El musical Cocomelon, el viaje de JJ resulta un fiasco desproporcionado que bordea los límites de la llana estafa al espectador. Un fraude indolente.
Mi esposa y yo nos emocionamos al saber que Cocomelon, el viaje de JJ, estaría en el Auditorio Cívico de nuestra ciudad. Tenemos dos hijos pequeños que son virtualmente adictos a esta serie de programas musicales, y no escatimamos en gastos, por lo costoso de los boletos, con la esperanza de que aquella sería una experiencia mágica para ellos, y hasta para nosotros, que por obra y gracia de la convivencia nos hemos aprendido de memoria cada melodía con su respectiva letra en los últimos cinco años.
Creado por la compañía británica Moonbug Entertainment y desarrollado por la estadounidense Treasure Studios con un formato muy recurrente en esta época de contenidos streaming que mezcla temas propios con animados en 3D, de orientación educativa, sus archivos son localizables en Netflix, aunque también se pueden disfrutar gratuitamente en YouTube, siendo Cocomelon Nursery Rhymes el segundo canal con mayor cantidad de suscriptores, después de T–Series. O lo que es lo mismo, cualquier espectáculo que traiga consigo a los personajes y canciones de Cocomelon tiene garantizado un público infantil abrumador, capaz de arrastrar a sus progenitores sin que éstos ofrezcan demasiada resistencia.
Esta noble mirada cambia drásticamente al consumarse la clásica confrontación entre expectativa y realidad.
En los carteles publicitarios no se ofrecen créditos de compañía específica, dirección, dramaturgia o elenco, apenas reseñas del contenido, así como la promesa de un espectáculo musical infantil “al estilo de Broadway”, con fechas específicas en la Ciudad de México, Guadalajara, Monterrey, y hasta en San Diego, California.
Para empezar, no existen pistas acerca de quién o quiénes están a la cabeza de proyectos de esta índole (¿artistas?, ¿empresarios?), no hay a quién dirigir la crítica, como si quienes arman el show no estuviesen dispuestos a dar la cara más que para cobrar sus abundosos emolumentos. En los carteles publicitarios no se ofrecen créditos de compañía específica, dirección, dramaturgia o elenco, apenas reseñas del contenido, así como la promesa de un espectáculo musical infantil “al estilo de Broadway”, con fechas específicas en la Ciudad de México, Guadalajara, Monterrey, y hasta en San Diego, California. Y es lo que uno esperaría, es decir, no es secreto que en este tipo de circuitos escénicos comerciales prima el efectismo por encima de la calidad artística, que como mismo llegan obras muy superficiales para adultos —a duras penas sostenidas por la popularidad de alguna que otra figura de la televisión—, aquí el espectador promedio tampoco acude esperando complejidad formal sino la aceptable similitud, la réplica en vivo de un programa que ve a diario en la pantalla de su hogar. Si el referente fuese Broadway todo estaría bien, vamos, esperar un equivalente formal a Aladdin o Frozen, con vestuarios, decorados, caracterizaciones y voces acordes con la versión original. Eso contentaría a cualquiera en su tarde de domingo acarreando chamacos.
Pero resulta que Cocomelon, el viaje… —al menos la versión que el domingo 29 de enero llegó a Hermosillo, a todas luces mucho más modesta que la que se alcanza a ver en algún video promocional— resulta un fiasco desproporcionado que bordea los límites de la llana estafa al espectador. Un fraude indolente.
Con un diseño que no incorpora escenografía alguna, más allá de telones con referencias al original (diantres, ni siquiera un autobús de cartón para uno de los números que se suponen significativos), los personajes principales infantiles JJ, Tom Tom y Jo Jo, así como algunos de los compañeritos del kínder, son incorporados con botargas en franca desproporción con los actores que actúan como adultos, los cuales ni por aproximación se asemejan físicamente a los animados —el actor que interpreta al papá de los niños se parece más al Chaparro Chuacheneger que al espigado caucásico de la familia dibujada—, y hasta el guiño del meme con el Capitán Centroamérica podría ser hasta aceptable, con todo y las pelucas de mala calidad, si de verdad los actores cantaran los temas y no sólo hicieran burdo playback con las voces grabadas de la versión en español latino de los videos.
La ausencia de dramaturgia es extenuante, no sólo porque los diálogos intercalados resultan sosos, tontorrones, con escasa continuidad a partir de la vaga premisa de “un viaje” (quienquiera que lo haya escrito ignora detalles del propio programa, como que no existe un señor médico —la doctora es la mamá de Cody—, o que el viejo MacDonald no es un granjero genérico sino el abuelo de JJ), también porque apenas veinte minutos después de haber comenzado el lip sync con trozos de canciones, con coreografías tan simplonas que ni siquiera son capaces de replicar a las animadas, anuncian un insólito intermedio, un receso que se extiende ¡por media hora! para que las familias que así lo deseen hagan una cola y pasen a retratarse con el elenco en pleno escenario, por supuesto pagando adicional por la foto impresa. Un negocio redondo que descuartiza sin remedio el esquema aristotélico de la ya de por sí mermada estructura. Esto no parece importarle demasiado a un equipo a cargo de la simulación de obra musical en la que no existe algo medianamente próximo a una puesta en escena, ausente de composiciones espaciales interesantes, mucho menos profundidad didáctica.
Con un diseño que no incorpora escenografía alguna, más allá de telones con referencias al original (diantres, ni siquiera un autobús de cartón para uno de los números que se suponen significativos), los personajes principales infantiles JJ, Tom Tom y Jo Jo, así como algunos de los compañeritos del kínder, son incorporados con botargas en franca desproporción con los actores que actúan como adultos…
La escena comercial, ligera, existe desde siempre, y los creadores serios han tenido que aprender a convivir con ciertas manifestaciones teatrales que forman parte de esa necesidad popular que siempre suele ser bien aprovechada por pillos y mediocres. Pero hasta con ese tipo de espectáculos es lícito reclamar un mínimo de profesionalidad.
En todas estas ciudades invadidas por Cocomelon, el viaje… existen grupos, directores, dramaturgos, esforzándose por llevar al público infantil propuestas sugestivas, elaboradas, ricas en imaginación y diseños, aunque muy pocas veces consigan apoyos, plazas o públicos tan abundantes, mucho menos honorarios tan enjundiosos. Cada vez que se aparece en nuestros espacios de provincia un evento tan descaradamente chapucero y mercachifle es como si se le propinase una bofetada al gremio teatral local, a los creadores que sí se exprimen las neuronas a diario, sudando la camisa para entretener y educar a nuestros pequeños.
No se trata de cancelar ese tipo de espectáculos —a cualquier padre le causa ilusión llevar a sus hijos a una suerte de live action con sus héroes audiovisuales—, sino de reclamar cuando, como en este caso, el asunto se asemeja más a un timo vulgar que a un negocio que oferta productos aceptablemente banales. Se trata de que las empresas productoras y promotoras establezcan un tope razonable de precariedad estética antes de armar giras con cifarras tan pobremente concebidas (acaso rebajadas de calidad por razones de transportación o simple menosprecio por el espectador de provincia), antes de seguir saltando de plaza en plaza, sacando provecho de la popularidad de una franquicia para recaudar notables cifras con seudo–puestas en escena que, bien llevadas, no requieren ni una semana de montaje.
Ya estuvo bueno, oigan. O como dirían en la propia guardería de Cocomelon: “No más saltos, se deben detener”. ®