Aviones sobrevolando un monstruo es un libro novedoso y retrógrado: un “retorno novedoso” al viejo espíritu confesional de las letras francesas, aquel “árbol amargo” —como decía Chesterton— de “flores hermosas y frutos deliciosos”.
Aviones sobrevolando un monstruo (México: Anagrama/Océano, 2021) es un libro que nos traslada a diferentes islas ficticias en la memoria del poeta y narrador Daniel Saldaña París (Ciudad de México, 1984).
El libro está compuesto por una nota preliminar y nueve ensayos narrativos, inéditos o reescritos: “Aviones sobrevolando un monstruo”, “Malcolm Lowry en el supermercado”, “Regresar a La Habana”, “Un invierno bajo tierra”, “Apuntes para la fetichización del silencio”, “La orgía nefasta”, “Peregrinaje y arquitectura”, “Los animales prostéticos” e “Historia secreta de mi biblioteca”. Se trata de una miscelánea de escritos —a veces seleccionados de fuentes diversas: revistas, lecturas públicas y libros colectivos— que organizan, a la manera de El viento ligero en Parma, de Enrique Vila–Matas, una maqueta donde se superponen la realidad y la ficción.
El centro de este modelo a escala está ocupado por la magnética Ciudad de México, que atrae y repele como un imán. Al norte, por ejemplo, se encuentra la silenciosa ciudad de Montreal, en Canadá; al sur, el “jardín mitológico” de Cuernavaca, con su fagocitante centro comercial. Por el este se levantan, como dos grandes ruinas, la “ciudad gozosa” de La Habana y la nefasta Madrid, mientras que al oeste divisamos un sistema nervioso de caminos y arquitectura sagrada.
Desde El nervio principal (Sexto Piso, 2018), Saldaña París parecía interesado en mostrarnos el envés oscuro de la realidad: la asimetría (es decir, la imperfección) del mundo. En este nuevo capítulo de su obra, vuelve a interrelacionar los espacios polícromos de la memoria con la deteriorada geografía del presente.
El itinerario de su nuevo libro nos conduce, por ejemplo, de la Ciudad de México a Montreal y de Cuernavaca a La Habana. Y, de manera más visceral, nos permite visitar fugazmente la “pradera infinita” de Blockula, en Suecia, y establecernos en New Hampshire, Estados Unidos, para presenciar un episodio de cabin fever. En todo caso, como parte de una peregrinación doble, cuyo destino “está tanto afuera como adentro”, viajamos con el narrador del ruido prosaico de la urbe hasta la conquista del silencio interior.
En el primer texto del libro, “Aviones sobrevolando un monstruo”, Saldaña París decide fabular a la Ciudad de México. Por suerte, su mirada es más personal que turística, menos filosófica que antropológica. Más que dibujar el croquis de lo mexicano, como hizo Carlos Fuentes en La región más transparente, a Saldaña París le interesa, como a Monsiváis, consignar los rituales de nuestro caos.
Autorretrato ficticio de un joven escritor egocéntrico, drogadicto y resentido, “Aviones sobrevolando un monstruo” es también el ensayo narrativo más agresivo de todo el libro. El más desproporcionado, a mi juicio, debido a su tibio ánimo revanchista —incapaz de dar nombres— y su impostado tono quejoso —la excusa en las páginas 20 y 21 no resulta convincente: sólo subraya la impostura de posar como víctima—, pero el mejor por su nítida prosa y arquitectura simbólica.
En “La orgía nefasta”, por ejemplo, comprendemos por qué Madrid no resultó ser una fiesta fasta para el narrador. Por otro lado, en “Un invierno bajo tierra” miramos a la primera persona de la ficción presa de la enfermedad o enganchada en los rituales de la droga.
Los aviones son, en la obra de Saldaña París, símbolos del tiempo y de la vida posible que perdimos: del tiempo “condenado al vuelo”. Dicho en otras palabras, símbolos de aquellos viajes “que podían ser y no fueron” (La máquina autobiográfica, Bonobos Editores, 2012). Equivalentes de este simbolismo en su obra son, por ejemplo, los tomos de la colección “Elige tu propia aventura” mencionados en El nervio principal, novela que, curiosamente, tiene mejores títulos en inglés (Ramifications) y en francés (Plier bagage). De cualquier modo, en la obra de Saldaña París predomina el interés por las “decisiones vitales”: “las decisiones que nos llevan a ser lo que somos” (entrevista del autor con Mónica Maristáin).
En otros textos, el autorretrato resulta “más bien devastador”. En “La orgía nefasta”, por ejemplo, comprendemos por qué Madrid no resultó ser una fiesta fasta para el narrador. Por otro lado, en “Un invierno bajo tierra” miramos a la primera persona de la ficción presa de la enfermedad o enganchada en los rituales de la droga, que ofrecía una falsa escapatoria a la inmovilidad física y espiritual.
Mientras recuerda sus días en Montreal, el narrador muestra ciertos vínculos profundos entre el dolor y la escritura, “la lectura y la farmacodependencia”. Con todo, no le “interesa tanto hablar de la droga como de la ciudad” que se transforma “en mi cabeza”.
La ciudad donde vivimos, parece decirnos Saldaña París, es un espejo de nosotros mismos, de nuestro mundo interior, por eso Montreal, para el narrador, “había pasado de ser una ciudad cerrada, impenetrable, a ser la ciudad de los adictos, abierta como una flor carnívora, y más adelante la ciudad de los adictos en rehabilitación, y por último la ciudad de los escritores secretos y perdidos”.
Aviones sobrevolando un monstruo es un libro sobre la escritura en condiciones adversas, sobre los vicios rituales y los viajes de la memoria; sobre los miedos, los inviernos y las devastaciones interiores, pero también sobre las certezas, los refugios y los cielos del espíritu.
Como si fuera poco, caminamos hasta “los terrenos lebreros del estado de Hidalgo”, donde presenciamos un bautizo de sangre en el antiguo arte de la cetrería (“Los animales prostéticos”). Los animales, dice el narrador, nos descubren también “una posibilidad salvífica”.
Nosotros, con los ojos de un testigo o de un halcón (“comunión peripatética”), acompañamos al narrador —sosias literario de Saldaña París— lo mismo por los sótanos de la drogadicción que por los caminos sagrados de peregrinación. También viajamos, con la imaginación, de La Habana —lugar entre la nostalgia y el entusiasmo— hasta de las islas Coco —centro remoto de una exótica pero irreal vanguardia literaria—. Como si fuera poco, caminamos hasta “los terrenos lebreros del estado de Hidalgo”, donde presenciamos un bautizo de sangre en el antiguo arte de la cetrería (“Los animales prostéticos”). Los animales, dice el narrador, nos descubren también “una posibilidad salvífica”: pueden ser, como la escritura, una red protectora ante las caídas de la vida.
Al derretir su autobiografía, Saldaña París la deforma y termina por ofrecernos una historia “distorsionada por el afán y el terco esfuerzo de la memoria”. El resultado es casi siempre elogiable, aunque el libro tiene sus caídas: por ejemplo, “La orgía nefasta” no ofrece al lector algo más allá de las anécdotas en carne viva —dignas “de compasión y risa”, según la interpretación que desea vendernos el propio narrador—. Lo mismo ocurre con la “Historia secreta de mi biblioteca”, texto que cierra el libro, el menos logrado del conjunto. Aquí el narrador nos muestra, en el aburrido álbum familiar, los periplos vitales de su biblioteca: su niñez, adolescencia, edad adulta, matrimonio —con otra biblioteca—, viajes, etcétera. Sin embargo, rescato de aquí la anécdota estridentista, que me hizo reír, y el nombre de algunos libros, como Edad de hombre, de Michel Leiris, obra que explicaría, al menos en parte, cierto afán de crudeza en la prosa de Saldaña París. En este punto, no obstante, me parece que las verdaderas coincidencias —por no decir deudas— del autor son con Emmanuel Carrère y Eduard Limónov, dos maestros en la prosa de autoficción.
Dicho sea de paso, a Limónov le gustaba llamarse a sí mismo “el monstruo del pasado”. Además, al menos dos textos del libro de Saldaña París, “Aviones sobrevolando un monstruo” y “La orgía nefasta” (affaire homosexual incluido), parecen inspirados en las desventuras del poeta ruso en Nueva York (Le poète russe préfère les grands nègres).
De cualquier manera, estos ensayos narrativos son hijos tanto de las ideas como de la imaginación: late en ellos un “oscuro corazón ficticio que, no tan paradójicamente, le confiere verdad a la escritura”.
Si con El nervio principal, su libro anterior, Saldaña París buscó edificar la novela de nuestra generación —la suya y la mía, pues la narración gira alrededor del año axial de 1994—, Aviones sobrevolando un monstruo, obra tardía de educación intelectual —por no decir sentimental—, permite pasar revista sobre un pasado ficticio inundado de odio, drogas, depresión y resentimientos, pero también habitado por una comunidad de vivos y muertos —Malcolm Lowry, por ejemplo— que acompañaron al narrador durante su peregrinación para purificarse y encontrarse a sí mismo a través de una larga y difícil búsqueda interior.
A lo largo de estos ensayos de autoficción —de “autofricción”, diría Saldaña París—, el narrador desentierra como un arqueólogo las ciudades de su pasado en busca de “la propia historia”. Y como un detective de sí mismo —“un detective de mi propia vida”—, busca el recuerdo que le permita reconstruir “la serie de acontecimientos que desembocan en este momento”.
Encuentro dos palabras que aparecen con frecuencia en estos ensayos narrativos: “desencanto” y “desesperación”. Tal vez “la desesperación de haber perdido algo y no encontrarlo por ninguna parte” y el desencanto necesario para comenzar a buscar cierta luz nueva. Con más seguridad, el “moderado desencanto de la edad adulta” y la desesperación que “es el revés/de la perseverancia”, para decirlo con versos de La máquina autobiográfica.
Aviones sobrevolando un monstruo nos muestra que es posible “arrancar un significado nuevo, más profundo” a viejas experiencias y lecturas: recuperar cierto “pasado esquivo, eclipsado” por “el lado oscuro de la droga” o ciertas compañías nefastas.
En ocasiones, las memorias ficticias de Saldaña París son “testimonios de una época remota y decadente” (“El incendio de la Biblioteca de Alejandría”). Otras veces son fotografías de un Odiseo tragicómico.
Conjunto de ensayos narrativos “cruelmente melancólicos”, archipiélago de historias “buenas y malas”, Aviones sobrevolando un monstruo nos muestra que es posible “arrancar un significado nuevo, más profundo” a viejas experiencias y lecturas: recuperar cierto “pasado esquivo, eclipsado” por “el lado oscuro de la droga” o ciertas compañías nefastas.
Narrativa de ideas o “ficción autobiográfica”, el libro de Saldaña París es una compilación de “recuerdos inventados […] como todos los que sirven para explicar quién soy”. La literatura, después de todo, nos ofrece un cuaderno en blanco para editar nuestra propia vida; la ficción, como se anota en El nervio principal, puede llegar a ser una “mentira redentora”.
Al final, el libro nos transmite cierta melancolía por personas y lugares evocados con la fotografía de la memoria, pero sobre todo nos transmite la melancolía del autor por él mismo: ese otro que fue, doppelgänger que naufragó en las islas del tiempo perdido.
Libro para escritores —sobre todo para el escritor que cruza una línea de sombra, dejando atrás cierta “etapa formativa”—, pero también para el lector común que quiere leer historias narradas con buena prosa —literatura y no productos light de la mercadotecnia editorial—, Aviones sobrevolando un monstruo es, a mi juicio, un autorretrato ficticio bien ejecutado que concentra, bien mezclados, los colores del diario, el ensayo y la novela.
En todo caso, obra de “verdadera educación literaria”, baile de digresiones que nos invita a conocernos “más a fondo”, Aviones sobrevolando un monstruo es un libro “para reacomodar las melladas piezas del espíritu”, para arreglar “la loca dispersión” de las “brújulas espirituales”.
Defensor de la narrativa del “sí mismo”, que no del “yo” —distinción capital que subrayaría Carl Gustav Jung—, Daniel Saldaña París practica en este libro, con voluntad infrecuente en nuestra generación, el autoescarnio —facultad “de reírse despiadadamente” de uno mismo que pertenece, según Chesterton, a la tradición francesa.
Veterano de la narrativa poética —“digna y elegante”—, Saldaña París hace uso de un enérgico impresionismo —rasgoque sube y baja “en mil figuras” por las chimeneas de la escritura— para dar personalidad a su prosa, rasgo que hubiera celebrado un Oscar Wilde (La importancia de no hacer nada).
Medusa autodecapitada, Aviones sobrevolando un monstruo es un libro “horrible y luminoso”. Como La estatua de sal, de Salvador Novo, es una obra nostálgica de mirada “culpable y amarga” (Carlos Monsiváis, Lo marginal en el centro).
A mi modo de ver, Daniel Saldaña París no es el heterodoxo que tal vez le gustaría ser —quizás un Réjean Ducharme o un Eduard Limónov—. Sin embargo, Aviones sobrevolando un monstruo es libro novedoso y retrógrado: un “retorno novedoso” al viejo espíritu confesional de las letras francesas, aquel “árbol amargo” —como decía Chesterton— de “flores hermosas y frutos deliciosos”. ®