Alguien sirvió unos vasos de whisky. Yo me resistía; tenía presente el compromiso que había iniciado con Lucy, sin embargo, después del primer trago todo se fue al demonio.
Aquel verano Wes le alquiló una casa amueblada al norte de Eureka a un alcohólico recuperado llamado Chef.
—Raymond Carver, “La Casa de Chef”.
Sé que todo lo hice mal/ casi todo lo he hecho mal/ y como siempre me quedé/ brindando solo.
—Armando Rosas, “Como siempre”.
Para Beto Ramírez
I
En la radio sonaba “Una pálida sombra”, de Procol Harum, cuando llamé a Lucy para pedirle que regresara conmigo. Se acercaban las fiestas de Navidad y me sentía solo. Le dije que estaba decidido a cambiar mi forma de vida. El suegro de un amigo me había alquilado una casa. Me parecía que era la oportunidad de volver a empezar, la señal que tantas veces habíamos esperado. Lucy me contestó con un rotundo no, lo que no me extrañó porque sabía claramente la idea que ella tenía de mí en ese momento.
Dejé que pasaran unos días y nuevamente la llamé, con una voz sincera y con una mano en el pecho le dije que regresara conmigo, lo quería intentar una vez más. Lucy me repitió que no. Quizá se preguntaba si en realidad debía creerme, tal vez pensaba que se trataba un engaño más, uno más en la larga lista de mentiras. Sosteniendo el teléfono con fuerza le pedí que dejara de trabajar por un tiempo, yo tenía unos ahorros y nada nos faltaría; si ella aceptaba, dejaría de beber. Se lo dije de una forma tan convincente que ella titubeó un instante antes de decirme que lo pensaría.
En aquel momento yo vivía con una amiga. Lucy, a su vez, había intentado rehacer su vida al lado de otra persona, pero su relación —al igual que la mía— había sido fugaz, llena de desilusiones y resentimientos. A mí me daba por pensar que ella me seguía queriendo y que todavía me extrañaba.
En alguna parte había leído que toda persona anhela rehacer su vida y destruir de su mente todos los odios y rencores. Destruir de la memoria las atrocidades cometidas y el daño hecho a los seres amados, incluso el daño ocasionado por otras personas. La naturaleza humana, me decía, es una caja llena de sorpresas. En ese tipo de pensamientos me encontraba, que formaban parte de una etapa reflexiva, severa y cambiante de mi vida.
En ocasiones, en medio de esa suave felicidad, me daba por recordar el pasado, la manera en que me alcoholizaba, la forma en que era agresivo con los demás. No sabía con certeza a cuántas personas había insultado en mi vida.
La mañana en que Lucy decidió regresar conmigo me invadió una enorme felicidad, un sentimiento que se había extinguido de mi persona. Sin embargo, también estaba consciente de que me estaba jugando la suerte a una sola carta. No tenía un plan alterno y ni siquiera sabía qué pasaría si lo nuestro no funcionaba. No obstante, me parecía necesario imaginar que las cosas podían salir bien, de esta forma el futuro ya no se me hacía tan sombrío.
De acuerdo, iré, me dijo Lucy, y en ese instante mi vida tomó otro rumbo. Fueron días de gran alegría, ella era linda y cariñosa. Escuchábamos música durante todo el día. En ocasiones, en medio de esa suave felicidad, me daba por recordar el pasado, la manera en que me alcoholizaba, la forma en que era agresivo con los demás. No sabía con certeza a cuántas personas había insultado en mi vida. Le pregunté a Lucy qué era lo que más odiaba de esa etapa, sabía que hacer esa pregunta me dañaba, pero una parte de mí quería saberlo. Tus ojos, respondió Lucy, la locura en tus ojos. La buena relación se prolongó por varias semanas.
II
Lucy tuvo que ausentarse un par de días para finiquitar un asunto de su anterior trabajo y yo recibí la visita de Max, un viejo amigo de borracheras. Lo había conocido en un taller de pinturas en el centro de la ciudad, yo estaba a cargo de los pedidos y él se encargaba del mantenimiento. Era más joven que yo pero se parecía mucho a mí, incluso en el físico. Cuando lo conocí yo vivía en un cuarto feo y pestilente y él mantenía una relación con mi vecina, quien le complacía todos sus caprichos.
De inmediato congeniamos. Teníamos muchas cosas en común. Vivíamos despreocupados de lo que sucediera en la vida, pensando que el presente era eterno y que la vida tenía un pacto firmado con nosotros. En ese pacto, los dos —únicamente los dos— podíamos transgredir las reglas sin consecuencias.
Te he estado buscando como loco, me dijo Max cuando me localizó en la casa que compartía con Lucy. Hablaba rápido, parecía algo alterado. Me dio un apretón de manos y un efusivo abrazo. Traté de explicarle que en ese momento me encontraba en una situación diferente a cuando nos conocimos. Estoy cambiando mi forma de vivir, le dije. Te pido que por favor te alejes de mí, no me animes a seguir en lo mismo. Max me veía con asombro. Hermano, no eres el mismo que yo conocí, me decía, al tiempo que enarcaba la ceja y abría sus grandes ojos para después rascarse la cabeza y reír escandalosamente. El maldito hacía como si no entendiera lo que me pasaba. Minutos después se levantó y azotando la puerta dijo que regresaría.
Al día siguiente llegó acompañado de dos encantadoras chicas, dos botellas de whisky y bocadillos. La edad de las chicas no rebasaba los veinte años, así que yo casi les doblaba la edad. Max estaba ligando con la morena y me hacía señas insistentemente de que atendiera a la pelirroja. Cuando Max empezó a poner música pensé que el escándalo enfurecería a los vecinos.
Alguien sirvió unos vasos de whisky. Yo me resistía; tenía presente el compromiso que había iniciado con Lucy, sin embargo, después del primer trago todo se fue al demonio.
Max y la morena se habían metido al cuarto desde donde se oía claramente que hacían el amor de una manera salvaje, violenta.
En algún momento me fastidió su vaivén y la obligué a sentarse, quería que se quedara a mi lado, le dije que era muy sospechoso que no bebiera. ¿Acaso no es eso a lo que vienes? ¿O no será que quieres robarme la cartera?
La pelirroja se paseaba de un lado a otro de la habitación con desenfado y sin preocupación, hablaba, hablaba mucho la chica. En algún momento me fastidió su vaivén y la obligué a sentarse, quería que se quedara a mi lado, le dije que era muy sospechoso que no bebiera. ¿Acaso no es eso a lo que vienes? ¿O no será que quieres robarme la cartera? La chica abrió los ojos con sorpresa, ofendida seguramente, y entonces me respondió con un golpe en la mandíbula que me causó más enojó que dolor, por lo que le respondí con un puñetazo en la cara que la hizo caer sobre el sofá. Comenzó a llorar y yo comencé a maldecirla.
Lo que vino después no lo recuerdo con exactitud, pero fue como si una gigantesca ola me pasara por encima. La música había dejado de sonar. Lo que escuchaba ahora, o creía escuchar, era un silencio profundo que lastimaba mis oídos.
La morena y Max ya habían llegado para auxiliar a la pelirroja, a quien yo sujetaba fuertemente por el cuello. Me gritaban que la soltara, que me calmara, que no me comprometiera, pero en ese momento yo creí que me atacaban, así que lo que hice fue lanzarme sobre ellos. Tomé a Max del cuello con ambas manos, al tiempo que le decía que todo era culpa suya. Él me veía con los ojos desorbitados y yo supuse que se estaba burlando de mí, así que apreté con más fuerza. Como él me sujetaba de los hombros le propiné un rodillazo en medio de las piernas. Me has estado jodiendo la vida, le decía. Te voy a enseñar que conmigo no se juega. Cerré los ojos para concentrarme. Max se había enfurecido y se lanzó contra mí con toda su fuerza. Yo le pegaba donde podía, pero él era más fuerte y, repuesto de los primeros golpes, luchaba furiosamente. Sus ojos destellaban un odio incontenible, así que de un codazo logró tirarme al suelo y ya se disponía a rematarme cuando lo recibí con una silla en la cabeza que lo dejó inconsciente en el piso.
No sé cuánto tiempo pasó, pero me descubrí solo, parado en el marco de la puerta, desde donde veía a Max en medio de un charco de sangre. Más tarde llegó una ambulancia y la policía y me trasladaron a una horrible habitación sin luz. Después de muchas horas me permitieron hacer una llamada. Llamé a Lucy.
El escándalo llamó la atención de los vecinos. El suegro de mi amigo pronto me pidió que abandonara la casa. Lucy permanecía completamente en silencio.
Días después recibí la llamada de Laura y de Pepe, nuestros hijos. Se habían reunido para pasar unos días juntos, así que querían visitarnos. Les contesté que por el momento no sería posible porque las cosas han cambiado. Les comenzaba a decir que así es la vida cuando Lucy me arrebató la bocina y empezó a hablar con ellos, al hacerlo me mataba con la mirada. Me recosté en un sillón, cubrí mis piernas con una manta, noté que hacía mucho frío y que mis manos estaban casi congeladas.
III
Me ofrecieron un trabajo en Saltillo, una ciudad a 800 kilómetros de distancia. Lo acepté. La noche anterior al viaje la pasé mal porque no pude dormir. Cuando amaneció, Lucy me despertó. Me acompañó a la estación de autobuses y me dijo que nunca más iba a contestar mis llamadas. Le dije que lo pensara. No hay nada qué pensar, me dijo. Luego añadió: Te deseo suerte, la vas a necesitar. Me incliné y la abracé. Era un témpano de hielo. Mientras caminaba por el pasillo del autobús pude ver cómo su silueta avanzaba hacia la salida, tuve que sentarme porque otros pasajeros subían y les estorbaba. Cuando volví a mirar Lucy ya no estaba. ®