgia, la cabanga, el blue. Y también para enfermarnos más de eso. Y para cantar con la alegría y animarnos, y descubrir que unos y otros somos lo mismo y somos lo diverso. Por eso, la música es sagrada y se tiene que escuchar bien. Y al que quiera música de fondo que se vaya a otro bar.

—Estás completamente loco —le gritó Lisa y zanjó la discusión con uno de sus habituales portazos.

IV

Fue muy fácil elegir el nombre del lugar. Un gato que de tan negro azulaba como los zanates, se paseaba pesadamente por los alrededores de la casa y había hecho suyo el pretil de una de las altas ventanas. Por su manera de andar, la cojera de la pata izquierda y la sabia mirada se adivinaba que era un gato viejo. Estaba ahí desde que Philip compró la finca y adoptó al marino. Aunque se iba por temporadas, volvía siempre a su lugar. Al marino le cayó en gracia el animal que lo acompañó mientras renovó con sus propias manos la antigua casona.

—Tienes buen gusto —le dijo un día en que el gato levantó las orejas al escuchar un fado que sonaba en el tocadiscos mientras él pintaba un muro. El felino no se inmutó cuando Philip le acercó la brocha y fue necesario un pequeño empujón  para que se moviera.

“Old Blue Cat”, le decía cariñosamente a su compañero en el bar. De manera que cuando un par de semanas después bautizó el lugar, no tuvo ninguna duda.

Junto al patio de la vieja finca donde puso una pequeña tarima a manera de escenario había un baño que Philip integró a la barra del bar. Retiró la taza y quitó las paredes, pero dejó la bañera. En lugar de la cebolla de la regadera colocó una manguera por la que salía el ron panameño que servía a los asistentes. Un artista mexicano que pasó por ahí un invierno para cantar corridos de malvados derrotados y contar historias de aparecidos pintó en la tina a un hombre que tocaba el saxofón mientras se daba un baño. Junto a éste, en color azul, plasmo al Old Blue Cat que, recostado en uno de los bordes de la tina, jugueteaba con las notas musicales que brotaban del sax.

Instrumentos de los más diversos países, así como pinturas, poemas y frases que plasmaban los artistas, colmaban las paredes del bar. No sólo músicos, también actores, poetas y hasta titiriteros.

Un artista mexicano que pasó por ahí un invierno para cantar corridos de malvados derrotados y contar historias de aparecidos pintó en la tina a un hombre que tocaba el saxofón mientras se daba un baño. Junto a éste, en color azul, plasmo al Old Blue Cat que, recostado en uno de los bordes de la tina, jugueteaba con las notas musicales que brotaban del sax.

—Parece un nido de vándalos, con las paredes rayadas como si fueran los pasajes del metro —le recriminaba Lisa a su padre—. Al menos tápale esas cosas —repetía cada vez que miraba los senos descubiertos de una mujer que un poeta andaluz pintó en un pasillo.

Philip le regresaba su sonrisa engarrotada y le decía:

—No te preocupes, hija. Todo está bien.

V

La ducha–barra del bar era el centro del Old Blue Cat. Cuando se iban los clientes los artistas se reunían junto a la bañera y conversaban hasta que amanecía. Ahí pasó Louis muchas noches de su infancia. Acompañaba a su padre que con frecuencia se presentaba con su mariachi y se sentía importante porque le ayudaba a cargar los instrumentos. Le gustaba ir aunque muchas el sueño lo vencía. Entonces entraba en la oficina de Philip y se recostaba en un viejo y mullido sillón de cuero. El viejo lo cubría con un enorme abrigo que guardaba en su oficina en espera de que el dueño, un guitarrista argentino, volviera algún día por él.

Louis dejaba la ventana abierta para escuchar las conversaciones y la música. Decía su abuela que por eso se hizo tan buen músico, porque en las noches las melodías volaban por el aire, se le metían al cuerpo y se quedaban a vivir en él.

Una noche en que Philip entró a su oficina para sacar un cable de micrófono que hacía falta en el escenario vio cómo una clave de sol se le metía a Louis por el dedo que lleva la vena del corazón. El marino que había visto tantas cosas no se asombró. Esbozó su sonrisa chueca y cerró con cuidado la puerta al salir.

VI

Un martes de mayo, muy de mañana, la afanadora, la única persona que cobraba sueldo en el bar, encontró a Philip recostado en el viejo sillón de cuero. Pensó que estaba dormido, tal vez borracho. No era la primera vez que lo hallaba así. Luego de un rato se acercó y miró en él un rostro distinto que no respondía. Llamó al 911. En unos minutos los paramédicos determinaron la muerte del marino.

VII

La noticia corrió pronto. Louis, que desde hacía años era la mano derecha del viejo en el bar, fue el primero en llegar. Músicos, clientes y amigos desbordaban el Old Blue Cat. Colocaron el féretro en el escenario. Lisa, que ya no podía reñir con su padre, ahora peleó con Louis. Quería que su padre fuera velado dos días después en una funeraria de las seis de la tarde a las ocho y media de la noche.

—Ni madres —dijo Louis en un español con acento gringo.

Ella no entendió las palabras, pero sí la negativa. Cuando ella quiso replicar él miró al mariachi y gritó:

—Muchachos, arránquense con “La culebra”.

La música se tragó las palabras de la mujer. Los bluseros, los trovadores, los rockeros. Un hindú con su cítara, los bolivianos con sus zampoñas, los jóvenes tamborileros. Todos se unieron a la algarabía musical.

La mujer transformaba su apariencia lechosa en un rojo encendido. Su marido Ronald, del que se había colgado el apellido Montgomery, meneaba la cabeza para confirmar lo que siempre había pensado de su suegro: era un viejo loco, influenciado por una bola de tercermundistas frijoleros y brownies. Ambos esperaron incólumes hasta que terminó el son.

La mujer quiso de nuevo hablar. Louis miró sobre su hombro a los mariacheros y dijo:

—Seguimos con “La negra”.

Lisa alzó la cabeza como serpiente y tomó de la mano de su marido.

—Ya nos veremos, estúpidos.

Al salir tropezó con unos músicos asiáticos que recién llegaban.

VIII

El velorio duró todo el día y toda la noche. Se lloró mucho y mucho también se cantó. La música de los más diversos lugares llenaba la casona. Canciones que curaban y agravaban al mismo tiempo la nostalgia, el blue, la cabanga, la saudade. Ahora por el viejo Philip.

Las manos de fierro arrancaban de tajo las paredes. Los dibujos y letreros se difuminaban como cenizas de periódico quemado. Sentado en la acera de enfrente, Louis escuchaba los estruendos y miraba melancólico las nubes de polvo. Le pidió al ingeniero que le dejara llevarse la tina.

Marinos, bailadores, cuentacuentos, novelistas y pintores. Sonaron marimbas, atabales y jaranas. El teléfono sonaba una y otra vez. Louis colocaba el micrófono a la bocina para que todos escucharan las condolencias que llegaban lo mismo del Mediterráneo que del cono sur, Centroamérica, África y Europa. Se escuchó una transmisión que llegó, entrecortada, desde la radio de un barco que navegaba en el Mar del Norte.

El enorme depósito de ron se acabó justo a la hora de llevar a Philip al panteón. Las últimas gotas que salieron de la regadera cayeron sobre la tina de la que habían desaparecido el saxofonista y el gato.

IX

Cuando los músicos entraron al cementerio con el féretro a cuestas se comenzó a escuchar claramente un blues cuyo origen nadie logró identificar. El saxofonista de la tina encabezaba el cortejo con aquella triste melodía, pero Philip, el único capaz de ver esas cosas, ya no estaba ahí para mirarlo.

Un gato cojo caminaba abatido detrás del último doliente.

X

Cuando Lisa Montgomery abrió la puerta del Old Blue Cat Louis sintió que la sangre se le cuajaba en los pulmones. Además de los cinco policías, la acompañaba su marido ataviado con una camisa hawaiana y un pantalón corto de color rojo. Esgrimía feliz la orden judicial. Le dieron una hora para irse. La mujer se sorprendió al ver que la pintura del saxofonista y el gato gordo ya no estaban, pero se hizo la disimulada. Louis recogió lo que pudo del bar y se marchó.

XI

Al día siguiente las enormes máquinas amarillas destruían la vieja finca que había alojado al Old Blue Cat. Las manos de fierro arrancaban de tajo las paredes. Los dibujos y letreros se difuminaban como cenizas de periódico quemado. Sentado en la acera de enfrente, Louis escuchaba los estruendos y miraba melancólico las nubes de polvo. Le pidió al ingeniero que le dejara llevarse la tina. El hombre lo miró sonriendo y accedió. En el reino de lo desechable, la petición no podía ser menos que pintoresca.

En una vieja camioneta color verde, con una imagen de la Virgen de Guadalupe pintada en el cofre, Louis se alejó con la tina y los restos del barril donde se guardaba el ron.

XII

La foto apareció a colores en la prensa. Lisa y Ronald Montgomery cortaban felices el listón. Ella, llevaba un vestido de bolitas rojas. Él, una corbata confeccionada con la misma tela. El Old Blue Cat era ahora un reluciente restaurante de hamburguesas donde todo funciona de acuerdo con los estrictos manuales. Todo es perfecto, salvo el terror de los clientes que de cuando en cuando se espantan con los fieros maullidos de un gato que nadie ha podido ver. ®

Este cuento aparece en el libro Habitación 142, publicado por La Zonámbula. El libro está a la venta en la librería del Fondo de Cultura Económica de Guadalajara, en algunas Gonvill y en la Escuela de Escritores SOGEM (Circunvalación Agustín Yáñez, 2839, muy cerca de La Minerva).

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Publicado en: Literatura

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