Para muchos, el acto de escribir quizá sea algo normal, un trámite mecánico para dejar sobre el papel o la pantalla un torrente de palabras. Para otros, escribir puede ser un trance traumático.
Mantengo la vista fija en la pantalla, respirando profundamente mientras reposo mis dedos sobre el teclado; las yemas me hormiguean y tengo la necesidad de pasearlas sobre las teclas para tranquilizar un poco la sensación. Llevo mucho tiempo sin parpadear y mis ojos lo resienten, me arden después de torturarlos frente a la luz azul de mi computador.
Giro la cabeza hacia la ventana con un movimiento innecesariamente violento, dejando que mis ojos descansen. Por fin, los cierro y me llevo la mano al lugar donde sentí el tirón.
Ahora, además de un dolor de cabeza palpitante y los ojos hinchados, me he causado una sensación acuchillante en la parte lateral del cuello… pero no hay dolor más abrumador que el de la pluma apoyada cerca de mi mano derecha. Sus bordes rozan mi piel de manera tentadora, seduciéndome con la delicadeza de su filo y con la promesa de que la tinta aliviará las mismas cicatrices que cause.
Pasa el tiempo, los segundos siguen avanzando hasta convertirse en minutos, en horas, en días, en años. Infinitamente avanzan mientras la blancura lo absorbe todo, no hay que parpadear porque quizás se pierda algo…
Sin embargo, al tomarla me sangra la mano y me hiela las extremidades, congelada en el tiempo mientras exprimo con fuerza hasta la última gota creativa de mi cerebro; pero no hay nada, en la hoja del cuaderno sólo se ven las líneas horizontales previamente impresas, con la pluma haciendo sombra sobre las gotas de tinta que escapan de su punta, lista para ser usada, pero inerte frente a la nada que se presenta.
Por más que pasa el tiempo simplemente no hay nada, por más que el cursor aparece y desaparece en la pantalla, ésta permanece vacía. Pasa el tiempo, los segundos siguen avanzando hasta convertirse en minutos, en horas, en días, en años. Infinitamente avanzan mientras la blancura lo absorbe todo, no hay que parpadear porque quizás se pierda algo, aun no se sabe qué, pero se siente ahí, dormida quizás, burlándose de la incapacidad para encontrarla y dejarla para siempre plasmada.
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Escucho el sonido de la alarma.
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La apago con torpeza.
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Me levanto del sillón y me dirijo a la cocina para prepararme un café.
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El líquido caliente pasa por mi garganta, reconfortándome con su calor y sabor.
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Por mi mente vuelven a pasar las imágenes que discurren en mis pesadillas… rostros completamente blancos y sin rasgos, la sensación de una hoja de papel al tocarlos, la desesperación de tenerlos alrededor y no poder hacer nada, la oscuridad de la tinta que sube por la punta de mis dedos y que parece querer devorarme las extremidades, la asfixiante sensación de no poderse mover y luego la caída sin fin, hasta el momento en el que la mente nos despierta.
Y después viene la pesadilla fuera del mundo de los sueños, ésa que te impide respirar con tranquilidad u observar las cosas con la fascinación con la que lo hacías antes. Esa intranquilidad que te aborda cuando sostienes la pluma sobre un papel después de tanto tiempo, y te das cuenta de que, por más hojas y hojas con ideas que tengas, en ninguna vale la pena adentrarse, porque todo parece estar tan vacío como tu interior.
Es en esos momentos en los que una aplastante sensación de angustia oprime el corazón y el alma, inmovilizando todo mi cuerpo desde dentro de mi mente y asfixiándome hasta que me es imposible respirar con normalidad… es entonces cuando más a la deriva me encuentro, porque una parte de mi ser ha sido arrancada de su lugar y, por más que lo intente, no puedo recuperarla. Ahora sólo me queda la blanquitud que tanto desprecio, las hojas en blanco parecen burlarse de mí por no poder privarlas de su pureza, incapaz de capturar lo que tan vívidamente existió dentro de mí.
Lo peor es cuando alguien que te recuerda lo maravilloso que era vivir en el éxtasis de la inspiración, sintiendo plenitud al ver cómo las palabras fluían por la tinta al rasgar el papel con la punta de la pluma…
¿Por qué cuando más se necesita decide hacerse invisible para los ojos de la mente, inalcanzable en los confines del espacio que nuestras cabezas construyen? Resguardándose de los gritos desesperados de nuestros dedos que anhelan desgarrarla hasta lo más profundo para brindarse paz.
Cuesta respirar con tranquilidad y los ojos bailan inquietos, esperando encontrarla a cada vuelta de la esquina, las ojeras se presentan, causadas por las noches en vela, al igual que las marcas que deja la ansiedad de la pérdida.
¡Oh, pero lo peor no es en eso, no! Lo peor es cuando alguien que te recuerda lo maravilloso que era vivir en el éxtasis de la inspiración, sintiendo plenitud al ver cómo las palabras fluían por la tinta al rasgar el papel con la punta de la pluma, ese indescriptible sentimiento de gratitud al poder plasmar los tormentos y maravillas que habitan la cabeza, regalándole un momento de paz previo a una nueva tempestad.
Unas simples palabras pueden convertirse en un recordatorio constante de todo lo que he perdido y que posiblemente nunca vuelva a experimentar. Porque ése es el miedo más grande de cualquiera que utiliza las letras para dejarse existir, el no saber si esta sequía mental será la última de todas, dando por concluido nuestro viaje por la tinta, o es sólo una más de las que se experimentan durante nuestras vidas.
Porque, a veces, en ese tormento es cuando nos volvemos a encontrar y volvemos a ser un poco de quienes éramos. Por triste que sea, la violencia te orilla a cambiar, porque la desesperación y el dolor que causa ese acto es más potente que la incomodidad que siento en mis manos incapaces de escribir.
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La espuma toma formas peculiares mientras el agua la diluye.
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Una tenue imagen comienza a aparecer frente a mis ojos.
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La claridad de un suceso que sólo tiene forma en mi mente.
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Una suave caricia me da un indicio de que aquello que tanto he esperado se encuentra justo frente a mí, a mi alcance, dejando huellas que me permiten seguirla hasta volcarme por completo sobre ella.
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Con prisa intento librar mis manos de la mezcla de agua y jabón que las envuelve.
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Mi respiración se acelera y la desesperación por llegar a donde dejé el cuaderno y tomar la pluma me invaden, con temor de que no pueda plasmar la imagen que acabo de ver.
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No encuentro mi material, no está donde lo dejé.
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Necesito anotar esto antes de que sea tarde.
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Necesito no olvidarlo.
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