Se dice popularmente que nada es gratis. El gasto de los honorarios de la cantante y su banda ha sido lo de menos. La ingeniería contractual, fiscal y financiera les permiten beneficios compensatorios.
Es una anécdota que adoro por venir de quien vino y, cuando hay pretexto, vuelvo a ella. Organizamos con el entonces Instituto de Cultura de Morelos, en el Jardín Borda, una jornada de empresas culturales. Dos componentes se instrumentaron: por un lado, espacios para los negocios y, por otro, una serie de conferencias.
La estelar corrió a cargo de Alejandro Soberón, presidente del Consejo de Administración de la Corporación Interamericana de Entretenimiento (CIE). Para mucha gente esas siglas son desconocidas a pesar de tantos años. En efecto, la famosa OCESA es parte del consorcio que viene de los años noventa.
Algunos recordarán el tsunami de conciertos que se desató en el todavía Distrito Federal. Imborrables, maravillosos. Uno de ellos generó que del Palacio de San Lázaro saliera la intentona de prohibirlo: el de Madonna en 1993. En aquella charla Soberón contó de las presiones que sufrieron para cancelarlo.
Con el agua en el cuello, tras negociaciones infructuosas con el regente Manuel Camacho —cuyo secretario de Gobierno era Marcelo Ebrard—, Soberón pidió audiencia con el presidente Salinas. Lo puso al tanto. El mandatario tomó el teléfono. Marcó por la red al regente.
—Manuel, saludos. Un favor. Como sabes, se presentará Madonna en la ciudad y quiero que me apartes unos lugares.
—Hola, presidente. Claro, con gusto.
Colgó. Se despidieron. Al poco rato la empresa fue notificada de que todo estaba resuelto y que la cantante podría actuar sin mayor problema.
Los innumerables gastos de montaje, producción y un largo etcétera el Gobierno de la Ciudad los absorbe por reductos administrativos que los hacen prácticamente inadvertibles, amén de algunas otras almas caritativas.
Desde Camacho hasta la ahora jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, los gobernantes de la capital han tenido en CIE un aliado incondicional para promover conciertos en el Zócalo. No son ya los únicos proveedores, en tanto el mercado se ha nutrido de otros promotores, pero OCESA sigue llevando la mano por ciertas razones.
Desde los tiempos del salinato, al consorcio se le concedió un Permiso Administrativo Temporal Revocable (PATR), figura de permisionario que sabe igual que una concesión. Se arrancaron con el legendario Palacio de los Deportes, siguieron con el Foro Sol —por la cerveza— y cuando ganaron la sede de la Fórmula 1 de la mano de Carlos Slim Domit les dieron el Autódromo de los Hermanos Rodríguez.
Hacer conciertos en el Zócalo viene de los tiempos del priato. Se sofisticaron con la andanada de la apertura comercial bajo la guía de CIE. No tienen idea del enjambre de intereses que se mueven alrededor de una figura de moda —o histórica—, como ocurre con la fiebre del momento llamada Rosalía.
Se dice popularmente que nada es gratis. El gasto de los honorarios de la cantante y su banda ha sido lo de menos. La ingeniería contractual, fiscal y financiera les permiten beneficios compensatorios. Por eso acceden. Rosalía, como Bono —vaya que U2 sabe del arte de hacer negocios—, no son hermanitos de la caridad.
Los innumerables gastos de montaje, producción y un largo etcétera el Gobierno de la Ciudad los absorbe por reductos administrativos que los hacen prácticamente inadvertibles, amén de algunas otras almas caritativas. Pensemos simplemente en el gasto de energía.
Haya sido OCESA o cualquier otro promotor, lo cierto es que al darle a Sheinbaum el obsequio de Rosalía confirma aquello de que favor con favor se paga. ®
Publicado originalmente en la Revista Cultural Palabra, no. 18, el 29 de abril de 2023. Se reproduce con el permiso del autor.