Salmo núm. 8 (del Perdón)

Los menesteres del ocio, XXII

Estos miserables nunca labraron casa propia, ni escribieron un libro ni plantaron un árbol en los basurales.

Théodore Gericault, «Pity the Sorrows of a Poor Old Man», 1822.

Salva a tus enemigos: esto es, perdónalos,
después de que merodeaste junto con ellos toda una vida
en los alrededores del infierno. Mi piedad
es en el fondo autocompasión, pues mido con mis dientes
y mis huesos el rechinar de dientes y el crujir de huesos
de ellos mismos, en la siniestra ancianidad.
Sufro la grima y el calosfrío, la reuma y la sordera
que hace trastabillar a esa pandilla de pordioseros.

(¿Pero a qué me dedico, que tengo de enemigos
a puros pordioseros? El poeta es un Rey de Oros,
descendiente en línea directa de Midas, razón por la cual
el orgullo y la vanidad le impiden tomar agua de uso,
pues éstos se tornarían en oro. Millonario del lenguaje,
derrocha la moneda de escaso valor de la lengua cotidiana,
antes de convertir esas palabras en perlas, en rubíes, en
astros.)

Las obras de los hombres son más sólidas y duraderas
que ellos mismos, a quienes pueden sobrevivir hasta cien
años.
Pero estos miserables nunca labraron casa propia,
ni escribieron un libro ni plantaron un árbol en los
basurales.
Sálvalos, esto es: perdónalos, así en conjunto y sin nombre
propio, pues nunca lo tuvieron ni lo merecieron.
El infierno necesita boñiga y cascote para sus hornos. Por
lo demás, este acto de autocompasión te puede valer como un
mérito para que asciendas al Purgatorio, cualquier tarde
del infinito tiempo, dado que esta vida nada vale.

Mientras tanto, se rascan al pie de las casas derruidas,
de las casas arrodilladas como asnos que se fatigan
de ser montados por el tiempo. Míralos atribulados,
tiritando en la brisa que se lleva el día al traste
y perdónalos: ayúdalos a morir. Yo acudo al Tiradero
y compro estas almas muertas por retazos, por kilos
mis personajes novelescos. Actúo pues de manera impune
sobre estos monstruos inofensivos, extrayendo a gotas
el poso de sus almas correosas, combustibles.
Míralos remendando sus almas, sus calzones, sus zapatones,
con la punta de la lengua entre los labios agrietados
y perdónalos: huérfanos del lenguaje, habitan desde siempre
una intemperie que es anterior y posterior a la muerte.

(10 a 13 de diciembre de 2021)

(…)
Muchos años ha, acudía de cuando en cuando
a tomar la colación a un pequeño restaurante
devorado por el ruido, sobre la avenida Revolución,
en el barrio de Mixcoac. Atendido por una robusta
señora, que cocinaba guisos simples
con manos de ángel. Con frecuencia llegaba
—yo era el único cliente— un hombre viejo,
con aspecto de teporocho, con unas cebollas en las manos,
unos tomates, en cumplimiento de un austero
pero indispensable mandato. Tomaba un trago en la calle
o en la cocina, y encendía un Delicado,
cuyo humo amargo se trenzaba con el mío.

Nunca nos dirigimos la palabra.
Todavía me pregunto qué desgracia, pequeña o grande,
lo ataba a esa sólida mujer, que no parecía sufrir,
o cuyo dolor se purificaba del todo en los guisos,
que tenían un sabor angélico. ¿Un hijo muerto?
¿Un accidente automovilístico, que los había dejado a ambos
en la ruina? El impasible tráfico de la avenida
se tornaba a ratos intolerable. No pasaba un alma
extraviada por la acera, ni se reflejaba su sombra en la acera
manchada de diésel y limaduras de hierro.
Mientras yo tomaba apaciblemente la colación
y me fumaba todavía dos o tres cigarros,
profanando con su ceniza el platillo
recién manducado. El espeso ruido
era la excusa adecuada para no entablar conversación
con la señora ni con su afanoso marido,
más allá del elemental “buenas tardes”.
Qué silencio había en ese refectorio urbano,
mientras los ángeles conducían de nuevo al cielo
las rodajas de tomate que habían quedado en el plato. ®

(25 de octubre de 2021)

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Publicado en: Poesía

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