Si bien el cebo de la armonía es un imposible, aun así, la apuesta por lo construido es siempre una decisión ética. Defender la cultura es asumir su fragilidad. Que no tiene ningún derecho divino de existir. Que más de uno quisiera verla caer. A final de cuentas, hay que defenderla de nosotros mismos.
La furia no es de ninguna manera una reacción automática frente a la miseria y el sufrimiento como tales. Solamente en los casos en que tenemos buenas razones para creer que esas condiciones podrían ser cambiadas, pero no lo son, estalla la furia.
—Hannah Arendt
I
Una razón por la que me he interesado por el punk y su historia es el aura de violencia que, desde el principio, envolvió a algunas de las bandas del Reino Unido surgidas durante la primera ola. Específicamente pienso en primer lugar, aun a riesgo de caer en clichés, en los Sex Pistols. Formación que, así haya sido superficialmente, de algún modo provocó incomodidad en una sociedad hipócrita que mientras, por un lado, pretendía ofrecer a todos el cebo del desarrollo industrial como promesa de un mundo mejor, por otro lado dejaba a millones de trabajadores en paro robándoles a ellos y a sus hijos la posibilidad de contar con un referente al cual asirse y que les brindara elementos para construir una narrativa de sí mismos y su futuro, como en gran medida lo permitió a muchos lo que Castel denominó sociedad salarial,1 que daba a sus miembros cierta estabilidad a largo plazo en los puestos de trabajo junto con prestaciones para mejorar, en alguna medida, la calidad de vida desmembrada al término de la Segunda Guerra Mundial.2 Todo ello a pesar de que esa condición determinada por el salario no significara necesariamente el triunfo de la clase obrera.
El problema fue que aún después de treinta años del fin de aquella guerra en 1945, muchos de los países de Europa todavía vivían en un constante estado de rabia desesperante. Johnny Rotten (John Lydon) describió en 1977 la situación cuando dijo que
te pasas toda tu jodida infancia en un inmundo colegio donde están años enseñándote cosas que no sirven para nada, sales de allí y no tienes dónde trabajar, te pasas tu juventud mendigando una miseria en la oficina de desempleo y así pasa tu vida, hasta que llegas a los veinticinco años, estás aburrido, amargado, jodido, y en ese momento descubres que, en realidad, tu máxima aspiración en la vida es suicidarte.3
El perfil que Rotten dibuja quiere dar la impresión de que un final suicida es el más lógico; hecho que resulta curioso si notamos que se trata del desenlace tras estar expuesto a situaciones que conciernen al conjunto de los seres humanos: desde la educación que se recibe hasta las implicaciones de una pregunta tan básica pero imprescindible, que la mayoría de los filósofos han eludido, a saber: ¿Cómo voy a ganarme la vida?4 Pero es curioso por la sencilla razón de que, aunque uno creería que la cultura es nuestra construcción para hacer frente a los embates de la naturaleza, desde ella misma se manifiesten ataques contra quienes la conforman.
La cultura no sólo abarca la maquinaria con la cual hacer frente a esa naturaleza que mantiene en vilo nuestra atención, además es el conjunto de normas e instituciones que regulan el entramado de nuestras relaciones humanas. La importancia del segundo punto de esta acepción sobre lo cultural radica en la aparente paradoja que supone; a saber: la imagen de “la cultura” como una instancia externa y superior a la que sometemos nuestras relaciones, pero que es al mismo tiempo producto de éstas. Recuerdo algunas páginas que Freud dedica al análisis de esta paradoja. Para este ensayo no pretendo hacer una citación literal de su obra, sólo rememorar algunos fragmentos como punto de apoyo a lo que aquí me interesa desplegar. A pesar de eso, impacta su afirmación de que el individuo es uno de los principales peligros para ella, la cultura, y que por eso debe ser protegida con todos los medios disponibles. Ahora bien, estas tesis tienen que inscribirse en el edificio psicoanalítico construido por Freud. Así, el hecho de que los individuos tengan que ceder parte de su energía pulsional en pro del sostenimiento de la cultura se vuelve también el fundamento de las tensiones con ésta. Por un lado, los vínculos humanos sobre la marcha de su anudamiento producen tensiones que, en casos extremos, sólo consiguen su liberación mediante actos violentos que atentan contra otros miembros de la comunidad o sus instituciones. Cada quien quisiera tener la libertad de dar rienda suelta a sus mociones (principalmente agresivas para con el otro), pero ello implicaría que cualquiera podría aprovecharse también de uno. De allí que se opte por un tipo de “contrato” mediante el cual, a fin de preservar la vida, las personas prefieren vivir juntas sacrificando parte de su energía pulsional. El efecto de esto, dice Freud, puede ser que se tenga la
impresión de que la cultura es algo impuesto a una mayoría recalcitrante por una minoría que ha sabido apropiarse de los medios de poder y de compulsión. Desde luego, cabe suponer que estas dificultades no son inherentes a la esencia de la cultura misma, sino que están condicionadas por las imperfecciones de sus formas desarrolladas hasta hoy.5
Esto responde a un equívoco muy común y que ya se perfiló cuando indiqué que la cultura atenta contra sus miembros. En efecto, ¿quién o qué es, pues, la cultura? Freud dice que la idea de que una minoría se apropia de los medios de poder es sólo una impresión, lo cual implica que el poder no puede ser ubicado sustancialmente; es decir, no hay alguien en algún lugar específico que detente el poder. Aquí bien podríamos recordar aquel dicho novelesco según el cual “los ricos también lloran”. No sólo todos somos responsables de la forma de la cultura sino también de sus efectos, pero eso no impide reconocer los defectos de la configuración de las normas y las instituciones, pues es evidente que hay diferencias en la sujeción a éstas y sus beneficiarios. Además, Freud nos recuerda que, aun a pesar de que se regulasen de la mejor forma posible nuestras relaciones, siempre quedaría un resto pulsional irreductible a ellas; algo insistiría para ser liberado sin importar que se destruyese lo creado.
Por lo tanto, el simple hecho de ese resto irreductible hace imposible la armonía entre clases sociales, entre el hombre y la mujer, o entre el hombre y la naturaleza. Y si esto es así, es entendible entonces que la pulsión, de una u otra forma, quiera expresarse y alcanzar su meta. La diferencia estribará en la medida en que la cultura logre resarcir los sacrificios de lo pulsional, pues sólo la posibilidad de darle un cauce a través de los caminos dispuestos refrenará al menos un poco el ímpetu agresivo, destructor y anticultural de todos nosotros. Desafortunadamente la norma ha sido lo contrario: a lo largo de la historia de la humanidad “el hombre sólo ha dominado al hombre para perjuicio suyo”.6 Y a pesar de los incontables esfuerzos por conseguir armonía, porque la justicia llegue a los más recónditos lugares de la tierra, al final esos mismos intentos terminan en mucha más sangre y traiciones, o, al menos, eso es lo que nos ha mostrado la historia de las revoluciones. Freud ni siquiera confió en la posibilidad de que eliminando la propiedad privada, como imaginaban los marxistas de la época, se salvaría la distancia entre el reino de la libertad y el de la necesidad.
Sobre los gobernantes Freud dice que uno puede preguntarse “de dónde vendrían esos conductores superiores, serenos y abnegados que actuarían como educadores de las futuras generaciones, y espantarse ante el enorme gasto de compulsión inevitable hasta el momento en que se alcanzaran tales propósitos”.
Y quizá es el conflicto entre esos dos reinos el que más ha generado descontento entre la humanidad, pues ¿cómo puede alguien considerarse libre si ni siquiera tiene los medios más indispensables para su sobrevivencia? El resultado es un descontento con la cultura entre las masas que puede poner en riesgo su misma existencia. Sabemos cómo en épocas pasadas, ante la opresión objetiva de unos sobre otros, es decir, ante regulaciones impuestas por algunos y que generalmente afectaban a la mayoría, ha habido desbordes de violencia contra quienes han sido identificados como sus responsables. En este punto habría que precisar algo: si bien es cierto que el poder cultural, tal como lo concibe Freud, no es poseído por alguien, también es verdad que, como se ha señalado, la configuración de las instituciones tiene errores y que éstos se manifiestan en las regulaciones o políticas económicas y sociales creadas por los mismos seres humanos. Inclusive me siento tentado a pensar que la política es un medio por el cual algunos dan cauce a esas mociones que debieran ser reprimidas en favor de la colectividad: la agresividad, en primer plano. De hecho, sobre los gobernantes Freud dice que uno puede preguntarse “de dónde vendrían esos conductores superiores, serenos y abnegados que actuarían como educadores de las futuras generaciones, y espantarse ante el enorme gasto de compulsión inevitable hasta el momento en que se alcanzaran tales propósitos”.7 Quizá a estas alturas sea inútil ejercitar alguna respuesta.
Mantenernos juntos exige mucho, y parece que recibimos poco a cambio. Si bien el análisis freudiano no es una crítica al sistema político–económico, y dista de pretender que el malestar cultural se reduce a sus imperfecciones, no por ello éstas dejan de incidir en esa tensión originaria entre el individuo —o, mejor dicho, la pulsión— y la cultura, e incluso podría decirse que la agrava. Así que hay que tomar en cuenta que, en el momento del surgimiento de la primera ola del punk con sus destellos de violencia, la consigna para muchos era precisamente el No future, y que la desesperanza y falta de referentes impide que se pueda crear una narración identitaria de uno mismo en la comunidad, y sin esa narración que haga lazo con los otros, ¿qué interés puede haber en su conservación?
II
Retomo después de este largo rodeo mi atención en los Sex Pistols. Espero no equivocarme al afirmar que sus dos integrantes que consiguieron mayor renombre han sido Johnny Rotten (John Lydon) y Sid Vicious (John Ritchie). Ya leímos cómo para el primero el único destino que parecía evidente a quienes padecen las miserias del mundo era el suicidio, la rabia vuelta contra sí mismo. Pero ésta no es la única respuesta posible; al menos se pueden señalar otras dos. La segunda, cuyos límites parecen difusos con la ya descrita, es volcar la ira hacia el exterior, tanto hacia los individuos de la cultura como a sus instituciones, y sin duda éste es uno de los tipos más peligrosos y temidos. Un tercer modo de reacción, al que podría llamar reformista, es aquel que impugna las injusticias y puntos débiles de la cultura, pero, al mismo tiempo, reafirma nuevas regulaciones bajo el supuesto de que inciden en la meta de la armonía cultural. Las historias creadas en torno a las figuras de Sid Vicious y Rotten son un ejemplo de las tres formas de reacción que acabo de señalar, y la historia posterior del punk será una confirmación de ello.
De la alineación de los Sex Pistols no hay duda de que quien más ha ocupado un lugar como leyenda es Sid Vicious. Ahora no interesa tanto la realidad fáctica de las historias sobre él como el hecho de que por sí mismas han alimentado el imaginario de miles de jóvenes, añado, en el resentimiento. Y es que Sid Vicious representa el prototipo del individuo desesperanzado, sin ningún punto de apoyo para crearse un camino en el mundo, y que lo único que recibe de éste es el veneno que finalmente terminará con su vida; lo cual es aún más dramático al saber que quien medió ese destino fue su propia madre. Pero es en este personaje en quien confluyen los primeros dos tipos descritos: volcar “la mugre y la furia”8 contra sí mismo y hacia el exterior; de allí que los límites entre éstos sean difusos, pues en esa agresión contra sí no hay algo que la pueda detener en su camino hacia los otros. Esto se manifiesta no sólo en rabietas y explosiones de agresión física, sino también simbólicamente en el desprecio por las instituciones y la sociedad en su conjunto. Y si por algo éste es uno de los más peligrosos, es por la sencilla razón de que el lugar que ocupa como desecho ya es de por sí una pérdida, un hueco, y si no hay nada más que vacío, ¿por qué entonces habría de interesarse por los asuntos del mundo?
Por otro lado, la figura de Rotten quizá se acople más a la del reformista, la persona que, aunque reconoce y padece el mundo, mantiene una relación con éste. En años recientes, e incluso desde que se inició el movimiento punk, muchas bandas y seguidores han suscrito filosofías que, aunque pretenden proporcionar la posibilidad de vivir al margen de la sociedad, en última instancia se trata de la insistente fe en ella. Se aboga por mejorar las condiciones del mundo, no por destruirlo. Los movimientos punk con resonancias autogestionarias, críticas del consumismo, afines al vegetarianismo, etc., son prueba de ello. Y no deja de ser cierto que, en algunos casos, es también la furia el motivo último de estas formas de actuar. La pregunta que surge entonces es si estas tres, o dos —para ser más concretos— respuestas podrían merecer nuestra preferencia. Desde una posición políticamente correcta quizás habría que optar por la segunda opción, la que convierte la furia y la agresión en alimento para la construcción de un mejor mundo. También el saber que uno puede ser víctima de la furia destructora nos puede hacer optar por esa respuesta. Y yo mentiría si dijera que no me importa que el mundo se vaya al carajo.
Odiar a uno por su insolencia, su autodestrucción sin sentido, su desinterés en el mundo; al otro por su intelectualismo, por su suavidad, por terminar en aquello que criticó: un cerdo burgués. Pero éstas son exactamente las mismas razones por las cuales otros podrían amarlos.
He escuchado cómo a Sid y Johnny se les puede despreciar y amar por igual. Odiar a uno por su insolencia, su autodestrucción sin sentido, su desinterés en el mundo; al otro por su intelectualismo, por su suavidad, por terminar en aquello que criticó: un cerdo burgués. Pero éstas son exactamente las mismas razones por las cuales otros podrían amarlos. Y creo que esto es así porque ambos representan modos de responder a una situación que los rebasa y en la que no pueden manifestarse más que con su propia voz y actos. No por nada McLaren afirmó de ellos que “si Rotten es la voz del punk, Vicious es la actitud”. Así, sostengo que esas dos, tres o cualesquiera reacciones contra el malestar en la cultura,9 son todas igualmente legítimas, al menos subjetivamente hablando. Y para esto hay que tener en cuenta que la sociabilidad del ser humano no tiene nada de natural, que es sólo a fuerza de imposiciones y de darnos cuenta de que “podría ser peor”, por lo que al final cedemos ante la colectividad. Pero la pulsión insiste y Freud ilustra cómo nos comportamos efectivamente los seres humanos recurriendo a Schopenhauer y su símil “sobre los puercoespines que se congelaban, pero ninguno soporta una aproximación demasiado íntima de los otros”, como para compartir el calor.10
Así, cualquier reacción contra la cultura es subjetivamente legítima en la medida de que la única ley de la pulsión es la de abrirse paso en su satisfacción a costa de lo que sea. Y el problema con que su sacrificio por aquélla no sea compensado siquiera mínimamente es que agrava la tensión y alimenta así una rabia que puede desembocar en el repliegue en la intimidad, es decir, agrandar el abismo que ya de por sí separa estructuralmente la pulsión de la cultura, con lo cual el peso de la agresión termina por caer en uno mismo y el exterior. Si el mundo no me ofrece nada, ¿por qué a otros sí? es el móvil de las reacciones más extremas. Pero también puede ser que se opte por canalizar esa rabia en la búsqueda de nuevos modos de vida, y por más ingenuas que parezcan las propuestas que en esta línea surjan no deberían soslayarse, pues al final de cuentas algo de ellas es una insistencia por la vida.
Por último, considero que comprender esto nos permite hacer lo mismo con algunos de los últimos sucesos en nuestro país, México. Las reacciones violentas que se han sucedido pueden asustar a más de uno, y con razón. Pero si evitamos la generalización y vamos al caso por caso,11 seguramente nos sorprenderá constatar que muchos, o quizá pocos, en realidad no importa, de quienes manifiestan violencia, consideran que es el último y único recurso con el que cuentan. Bastaría uno, un solo caso así en esta historia o cualquier otra para evidenciar nuestra propia responsabilidad. Y es que la violencia y la rabia12 son, en último término, el eslabón final de una larga cadena cuyo inicio es aquella oposición originaria de la que ya hablé y que se extiende en las formas como nos perjudicamos unos a otros. Así que, en efecto, es y tiene que ser una consigna defender la cultura. Porque no hay ningún motivo por el cual ésta debería seguir en pie, y los que hemos inventado no parecen satisfacer a millones. Si bien el cebo de la armonía es un imposible, es también un motivo para no dejar de intentar avanzar. Y, aun así, la apuesta por lo construido es siempre una decisión ética. Defender la cultura es asumir su fragilidad. Que no tiene ningún derecho divino de existir. Que más de uno quisiera verla caer. Es, a final de cuentas, defenderla de nosotros mismos. O no. ®
Notas
1 Castel, Robert, Las metamorfosis de la cuestión social, 1997, Paidós.
2 Sennet, Richard, Corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el capitalismo tardío, 2004, Anagrama.
3 Muniesa, Mariano, Punk rock. Historia de 30 años de subversión, 2007, p. 24.
4 Una de las más brillantes excepciones, aunque los filósofos no lo reconozcan dentro de su gremio, ha sido Henry David Thoreau.
5 Freud, Sigmund, El porvenir de una ilusión, Amorrortu, p. 6.
6 Ecl. 8:9.
7 Freud, Sigmund, íbid., p. 8.
8 The Filth and the Fury, documental sobre los Sex Pistols estrenado en 2010, dirigido por Julien Temple.
9 Quisiera insistir en esto: en el conocido ensayo de Freud que lleva precisamente por título El malestar en la cultura, lejos está de su intención reducirlo a las condiciones económicas y sociales. Hay una desarmonía originaria entre la pulsión y la cultura. El resultado es ese malestar del que habla Freud. Las condiciones sociales, que son a las que en realidad me estoy refiriendo, lo que hacen es agravar ese malestar.
10 Freud, Sigmund, Psicología de las masas y análisis del Yo, Amorrortu.
11 Sobre la importancia de la historia de vida como herramienta en el estudio sociológico recomiendo el libro La historia de vida: Reflexiones a partir de una experiencia de investigación, en la que Homero Saltalamacchia resalta su importancia para la comprensión de movimientos sociales.
12 Me refiero únicamente a la violencia cuyo catalizador es la desesperación por las deficientes condiciones sociales (laborales, económicas, etc.).