La poesía política es una forma de diversión inocente e inocua, por más que sus versos parezcan vidrios rotos y sus páginas rasposas como la lija.
Por estos años se cumple un siglo de que se inició la poesía política. Aunque podemos decir también, parafraseando al sabio salomónico, que ella ha existido siempre. Tras nieta desharrapada de la sátira latina, se vistió de marsellesa y de musa callejera, con las pechugas al vapor y la lengua mal fajada, en las barricadas de la revolución francesa. Y me apresuro a poner un etcétera, pues de otro modo el recuento sería caudaloso, innumerable. Pero sí que hay mucho de romántico en ella: no en balde esa escuela es la matrona del marxismo, del fascismo y de tantas otras señoras infladas y peleoneras que ostentan el nombre de ideologías.
Pronto la derecha se olvidó del género (inclusive dentro de los prolegómenos del nuevo arte hitleriano), mientras que la izquierda usó y abusó de ella, hasta dejarla en harapos, convertida en una huérfana de la novela de folletín.
Pero fue hace más o menos cien años cuando Filippo Tomaso Marinetti y Vladimir Maiakovsky pusieron a circular en hojas sueltas y volantes los primeros poemas políticos (ambos fueron hermanos, así como el fascismo es el primogénito y el comunismo el segundogénito de la Revolución de 1789, ambos mal nutridos por el mismo plato de lentejas). Pronto la derecha se olvidó del género (inclusive dentro de los prolegómenos del nuevo arte hitleriano), mientras que la izquierda usó y abusó de ella, hasta dejarla en harapos, convertida en una huérfana de la novela de folletín.
Pero en tanto que arte del lenguaje, toda poesía es política, empezando por los aristocráticos cantos de la Ilíada. (Como sabemos, la República de Platón describe un régimen fascista y aristocrático y nunca el comunismo callejero del siglo XVIII, como algunos se forzaron a creer).
Carezco por completo de fe en el lector: ni siquiera creo que exista esta criatura parda, miope y sorda. Cuarenta años de escribir en la prensa diaria respaldan esta convicción mía.
Me gusta la poesía política como una forma de folleto y de libelo, como un arte de la provocación, incluso de la venganza. Como una forma de epatar a la clase media de izquierda, tan fácil de epatar de suyo. Rescato su carácter satírico, dinámico, improvisado, frente a las solemnes construcciones de la retórica, ya se pretenda ésta académica o revolucionaria. Carezco por completo de fe en el lector: ni siquiera creo que exista esta criatura parda, miope y sorda. Cuarenta años de escribir en la prensa diaria respaldan esta convicción mía. Sin embargo, la poesía política es una forma de diversión inocente e inocua, por más que sus versos parezcan vidrios rotos y sus páginas rasposas como la lija.
No obstante, a finales de la década de 1940 Neruda recitaba en las plazas públicas, ante millares de obreros, su “Nuevo canto a Stalingrado” y fragmentos de lo que sería después el “Canto general”. Efraín Huerta le abría los conciertos. Dos décadas después, Yevgueni Yevtuchenko cimbró al Estadio Olímpico de México 1968 con sus poesías, unos días después del “baño de sangre” de Tlatelolco. Medio siglo después, a un siglo de su nacimiento oficial, la poesía política está pues más viva que nunca. No permitamos que muera.
Octandro (a la manera de Bertolt Brecht)
Nadie jamás se exprese en nuestro nombre,
no se cuelgue las ínfulas del pueblo:
somos inmemoriales sobre anónimos,
construimos palacios, plazas, templos,
cocineros, soldados, panaderos
creamos reyes, alzamos generales
y un día nos damos a la destrucción
por orden de los astros y del Tiempo.
Puedo decir que soy hijo del Tiempo,
se ha borrado mi rostro y aun mi nombre
es un sinónimo de destrucción.
Llámenme Nadie, no apelen al pueblo
en sus burdas plegarias generales.
Somos traidores o héroes anónimos,
del pan del odio blancos panaderos
y criados que profanan vuestros templos.
Albañiles que erigen vuestros templos;
doy cuerda a la parálisis del Tiempo,
escupo con los otros cocineros
en vuestras ollas; Nadie fue mi nombre
cuando firmé poemas como anónimos.
En la obediencia y en la construcción,
sastre de obispos y de generales
suelo ser, y hago casas para el pueblo.
Vacío ciudades, cementerios pueblo,
gasto a besos el mármol de los templos;
se sobreseen mis datos generales
y mi epopeya se atribuye al Tiempo;
soy carne de cañón, de construcción
mano de obra. Me dan los cocineros
las sobras del banquete. Soy anónimo:
con letras de oro nunca veo mi nombre.
Crímenes se cometen en mi nombre,
pero más ejecuto como pueblo;
saboteo testamentos, firmo anónimos,
cartas de amor y citas en los templos;
sangre de panaderos, cocineros
llevan los reyes y los generales,
cuando yo duermo, es pura destrucción,
se desatan los astros, gime el Tiempo.
Soy el Estado, soy la Historia, el Tiempo:
siendo Nadie, tengo el más alto nombre;
la construcción, como la destrucción
borran huellas y datos, rostro al pueblo,
las dactilares y las generales;
reyes y sacerdotes son anónimos
no hay héroes para sus cocineros,
aunque nosotros les alcemos templos.
Rezamos y orinamos en los templos,
un día único y múltiple es el Tiempo,
deidad de panaderos, cocineros,
casi nunca da a conocer su nombre:
“Soy el que Soy”, y permanece anónimo
en tanta destrucción y construcción,
mientras los reyes y los generales
se divierten martirizando al pueblo.
No fatiga la esclavitud al pueblo,
cumple todos los ritos en el templo,
lustra las botas de los generales
y fía su venganza al sabio Tiempo,
que es el maestro de la destrucción;
albañiles, soldados, cocineros,
siguen corriendo como un río anónimo:
cada grano de polvo tiene nombre.
Pues no es un nombre colectivo el pueblo,
Dios anónimo en su estentóreo templo,
los cocineros y los generales
sobre la destrucción recrean al Tiempo. ®
(18 de abril de 2021)