El Gobierno de la Ciudad trabaja por tu felicidad
Cuando el gobierno de la ciudad anunció que edificaría el árbol de Navidad más grande del mundo nadie lo creyó. Pero el día que llegaron decenas de camiones cargando las costillas de metal que lo sostendrían entonces sí que la gente pegó el grito en el cielo. “No queremos un arbolote, mejor dennos trabajo”, decían. Con todo y todo, los días pasaban y el árbol seguía creciendo: veinte, cuarenta, ochenta, ciento sesenta metros y no se veía fin.
Una mañana el árbol amaneció completamente terminado, con iluminación, esferas y hasta bocinas donde sonaban villancicos. El enojo se convirtió en pachanga y todos se pusieron contentísimos por ser la ciudad con el árbol de Navidad más grande del mundo. Pero el gusto les duró apenas una semana, pues Pekín proclamó que había levantado un árbol dos metros más grande. Inmediatamente se organizaron marchas para pedir que se aumentara la altura del árbol, pero el Comité de Logística y Financiamiento de Decoraciones Festivas anunció que ya no había presupuesto. La gente estaba devastada. “Ni en esto podemos ser los primeros”, decían.
Al día siguiente el Jefe de Gobierno capitalino convocó a una rueda de prensa y aseguró que él donaría su quincena para hacer crecer el árbol y ganarle a los chinos. El Comité de Logística concluyó que no se podían añadir pisos al árbol, pero que sí era posible rematarlo con algún ornamento.
Cuando el Jefe de Gobierno develó el adorno en cuestión sólo se oyó un “¡Oooh!” larguísimo. Era un ángel dorado de tres metros, hecho de fibra de vidrio que sostenía un letrero que no se alcanzaba a leer. Para finalizar su discurso el funcionario dijo que invitaba a todos los niños de la ciudad a que colgaran su cartita al Ángel de la Navidad, porque al terminar las fiestas él y su gabinete revisarían todas las peticiones.
Durante los días siguientes el Ángel fue la sensación. Cientos de niños fueron a dejar sus cartas donde pedían cosas que sus papás les habían dictado: “No al aumento de la gasolina”, “Las enfermeras queremos mejores sueldos”, “Ya no más guarderías incendiadas” y demás. Pero en las cartas escritas a escondidas se leían frases como éstas: “Que se enferme mi maestra”, “Que pase matemáticas” y “Que me pele Gustavo”.
El 5 de enero se instituyó como el Día del Ángel de la Navidad y el gobierno capitalino organizó conciertos gratuitos y repartió rosca de reyes a todo el que llenara una encuesta. La gente se apretujaba al pie del árbol para tomarse fotos y dejar sus cartas. Alguien que estaba viendo hacia arriba gritó que el ángel se movía, que era un milagro. Los que alcanzaron a voltear lo vieron caer en picada sobre un hombre. El sujeto murió al instante y los periódicos publicaron la foto de su cuerpo aplastado y coronado por el letrero que ahora sí se alcanzaba a leer y que decía “El Gobierno de la Ciudad trabaja por tu felicidad”.
Al interrogar a su único familiar, su hija de once años, la niña confesó que le había pedido al Ángel de la Navidad que su papá se muriera. El Gobierno de la Ciudad pagó los gastos para enviarla con su abuela materna. Nunca más se volvió a poner un árbol de Navidad de más de treinta metros, al menos no durante esa administración.
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El arte conceptual me rompió el corazón
A Patricio lo conocí antes de salir del cascarón, durante los cuatro años que pasé en el País de los Pastos Verdes y la Gente Bonita, también conocido como la Única Cafetería con Universidad que me dio el título de Licenciada en Artes Visuales.
Siempre me gustó, con su pelo anaranjado como una zanahoria, largo y rizado igual que sus ideas. No era como los demás. Era un artista conceptual.
Lo encontré una tarde frente a un puesto de algodones de azúcar. Sostenía un portafolio abierto, dispuesto a llenarlo de aire caramelizado y rosa. Cuando me explicó que era una pieza para una expo me derretí de lujuria ahí mismo.
Patricio estaba a punto de terminar la carrera y como parte de los requisitos para graduarse tenía que dar un taller de arte conceptual a los alumnos de segundo semestre. Yo fui la primera inscrita. Patricio discutió el trabajo de Sol LeWitt, Joseph Kosuth, Man Ray y otros artistas que me encantaron. Explicó que en la obra de arte el objeto es un mero soporte del concepto que representa y ejemplificó con el tiburón en formol de Daniel First y la mierda enlatada de Piero Manzoni. Aclaró que la “Cajita de zapatos sin nada” de Daniel Lorozco no era una mamada, sino una afilada crítica a la suntuosidad de la pieza artística y una confrontación con el vacío posmoderno. Fue irremediable: caí perdidamente enamorada de Patricio, my very own artista conceptual.
Durante una sesión del taller en la que un artista llamado Artsénico mostró sus video-intervenciones con personajes de Hello Kitty teniendo sexo violento, Patricio rozó mi mano. Una descarga me electrizó de cabeza a pies y entre lubricada y eufórica susurré: “Me gustas, llévame a una galería”. En su cara nació una descomunal sonrisa que le reacomodó las pecas y sólo dijo “Ok”.
Fuimos en mi coche a una de esas casas con muros blancos, gobernadas por mujeres que salen de sus oficinas sólo cuando perciben el dulce aroma que despiden los dandis, las socialités y los nuevos ricos.
Patricio estaba extasiado contemplando el auto intervenido por Tom Hedgehog, un Escort 91 forrado con papel aluminio y plástico auto-adherente. Tomó mi mano y la puso sobre el abultamiento que había crecido en su pantalón. Un burro disecado con una caguama en la pezuña fue el testigo de nuestro frugal coito.
Tenía que irse, insistí en darle un raid. Llegamos a una edificación blanca y altísima; no supe si era una iglesia neocristiana o un centro de yoga, pero estaba saturada de reporteros y fotógrafos que lo esperaban. Agradeció el aventón y cuando le pregunté si otro día quería al cine se disculpó diciendo que él me llamaría cuando terminara el proyecto en el que estaba trabajando.
Sacó de su mochila un traje de lentejuelas estilo Elvis, unas alas de papel maché, un micrófono dorado, una jeringa, una bolsa de suero y un arnés. Subió a lo más alto de la construcción, se puso el traje, las alas y el arnés, unió la jeringa al suero, la clavó en una vena, se colgó del edificio y empezó a cantar “Love Me Tender”. Estuvo así horas y horas, entonando la misma rola. Me cansé de esperarlo y me fui segura de que me llamaría al día siguiente. Como no fue así, regresé al lugar donde lo había dejado. Seguía suspendido, cantando sin parar. La prensa tampoco se había ido, los reporteros aseguraban que no había comido ni bebido nada. A las 67 horas se desmayó. Lo llevaron al hospital. No me dieron chance de verlo. Sólo dejaban entrar a médicos, fotógrafos y funcionarios del Conoculta.
Días después supe por un suplemento cultural que su performance había sido alabado por la Colección Juguimex, el MECO, la galería Kurimanbutto y, básicamente, todas las autoridades en arte conceptual de México. “Patricio Lima revela que la sociedad secularizada siempre regresa a su origen religioso al convertir a personalidades como Elvis Presley en ídolos dignos de devoción”, escribió un colaborador de La Caminata Semanal. Hasta el Funca lo becó.
Pasaron los días pero Patricio nunca me llamó. Le escribí varios mails sin respuesta. Lo busqué en las galerías de moda. Un sábado por fin lo encontré en el Museo Canillo Kil, estaba como siempre: anaranjado, pecoso, rizado, sublime. No me reconoció. Le recordé que habíamos hecho el amor en la galería de Niña Nenocal. Seguía sin ubicarme. “Frente al burro borracho y disecado”, insistí. “¡Aaah, claro! ¿Cómo estás? ¿Ya viste mi pieza? ¿Qué te pareció?”, fue su respuesta. Y cuando me disponía a decirle que a su obra la encontraba tan hermosa como a él mismo, Eusebio Montes, el heredero del imperio Juguimex y dueño de la colección de arte contemporáneo más grande de Latinoamérica, me lo robó con el pretexto de presentarle a un coleccionista que lo quería conocer. Patricio se despidió sin mirarme y se perdió entre la multitud.
Ese día entendí que mi artista conceptual nunca me iba a querer. Desde entonces no puedo ver ni un solo readymade y Marcel Duchamp está muerto para mí.
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El pudor
Entró sigilosa. No escuché sus pasos, pero sí el cambio de volumen en el ruido del exterior cuando abrió la puerta. Mi mirada la esperaba mucho antes de que asomara su cuerpo delgado. Cuando vio que sus esfuerzos por provocarme un susto fueron inútiles cambió de estrategia y comenzó a registrar el cuarto rápida y minuciosamente.
—¿De quién son estas pastillas?
—Mías.
—¿Y para qué son?
—Para la gripa.
—Mmm…
Abrió y cerró cajones sin pedir permiso. Inspeccionó hasta mi ropa interior. Cuando sus dedos se enredaron en mi tanga de encaje negro noté un cambio de expresión que no supe identificar.
Detenía las cosas en el aire para inspeccionarlas con mucho cuidado y regresarlas a su lugar de origen.
Entonces encontró el estimulador de clítoris que había escondido entre mi ropa. Palidecí. ¿Qué le iba a inventar? ¿Entendería si trataba de explicarle?
—¿Qué es esto?
No le contesté. No sabía qué decir. Ella hizo una larga pausa mientras registraba el objeto. Su cara no me decía nada. ¿Qué iba a hacer? ¿Planearía ir con el chisme? Seguro que sí.
Tenía que pensar en cómo responder cuando me delatara. ¿Fingir demencia? ¿Echarme a llorar? ¿Cómo diablos iba a recibir la noticia mi señor padre? ¿Su hija de dieciséis años llevando “juguetitos” a las vacaciones familiares? Supongo que no le tomaría mucho tiempo llegar a conclusiones: “Sabía que Julia ya no era virgen, se le ve lo precoz desde niña. ¿Qué se puede hacer para que deje de andar acostándose? Jalarle las riendas. No salidas. No antros. No nada”.
Y mi madre: “¡Ay, Dios mío! ¿En qué momento empezó esta niña a tener relaciones? Pero si no le quito el ojo de encima, seguro fue con Güicho. Le advertí a Roberto que no me gustaba que Julia saliera con muchachos más grandes que ella, pero él terco con que nos convenía hacer migas con los Alcaraz, ‘Chance y sale algún negocio’, decía. Pues mira qué buen negocio: una hija disoluta”.
Sus dedos encontraron el botón de encendido y mi aparato le empezó a vibrar en las manos. Una sonrisa maliciosa se dibujó en su cara y gritó:
—¡Ah! ¡Ya sé! ¡Es una cosa para hacer cosquillas!
¡Coño! ¿Pero por qué no se me ocurrió eso a mí? Se me olvidó que cuando tienes cinco años el mundo es otro y el pudor es una palabra desconocida.
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Pot
¿Dónde estás, Pot? ¿Sigues aquí o sí te fuiste? Mi mamá está llorando. Se encerró en su baño para que yo no supiera, pero la escuché desde el patio donde tengo frascos con frijolitos. A mí también me dieron ganas de llorar, pero mejor bajé a ver si sí te habías ido. Ayer en la mañana cuando mi mamá salió a abrirte la puerta te encontró tirado y haciendo ruidos con la boca. Se asustó mucho porque empezó a gritarle a mi papá que viniera. Mi papá dijo que tenías algo en la garganta y ya luego supieron que te habías comido el mechudo. Cuando te daba miedo te comías las cosas. Y como ayer, cuando todos estábamos dormidos, llovió y cayeron truenos, seguro te asustaste. Pero no te oímos porque mi mamá te encerró en el cuarto de las lavadoras para que no ladraras.
Mi mamá me contó que antes de que yo naciera te tenían que dormir en su cuarto cuando llovía. Pero a mi papá no le gustaba. Entonces un día te encerraron en la regadera. Cuando te fueron a ver en la mañana estabas todo lleno de sangre de tanto rascar la puerta. Y una vez que fuimos al cine en la noche te encontramos atorado en la reja de la ventana. Dice mi mamá que estabas tan atorado que te dolía cuando te jalaban para sacarte y que mi papá te tuvo que poner una inyección. Por eso cuando llovía mi mamá te metía al cuarto de la tele y ahí te quedabas con nosotras. Yo te hacía piojito en las orejas, pero cuando escuchabas un trueno luego luego brincabas y empezabas a rascar la puerta.
Ayer, cuando te acostaron en el sillón del cuarto de la tele, seguías haciendo ruidos. Mi papá sacó sus cosas de doctor y mi mamá te detuvo para que no te movieras. Yo empecé a llorar, pero mi mamá me dijo que me acordara de cuando yo me descalabré y que te platicara cosas bonitas. Pero cuando llegaron mi padrino y mi tío Carlos mi mamá y yo nos tuvimos que salir del cuarto para que te curaran. Le dije a mi mamá que te quería hacer un dibujo para cuando te compusieras y subimos a mi cuarto. Te dibujé en tu casita y a mí en los columpios. Entonces mi papá le gritó a mi mamá y ella bajó. Yo me quedé hasta arriba de las escaleras, pero escuché que le dijo algo y ella dijo que qué lástima. Cuando yo bajé mi mamá me dijo que te habías ido con Diosito. Yo le pregunté que si de todas formas te podía dar tu dibujo y ella me dijo que ibas a ver todos tus dibujos desde el Cielo. Luego llegó mi tía Alicia y me llevó con mi prima Aly y vimos las caricaturas en su casa.
Me trajeron ya en la noche, mi papá no estaba y mi mamá me dijo que me pusiera la piyama para merendar en su cuarto. Luego ella se metió a su baño, yo fui al patio para ver a mis frijolitos y la escuché llorando.
Por eso salí a ver si sí te habías ido. Ya no estaban las flores moradas de la esquina y había pura tierra mojada. Entonces tomé esta palita y escarbé. Y aquí sigues. No te fuiste al Cielo. Por eso lloraba mi mamá. Porque ya no vas a poder ver los dibujos que te haga. ®
Mary Carmen Gómez
Me gustaron mucho, cuentos diferentes e interesantes, perfecto tu recuerdo. Felicidades y que te pidan muchos muchos cuentos.
Rolando
este correo esta muy saturado y tal vez lo daré de baja, pf usa el otro, estas irreverente, como siempre, no obstante me gustaron tus relatos y me enterneció el de Pot, te falto un dibujito del macro arbol y otro del perrito y sobro la foto de los dildos,mala,mala,mala.