“En una ocasión, bajo la blancura de los guamas, paseábamos Alberto y yo tomados de las manos. Sus dedos, morenos y rectangulares, acostumbrados a la curva del volante, se entrelazaban con los míos en un cálido abrazo.”
Entraría la monja con un rombo lila, el romboide dorado, el hexágono azul y tantas figuras improcedentes como no las he vuelto a ver en mi vida fuera de la circunferencia en la naranja.
—Guadalupe Dueñas, “Prueba de inteligencia”Epígrafe
—Recójase el cabello, por favor… Estoy preparando el equipo… Sí, en un momento comenzaremos con el microblading. Es probable que sienta un ligero cosquilleo en la zona por tratar. También debe tomar en cuenta que…
—Ya casi no me quedan píldoras.
—¿Cómo dice?
—Sí, Carolina. ¿Puedo llamarla Carolina? Es el nombre que lleva bordado en la gabacha, ¿no…? En fin, que ya no me quedan píldoras para dormir, y si no las tomo sueño, y cuando sueño la veo, y no quiero volver a verla nunca más.
—¿Está bien, señorita? No consigo comprender…
—Desde luego… ¡Culpa mía! Como de costumbre… Verá, Carolina, la mía fue siempre una madre común y corriente, de ésas que te llaman vagabunda, mueble, zopenca, y al minuto siguiente, como si nada, te arrancan la escoba de las manos y te mandan a tu cuarto. Lo habitual. Ya se lo imaginará… Pero en sueños, allí donde habitan las amigas verdaderas y los únicos hombres dignos de atención, era un auténtico demonio. Una lengua más rápida que el rayo. Un látigo capaz de extinguir al más subrepticio de los piojos.
—Co… comenzaremos con la ceja derecha. Si gusta…
—¿Puede entenderlo? Vivía para abrumarme, para hacerme la vida de cuadritos, de triángulos, de tajadas… Y yo, tan jovencita, sólo quería dormir en paz. ¿No cree, Carolina, que en los sueños de los otros nadie tiene derecho de andar metiendo las narices? ¡Ah, pero ella! ¡Ella, que en el día se hacía la buenita! ¡La rezadora! En cuanto ponía yo la cabeza sobre la almohada sacaba unas garras de basilisco. Quería hacerme comer, ¿cómo se dice? ¡Ah, sí! Del pan que el diablo amasó.
—Indíqueme si llega a sentir algún dolor.
—¡Dolor, sí! Bastaba con que tuviese yo un gato o un canario para que apareciese ella y, provista de un garrote, les hiciese polvo los huesitos y los cráneos. ¡Cómo sufrí cuando envió a mi amiga Samanta al otro lado del país! ¡Ay, y Lilia! ¡Nadie me entendía tan bien como Lilia!
—Estamos por terminar con la primera ceja. Su piel parece responder bastante bien.
—En una ocasión, bajo la blancura de los guamas, paseábamos Alberto y yo tomados de las manos. Sus dedos, morenos y rectangulares, acostumbrados a la curva del volante, se entrelazaban con los míos en un cálido abrazo. Podía sentir, en la carne de mis muslos, el crujir de sus pisadas sobre los viejos cascarones de la fruta, y aunque no era temporada, creía percibir su nevada suavidad en la punta de los labios.
—Hemos acabado ya con el lado derecho. Rodearé la camilla para comenzar con el izquierdo.
—Y apareció ella, con sus pelos cortos y sus chancletas de plástico… ¡Porque tenía un gusto! Se le puso muy cerca de la oreja, así, a menos de un palmo, y empezó a destilar, gota a gota, la cantidad de ponzoña necesaria para ponerlo contra mí… “¿Por qué no me dijiste que sólo te gustaban los tipos blancos?”, me gritó. “¡No, es cierto! ¡No, es cierto!”, chillé un millón de veces… ¡Ridícula! Cualquiera sabe que soñando no se puede ser feliz. ®