El silencio parecía inundar el sórdido ambiente del panteón sumido en el silencio. Al incorporarse se sintió ligero, como si se desprendiese de la pesada loza que cargaba a cuestas desde hacía tiempo. Cantando el final de “Las mañanitas”, dio por terminada la visita de otro año.
Se despertó entre las tumbas, como cada aniversario de la muerte de su madre, mirando muy de cerca la tierra que se le metía en las fosas nasales, en los ojos y en la boca. Sintió entonces una punzada en el estómago y su cuerpo se arqueó para liberar el licor ingerido a lo largo de la noche. Se incorporó como pudo, sujetándose del florero de mármol que custodiaba el sepulcro y distinguió un brillo dorado en la lápida, donde se podía leer el nombre de su progenitora: Laura Monserrat Enríquez Ledesma, por si acaso lo hubiera olvidado. Sacudió sus arrugadas prendas al tiempo que pasaba su mano por una desaliñada melena cubierta de tepetate de color ocre.
Un arrebato de ira lo invadió al incorporarse con dificultad, le molestaba no recordar cómo diablos había llegado hasta el centro mismo del panteón, por la considerable distancia del lugar en que solía emborracharse y cómo había logrado eludir al velador. Lo habría chantajeado con algunos billetes, o de plano su buena suerte le permitió encontrarlo dormitando al momento en que penetraba por algún claro de la barda.
Trataba de armar un rompecabezas. Estiró el cuerpo entumecido. Al rodear la tumba encontró en el florero una botella de habanero, recordó que fue su compañera de charla en su largo camino. Estaba medio vacía, y según sus cálculos eso significaba un promedio de hora y media de trayecto desde el bar.
Destapó la botella y pegó la boca en sus labios, contuvo el asco que le producía el ron al quemar sus entrañas. Sintió un ronroneo animal en sus tripas y pequeños jalones en el estómago. Metió su mano entre los botones de la camisa y colocó la palma en el vientre inflamado, y pensó que esa posición y su baja estatura lo harían parecer a los ojos de los curiosos un loco fugado del psiquiátrico. Comenzó a entonar una canción.
—Éstas son las mañanitas que cantaba el rey David…
El llanto lo hizo interrumpir su interpretación, con las manos trataba de detener el torrente de lágrimas. Trató varias veces de recordar la letra, intentando hilar la tonadilla, y de la misma forma interrumpía lo que más parecían lamentos de un alma en pena.
No vengo a saludarte. Como cada aniversario, vengo a escupir en tu tumba, para que no se te olvide mi promesa de estropear tu cumpleaños, ojalá te quemes eternamente en los infiernos…
—…despierta, mamá despierta, mira que ya amaneció… Ya no despertarás nunca —dijo‑, por fin dejarás descansar a quienes nos hiciste sufrir…
Y volvía a su canción.
—Qué linda está la mañana en que vengo a saludarte…
Luego volvió a añadir.
—Ni creas que es lindo venirte a cantar con esta maldita cruda y sin recordar cómo llegué. No vengo a saludarte. Como cada aniversario, vengo a escupir en tu tumba, para que no se te olvide mi promesa de estropear tu cumpleaños, ojalá te quemes eternamente en los infiernos…
Giró para desandar el camino entre el laberinto de tumbas. De pronto se detuvo y regresó de nuevo, impulsado por una ansiedad en busca de algo.
—No creas que vengo arrepentido para suplicar que me perdones, sabes que eso jamás lo haría, regresé al recordar que anoche se hizo más largo mi trayecto por esta estúpida maleta.
De entre los matorrales extrajo un maletín que limpió con el astroso puño de su camisa.
—Me prometí exorcizar toda culpa y hacerte insufrible tu venerado onomástico… En casa tenías un enorme calendario donde anotabas los que eran los sucesos más importantes de tu vida…
Imitó con un tono grotesco la voz de su madre, acompañado de los ademanes que la caracterizaran en vida, y siguió:
—En un gran círculo rojo encerrabas esta fecha, y no contenta con eso me enseñaste a contar los días, anotando los concluidos al final del mes, junto a los que faltaban… tu ritual se cumplía año con año y éste no puede ser la excepción.
Fue cambiando paulatinamente su tono de voz, alargando el final de las palabras y endulzando su trato, como si de pronto se dirigiera a un niño. Colocó el maletín en la lápida y lo abrió para sacar algunas de las prendas.
—No hay nada más dulce que la venganza, y para disfrutarla se tiene que hacer despacio… Prepárate para dejar que los recuerdos gobiernen el momento. Siempre dijiste que a las cosas se les debe dar su tiempo, ¿te acuerdas cuando te decía de mi urgencia por crecer, pues eso de ser niño no iba conmigo? De alguna forma tenía que asegurar nuestro futuro, no podías seguir dedicándote a dar placer a tantos hombres; tarde o temprano dejarían de buscarte, estabas perdiendo tu atractivo. No podías ignorar que cada vez las querían más jóvenes…
Se abofeteó… aunque parecía desconcertado, como si una fuerza invisible hubiera dirigido su mano.
—¡No vuelvas a hablarme de esa manera! —me decías, como si blasfemara diciendo una mentira que te ofendiera el orgullo, la verdad es que estabas cada día más bofa y eso era notorio para cualquiera.
Sentado sobre sus piernas y usando como mesa la tumba, extendía sobre ella prendas femeninas y varios pares de zapatos de distintos colores, de tacones altos y bajos, que hacían juego con las faldas plisadas y los vestidos completos, babydolls, mascadas, estolas de vedette de tercera. Entre las prendas sobresalía un neceser abierto con varios pisos de cosmetería con la que podría maquillar al elenco completo de una obra musical de Broadway. Siguió su perorata con una voz de contralto, sus ademanes eran los de una mujer.
—¿Qué te parece todo esto? Digno de una reina ¿no lo crees? Y como tú estás bien muerta, no puedes probarte el que más te gustaría lucir. Por ser tu aniversario tendrás la oportunidad de elegir el que me pondré yo para festejar tu recuerdo y celebrar tus años de muerta. Señalaré las prendas, y con una manifestación del entorno sabré la que hayas elegido ¿qué te parece? No se diga más, pongamos manos a la obra.
Como si encarnara a un director de orquesta, con frenéticos movimientos señalaba las prendas, tarareando al mismo tiempo una pieza sinfónica y volteando a ver el movimiento de las hojas de los árboles, el revoloteo de las mariposas, las flores de las tumbas contiguas, hasta que de un manotazo aplastó un mosquito en su cuello, la señal esperada.
—¡Un mosco para el vestido rosa!
Lo tomó, al incorporarse lo colocó encima de su regazo, colocó sus mangas sobre sus hombros y tomándolo del talle bailó tarareando un vals de Strauss.
—Sabía que te gustaría, es divino, debo admitir que lo adquirí recordando la infancia, ese paraíso perdido al que buscamos retornar sin conseguirlo jamás.
Se puso la prenda y girando en redondo volvió a sentarse sobre sus piernas, colocando el neceser frente a él; pudo contemplar su rostro en los tres espejos, y comenzando a maquillarse volvió al pasado.
Dejó a un lado el vestido, y sin dejar de bailar se fue desprendiendo de su ropa de varón, como una serpiente que cambia de piel. Se puso la prenda y girando en redondo volvió a sentarse sobre sus piernas, colocando el neceser frente a él; pudo contemplar su rostro en los tres espejos, y comenzando a maquillarse volvió al pasado.
—De niño me gustaba contemplarte mientras te maquillabas, ante mis ojos aparecías como una reina, hasta imaginaba tu corona de pedrería haciendo refulgir tu rostro, con los brillitos que esparcías con tu ritual de diosa.
Aplazando el maquillaje, emprende de nuevo el juego con los elementos del atuendo.
—Ahora escojamos los zapatos, y al tin marín de do pingüé, te indico los pares.
Señaló varias veces con el dedo índice, y al no obtener respuesta estalló, refunfuñando.
—¡Aich! De haber sabido de tus indecisiones habría escogido un procedimiento más sencillo, ahora será mejor que yo decida… Claro, me inclino por este par de mediano tacón, con la cruda y lo disparejo del terreno, capaz que me encuentran tiesa del trancazo que me pondré entre ceja y oreja.
Se calzó y peinó con fuerza su pelo relamido.
—Parece que me hubieran revolcado en la tierra como perra calenturienta.
Riendo de la ocurrencia, recordó las viejas recriminaciones de su madre.
—Sí, ya se que nunca te gustó que hablara así, como si tu boca fuera santa, comías santos y zurrabas demonios, mamabas hasta el hastío y querías corregirme, ¡esas ironías que tiene el destino!
Grotescos resultaban sus gestos al entrar en detalles escatológicos que su madre odiaba mencionar en vida, por no tener defensa ante lo evidente.
—Eso y vestirme de mujer eran de las cosas que despreciabas de mí. Siempre pensaste que tu retoñito adorado había nacido marica, como si fuera la única respuesta lógica ante el hecho de travestirse…
Su rostro se fue transformando por la ira que le producía el recuerdo.
—Jamás entendiste el verdadero motivo de mi proceder. Siempre ocupada en atender al necesitado de tu cuerpo y de tu sexo, a los parroquianos que anidaban un rato en tu lecho de amor comprado. Mientras, junto a ti estaba pidiéndote caricias de madre, besos de amor que nunca hubo, atenciones para calmar mi llanto, solicitando tu calor, y sólo conseguí andanadas de golpes y regaños, pues tus acompañantes exigían silencio o la devolución de su dinero. Después de retirarse amenazaban: “¡Para la otra lo asfixio y así te quitas del problema, y te concentras en coger como la gente decente!”
De nuevo las carcajadas y el ahogo tratando de hablar sin poder lograrlo.
—Al quedarnos solos lo único que se te ocurría era meterme tu chiche en la boca, no sé si para acallar tu conciencia o para callarme la boca, o las dos, al fin de cuentas venían juntas, en eso se resumía tu decencia.
Nuevas carcajadas que duraban muy poco.
—Aprendí que el sabor de la leche venía con baba, sudor y el aliento alcohólico de todos los padres postizos que fui conociendo, porque antes de que yo mamara tus tetas ya lo habían hecho ellos.
Ahí fue quizás donde me di cuenta de que para sentirte cerca no podía seguir mendigando tu amor, justo era que lograra entender la clase de mujer que eras, las razones de no querer ligarte a la vida de un solo hombre y preferir la pueril entrega de quien, como yo, únicamente aspiraba a atrapar por un instante tu atención.
Se quedó quieto, sin pestañear y guardando un silencio más profundo y sepulcral que su propia madre en todos los años juntos dentro de la tumba, y como si nada hubiera pasado retornó al comentario justo donde se detuvo.
—Ahí fue quizás donde me di cuenta de que para sentirte cerca no podía seguir mendigando tu amor, justo era que lograra entender la clase de mujer que eras, las razones de no querer ligarte a la vida de un solo hombre y preferir la pueril entrega de quien, como yo, únicamente aspiraba a atrapar por un instante tu atención. Ellos lo conseguían con la moneda corriente que compra un instante de placer; en mi caso, transformado en quien era la imagen encarnada del amor y el odio juntos…
Adopta de nuevo el tono candoroso. Trepando de un salto en la tumba, se recuesta hecho un ovillo, como si se tratara del regazo de su madre.
—Confieso que todo comenzó como una manera de llamar tu atención, sentía que un abismo se abría entre nosotras y cada día se iba haciendo más grande y profundo, exigiendo tomar medidas extremas. Jamás imaginé que las aguas se saldrían de su cauce y que nos llevaría a enfrentarnos en una guerra sin cuartel, provocando lo inevitable.
Como impulsado por un resorte, se incorporó y de un salto bajó de la tumba, se sentó en la tumba vecina dando la espalda a su madre.
—Siendo tu doble, los eternos pretendientes tomaron tus desplantes y constantes rechazos como el mejor pretexto de desquite provocando tu ira, buscando los brazos y el cuerpo de tu doble, y para mí la oportunidad que juntos buscamos: la revancha frente a la que comenzaron a llamar “la viuda negra”, por aquello de requerir únicamente a un macho para asegurar la reproducción de la especie, y porque nunca se supo el nombre del padre, al que habías terminado por devorar luego de fornicar. Se decía que su cabeza la guardabas como talismán, bajo la cama, para que nunca te faltara compañía. Lo que parecían primero viles patrañas de hombres heridos por el despecho fueron apareciendo en mi mente como una sola verdad: eras la viuda negra con una cría que al parecer sería como tu mismo retrato y que venía a superarte y aniquilarte, ocupando tu lugar. Convencido de eso acepté la misión más importante de mi vida. Ya no importaba si me gustaban o no los hombres; para saber qué clase de mujer eras, tenía que aprender a conocer lo que ellos buscaban en ti, y para eso era necesario pensar, sentir y vivir siendo la viuda negra. Al principio te pareció divertida la competencia, creías que no te llegaría ni a los talones, simplemente dijiste: “Buscan esto que traigo en medio de las piernas y tú no lo tienes, sólo esa abertura por la que te pedorreas y sacas excremento. Tarde o temprano regresan por donde salieron, esa es la ley del sexo, al final terminarás pidiéndome que te perdone y hasta ese momento aceptarás que tenía razón al afirmar que yo tenía ganada la partida”.
Miró largamente sus uñas, limpiando las imperfecciones del barniz con la yema del índice de la otra mano; dispuesto a dar fin al trance, ofreció la carta que escondía bajo la manga.
—Todo parecía darte la razón, que el mundo se confabularía en contra mía, cuando sucedió lo que tenía que suceder y que ningún poder humano puede detener: el destino que se involucra mezclando la vida de terceros de manera inevitable, y nadie puede prevenir lo que ese destino nos tiene reservado.
Mira que venir a enamorarnos del mismo hombre, que resultó un chichifo, que nos extorsionaba a las dos con la cuenta que levantábamos. Hasta que un día, cansada de compartirlo, en un arranque de celos pretendiste que escogiera entre las dos viudas negras…
Comenzó a guardar las cosas en su neceser. Cerrando los broches, emprendió el camino de salida, como escena extraída de un filme clásico de esos de cinemascope donde los actores parecen monumentos gigantes en blanco y negro. Giró en redondo mientras las palabras se agolpaban tropezando con el quicio inevitable de sus labios.
—Mira que venir a enamorarnos del mismo hombre, que resultó un chichifo, que nos extorsionaba a las dos con la cuenta que levantábamos. Hasta que un día, cansada de compartirlo, en un arranque de celos pretendiste que escogiera entre las dos viudas negras, provocando un desarreglo dentro de su minúsculo cerebro, acertando a exigir a punta de pistola más dinero, sobre todo del maricón, revelando que era una molestia encajarle la riata. Y que le haría un favor a la madre, quien estaría agradecida de quitarlo de en medio, que ya estaba harto de toda esta farsa, por lo que ya iba siendo hora de echárselo al plato.
Rompiendo en llanto, se desplomó de rodillas.
—Todo sucedió tan de repente que, a pesar de los años, no logro armar el rompecabezas completo de las imágenes del recuerdo, la más clara es la de cuando disparó y te interpusiste entre yo y la bala que penetró tu pecho. Antes de morir pronunciaste las palabras deseadas: “Te amo, reconozco que perdí y no me duele que haya sido contigo”.
El silencio parecía inundar el sórdido ambiente del panteón sumido en el silencio. Al incorporarse se sintió ligero, como si se desprendiese de la pesada loza que cargaba a cuestas desde hacía tiempo. Cantando el final de “Las mañanitas”, dio por terminada la visita de otro año.
—“Ya viene amaneciendo, ya la luz del día nos dio…”.
Con la maleta en una mano y la botella en la otra, miró al cielo e hizo una grotesca caravana de despedida. Mientras se dirigía hacia la salida tropezaba con las piedras, era difícil caminar con zapatillas en un terreno tan disparejo. ®