El presidente lleva un sentimiento de culpa en lo más recóndito de su ser, el cual desplaza hacia sus adversarios políticos y busca balancear con sermones de perdón y amor.
No hemos reparado lo suficiente en la contradicción subjetiva fundamental del presidente López Obrador, quizá porque es muy evidente y se ha tornado habitual: su capacidad de prodigar perdón y amor y, acto seguido, expectorar diatribas fulminantes contra sus adversarios con la mano en la cintura. En un plano superficial, esto no tiene lógica, es una contradicción flagrante. Pero en un plano más profundo es perfectamente coherente. Tal es el tema principal de Genealogía de la moral de Friedrich Nietzsche.
Según Nietzsche, la moral cristiana se originó en la rebelión de los esclavos contra los nobles, haciéndolos sentir culpables de su fortuna: “Primero pasará un camello por el ojo de una aguja que un rico por el reino de los cielos”, dijo Jesús, y tantas otras frases memorables en cartas y sermones de los primeros cristianos y los padres fundadores de la Iglesia católica. Diatribas de este tenor cocinaron el caldo de cultivo moral en el que la nobleza romana se convirtió al cristianismo, no en un sexenio sino a lo largo de dos siglos.
Todos cargamos con culpas y por eso sufrimos. Pero como el sufrimiento puede ser insoportable tendemos a desplazar su causa: alguien debe ser culpable de que suframos. Ese culpable es el afortunado, sin importar que su fortuna sea producto del azar.
Ahora bien, como el sentimiento de culpa es universal, el aguijón cristiano punza también a los pobres. Todos cargamos con culpas y por eso sufrimos. Pero como el sufrimiento puede ser insoportable tendemos a desplazar su causa: alguien debe ser culpable de que suframos. Ese culpable es el afortunado, sin importar que su fortuna sea producto del azar: de su cuna, de sus relaciones sociales, de su suerte, de su matrimonio o de su propio sacrificio. Lo condenable es que sea afortunado.
No creo que López Obrador sea malo, sólo es presa de esta contradicción y de su desplazamiento. Como todos nosotros, él lleva un sentimiento de culpa en lo más recóndito de su ser, el cual desplaza hacia sus adversarios políticos y busca balancear con sermones de perdón y amor.
Todo esto es “humano, demasiado humano”. Por desgracia, él es el presidente de la república y proyecta ese conflicto suyo en sus decisiones políticas. Por ejemplo, la consulta popular para decidir si juzgar a los actores políticos del pasado inmediato: López Obrador quiere culparlos al tiempo que los perdona por anticipado. Al parecer no se percata de que está atizando pasiones políticas que luego nadie podrá controlar, pues gran parte de los posibles votantes sufre la patología que él mismo sufre.
En otra colaboración para Replicante me referí a la anteposición de la ética de la convicción a la ética de la responsabilidad de que adolece el presidente. La ética de la convicción se refiere a los principios fundamentales que rigen nuestra conducta individual; la ética de la responsabilidad, en cambio, se refiere a las decisiones políticas, las cuales deben ser guiadas por la conciencia de sus consecuencias sociales (Max Weber).
López Obrador parece no distinguir estas esferas. De esta confusión provienen todos los errores que ha cometido. La palabra “errores” suena muy suave para las consecuencias catastróficas de sus acciones. Puede preverse que intentará justificarlas con el argumento de que ha llamado la atención sobre grandes problemas —pobreza, desigualdad, injusticia— que en lo sucesivo no podrán ser ignorados. Me pregunto si el costo de sus decisiones, cuya magnitud pronto será evidente, habrá valido la pena. ®