Su dolor no era sólo el de un hombre enfermo que luchaba para vivir y por la felicidad, sino el de alguien que peregrinaba por el mundo soltando lastres del pasado, aceptando la cruda realidad sin maquillajes y compartiéndola, estableciendo un balance entre lo que él mismo fue y lo que ya era, según su propia conciencia le dictaba.
Todavía de este lado del mundo era 21 de noviembre y ya Pablo Milanés colgaba definitivamente los guantes en la siguiente madrugada, la del 22, en Madrid, como tantas veces adelantándose al lento ritmo de nuestro rincón caribeño, acaso exhausto ya de lidiar con la maldita enfermedad y con la reciente tristeza del fallecimiento de su hija Suylén, en enero de este mismo año.
Apenas días antes una ola de notas fake sobre su deceso, con los consiguientes desmentidos, vaticinaban algo que ya parecía inevitable, además del alza de sentimientos solidarios en redes ante el ataque sórdido de cierta figurilla de la izquierda española —cita innecesaria del perecedero nombre—, que por solidaridad con la dinastía castrista y la nominal regencia de Díaz–Canel, si es que no por encargo expreso de éstos, endilgaba epítetos viles de toda vileza al cantautor.
Pablo, a diferencia de Silvio Rodríguez, desde hace décadas había parado de entonar himnos a la gloria de la Revolución y a su desgastado caudillo. Puede que el desmantelamiento de su sello discográfico, PM Records, entre majaderías gubernamentales y burocratismo clásico, haya significado el comienzo de su vuelta de hoja. Nadie podría asegurar que, de haber sido tan consentido como el negocio de su homólogo Silvio —los Estudios Ojalá—, quizás Pablo se hubiese mantenido un poco más al calor del oficialismo, lo que sí nadie puede objetar es que, ya para 2003, el autor de “Yolanda” se negaba a firmar la infame carta de apoyo al fusilamiento de tres jóvenes por el intento de secuestro de una lancha para escapar de Cuba, una postura que otros artistas o intelectuales, por compromiso ideológico, abulia o básico instinto de supervivencia, sí refrendaron.
Lo que sí nadie puede objetar es que, ya para 2003, el autor de “Yolanda” se negaba a firmar la infame carta de apoyo al fusilamiento de tres jóvenes por el intento de secuestro de una lancha para escapar de Cuba, una postura que otros artistas o intelectuales, por compromiso ideológico, abulia o básico instinto de supervivencia, sí refrendaron.
Como si el proceso “revolucionario” cubano (las comillas muy a propósito) fuese un acontecimiento atemporal, despojado de matices, etapas de adoctrinamiento, autoengaño y muchos tipos de acceso a la cruda realidad, hoy no falta quien recrimine a Pablo Milanés por haber compuesto letras encendidas a un Fidel que “dignificó la estrella que lanzó Bolívar” y “brilló junto a Martí”, o a “la gloria que se ha vivido” y que sería preferible hundirnos en el mar antes que traicionarla. Lo cierto es que una buena parte de nosotros alguna vez coreó tales versos con oligofrénica emoción, porque de eso se trata habitar en la burbuja política de un estado que se sostiene con ideas y fanatismos viscerales. Muchos pertenecimos, de una manera u otra, a esa religión que nos hacía creer en la pertinencia del totalitarismo en función de una sociedad justa, igualitaria. Muchos transitamos ese doloroso camino de abrir los ojos, de comprender y asimilar, sólo que no dejamos huella sobre escenarios o en discos de vinilo. Y aunque ahora no falta el intransigente que exige al finado, de manera retroactiva, una postura más clara en contra de la dictadura, recopilando mezquindades como que Pablo sufrió en carne propia el ominoso campo de concentración de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) y años después enaltecía los testículos del dictador en entrevista de El Caimán Barbudo, son muchos más quienes le agradecen el tránsito hacia la solidaridad —frontal, sin titubeos— con la oposición pro–democrática de la isla, con los presos políticos y en favor del cambio democrático.
No ha sido fácil
Pertenezco a una generación de artistas y escritores que fue madurando políticamente en una Cuba cambiante, ya en crisis permanente, de miseria crónica tras la caída del muro de Berlín, de todo cuanto la jodida pared significase y que, de manera tozuda, se mantenía incólume en el perímetro de nuestro maltrecho patio. En los ochenta Silvio y Pablo, junto a Afrocuba o José María Vitier, siempre tenían un espacio en sus agendas para sus conciertos en el área común de las Escuelas Nacionales de Arte, de nivel medio, y el Instituto Superior. Allí los entonces muchachos hacíamos catarsis poética mezclada con restos de la doctrina que aún circulaba en nuestras venas, en un acercamiento personal con nuestros ídolos que los trascendía a ellos mismos hasta generar retroalimentación con músicos formados allí, cuando no el relevo mismo generacional con trovadores, compañeros de clase como Gema Corredera, Carlos Varela y Polito Ibáñez. No fue fácil tener una opinión que hiciera valer nuestra voluntad para escoger, pero el tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos y el amor no se refleja como ayer. El país cambió, para mal, para peor, luego para irremisiblemente peor y si bien Silvio se aferró a la comodidad de sus millonarios derechos de autor, absorbido por una cúpula gobernante que agradecía —y sigue agradeciendo— su trabajo de vocero internacional y cortesano cultural, Pablo en algún punto puso una raya y estableció distancia con el partido comunista, el siempre único y absoluto. Se radicó en el extranjero, dando conciertos en cualquier parte, incluyendo los Estados Unidos. En especial un concierto en Miami, en 2011, le costó la primera gran repulsa oficial a su persona, con una repentina censura —a lo Celia Cruz— de su música, en la radio y la televisión de su propia patria.
El país cambió, para mal, para peor, luego para irremisiblemente peor y si bien Silvio se aferró a la comodidad de sus millonarios derechos de autor, absorbido por una cúpula gobernante que agradecía —y sigue agradeciendo— su trabajo de vocero internacional y cortesano cultural, Pablo en algún punto puso una raya y estableció distancia con el partido comunista.
Por entonces su excamarada Silvio lo recriminó por “vender su alma al diablo”, Vicente Feliú lo catalogó de “traidor”, alegando que en La Florida había hablado “para los batistianos”, además de reproches llorosos de Víctor Casaus en La Jiribilla, así como cartas a redacciones de “revolucionarios” indignados desde cualquier rincón de la isla.
Personalmente lo volví a encontrar en Hermosillo, México, en 2012, tras su concierto multitudinario en las Fiestas del Pitic para un público siempre extasiado. Pablo ya se veía agotado, arrastrando dolencias pero siempre amable con sus compatriotas exiliados, con sus viejos admiradores, dejando escapar una sonrisa pícara —tal y como quedó en una de las fotos que conservo de aquel momento—, cuando le comenté sobre una carta abierta que por esos días había circulado en redes, y en donde él ponía en su sitio, apaleando con finísima prosa, al desaforado procastrista de la radio mayamera, Edmundo García.
Desde entonces ya estuve convencido de que su dolor no era sólo el de un hombre enfermo que luchaba para vivir y por la felicidad, sino el de alguien que peregrinaba por el mundo soltando lastres del pasado, aceptando la cruda realidad sin maquillajes y compartiéndola, estableciendo un balance entre lo que él mismo fue y lo que ya era, según su propia conciencia le dictaba.
A diferencia de Silvio, aparecido al universo trovero desde el servicio militar y la rebeldía hippie, la raíz de Pablo fue romántica, bolerística. Miembro de cuartetos vocales desde muy joven, traía consigo un filin que mucho de lirismo aportó al entonces Movimiento de la Nueva Trova, convirtiéndose con el tiempo en uno de esos cantautores que podían cerrar sus estrofas con un (eternamente) te amo, o un (volver a repetirte que) te quiero, sin que se volviese cursilería. Pablo no es cualquier trovador ni su obra se puede reducir a las canciones que, hijas de su época, fueron dedicadas a una utopía desdichada, o al liderazgo nefasto que la promovió. Pablo es el querido Pablo de (casi) todos los que apreciamos una buena letra y un buen arreglo en la cancionística contemporánea, de quienes, a pesar de todo, seguimos defendiendo la libertad de escoger. ®