El arte de la entrevista reúne textos que son ya clásicos del periodismo. Cada pieza viene antecedida de una puesta al día para darle, más que contexto, pistas inteligentes al lector. Preguntas y respuestas que por igual mantienen su vigor y valor.
Semanas después de haber ingresado a El Colegio Nacional (Ciudad de México, febrero de 1996) Alejandro Rossi concedió una entrevista, quizá la única, o al menos la más extensa, en la cual declaró que la conversación, “cuando es buena ella misma, es literatura. La literatura es una conversación entre todos”. Quizá, para no cargar demasiado las tintas, no mencionó en esa ocasión, una lejana tarde de primavera que se ha perdido en el tiempo, las Conversaciones con Borges, de Osvaldo Ferrari, ni las célebres Conversaciones con Goethe, de Eckermann; en cambio, recordó sin reparo, casi con gozo juvenil, al imprescindible Dr. Johnson, de James Boswell. Sin dedicarle mayor énfasis ni pesimismo al asunto, Rossi auguró, hace exactos veintisiete años, que a la conversación “ya no la consideramos un arte. Hoy en día es una especie de subproducto de la comunicación”. Pasadas casi tres décadas casi podría decirse lo mismo acerca del género de la entrevista. No precisamente por las razones que aludía Alejandro Rossi respecto de la conversación, las distancias, el tráfico, el recurso del teléfono, sino precisamente por haberse convertido en un producto superavitario de la comunicación, específicamente de la comunicación digital y de las redes sociales.
¿A dónde van a dar esas entrevistas, selectas, casi secretas, que despliegan simultáneamente los logros, las carencias, los tropiezos y también una muy legítima aspiración al rango de género, reconocido y pleno, de literatura como tal?
Una, cien, mil entrevistas accesibles a través de miles de podcasts o en las páginas de YouTube no dejan de ser entrevistas como tales, pero ¿en verdad podemos elevarlas a un nivel equivalente al arte? No lo creo. Hay algunas excelsas, casi cualquiera que le hayan hecho al extinto Christopher Hitchens no sólo vale la pena, sino que sería deseable que lograra pasar la prueba del tiempo. Sin embargo, ¿qué ocurre con las entrevistas concebidas y realizadas al margen de la urgencia, de la coyuntura —esa odiosa palabra, propia de políticos en apuros y estrellas del momento que buscan no faltar a la cita con sus fugaces quince minutos? ¿A dónde van a dar esas entrevistas, selectas, casi secretas, que despliegan simultáneamente los logros, las carencias, los tropiezos y también una muy legítima aspiración al rango de género, reconocido y pleno, de literatura como tal?
Para buena fortuna de quienes todavía gozamos de la buena conversación en letra impresa y de la, llamémosla así, materialidad del libro, nada más alejado del espanto que El arte de la entrevista. De David Bowie a Adam Zagajewski (Madrid: Turner/Noema, 2022), de Alfonso Armada: poeta, dramaturgo y director teatral, periodista bragado en lo mismo en los genocidios en el hinterland de la sabana africana que en las trincheras kosovares, corresponsal del diario ABC en Nueva York en tiempos del 9/11, maestro de jóvenes periodistas y presidente de honor de Reporteros sin Fronteras, en esencia un personaje discreto pero constante, una criatura multiforme, imposible de replicar, metidos como estamos de cabeza en la llamada Era de la Información. Es autor, además, de un libro que no se ha escrito en México todavía; me refiero a un libro que no explote los consabidos tópicos y lugares comunes que, diríase casi que por obligación, en los que suelen incurrir los cronistas y periodistas al sur del Río Bravo: El rumor de la frontera. Viaje por el borde entre Estados Unidos y México (2006). Encuentro en este viaje y sus treinta y dos crónicas una suerte de paralelo con El arte de la entrevista. Si en el primero los protagonistas son la madre de una hija desaparecida en Ciudad Juárez o bien un peyotero en el poblado de Oilton, Texas, en el segundo el cartel incluye a Steven Spielberg, Daniel Barenboim, Edward Said, André Compte–Sponville, Nélida Piñón, James Salter, Susana Martínez–Conde, Byung–Chul Han, Andrea Wulf y Adam Zagajweski, entre otros, lo cierto es que en ambos casos el saber escuchar, esa frase tan manida, es un ingrediente esencial en el disciplinado arte que ejerce Alfonso Armada como observador y entrevistador, en tanto ambas actividades resultan una sola y la misma a la hora de buscar algo más, de alejarse de cualquier trivialidad o nadería y acompañar al interlocutor para que sea él mismo quien se engarce, como persona entrevistada, en una reflexión a cuatro manos.
Dada la calidad y, sobre todo, la unicidad, por así decirlo, de cada entrevista incluida en este nuevo libro de Armada, no me perdonaría a mí mismo utilizar las voces “interacción”, “complicidad” ni cualquier otra que no rinda suficiente cuenta, primero, del trabajo exhaustivo, de preparación para la entrevista; segundo, de la extrema curiosidad de saber quién y qué ha hecho el entrevistado, así se trate de David Bowie, cuáles son las fibras más íntimas, más duraderas, que mueven su paso por la vida; tercero, el recurso, ese sí mutuo pero sujeto a condiciones completamente inasibles para ambas partes, a la imaginación y a la creación durante el rato que dura el encuentro entre entrevistado y entrevistador.
No me perdonaría a mí mismo utilizar las voces “interacción”, “complicidad” ni cualquier otra que no rinda suficiente cuenta, primero, del trabajo exhaustivo, de preparación para la entrevista; segundo, de la extrema curiosidad de saber quién y qué ha hecho el entrevistado, así se trate de David Bowie.
El arte de la entrevista reúne textos que se remontan a más de dos décadas en el tiempo. Cada pieza viene antecedida de una puesta al día para darle, más que contexto, ciertas pistas inteligentes al lector. Preguntas y respuestas que por igual mantienen su vigor y valor. Una de mis entrevistas preferidas tiene lugar en 1993, en Sarajevo, entonces una ciudad casi en ruinas y abandonada por tiros y troyanos, la OTAN y los Estados Unidos sin saber muy bien qué hacer, el atropellado y prematuro reconocimiento de Bosnia–Herzegovina por la Comunidad Europea y con ello el incendio de los Balcanes en un solo acto. En semejante infierno, Alfonso Armada le pregunta a Susan Sontag acerca del papel de la izquierda en los medios, su responsabilidad en disminuir la brutal escalada de destrucción y muerte. La prestigiada, inquieta y erudita escritora —una intelectual pública, especie hoy en extinción incluso en los círculos de Nueva York— responde, a mi juicio, con una frase no del momento, sino con un apotegma para el porvenir, para el presente que estamos viviendo: “Ya no hay izquierda. Es un chiste”.
Otro personaje con quien Armada logra una entrevista no sólo para ser publicada a los días siguientes de realizada, sino también para lograr un atisbo del futuro, sin proponérselo entrevistado ni entrevistador, es con el —bien y finamente descrito— melancólico profesor de Yale, Harold Bloom. En el año 2000 el apesadumbrado ensayista y lector que lo ha leído todo describe una catástrofe que incluso ha sido superada con la actual cultura de la cancelación:
Si eres una persona —sin importar el grado de formación intelectual—, o tienes predisposición para conmoverte ante la belleza de un poema o de una novela o de un relato o de una obra de teatro, entonces vas a acabar orbitando alrededor de algo que no vas a encontrar en las iglesias o entre los proveedores oficiales de cultura. Porque desde luego no te lo toparás en la Universidad, que no es más que una blasfema colección de obscenidades […] Tendrás que buscar en Cervantes, en Shakespeare, en Chaucer, en Dante. Creo que un gran número de lectores lo siguen buscando allí y que lo que pretenden no es tan sólo mejorarse a ellos mismos, sino encontrar la cura del ser, hallar una suerte de consuelo secreto, dar una forma de reconciliarse con la necesidad de morir, con la locura, con el amor perdido, con las dificultades de la amistad o de la pareja. ¿En qué lugar vamos a buscar, hacia dónde vamos a mirar?
El abanico que ofrece Armada en El arte de la entrevista, sobra decirlo, no solamente es amplio en personas y temas, sino generoso con el lector, una virtud más bien rara entre quienes, sea en un medio u otro, se dedican a la entrevista y, con ello, suelen anteponerse a su entrevistado. La conversación que encuentro más entrañable sucede en algún lugar de Albuquerque, Nuevo México. Henry Roth, autor hasta entonces de una única pero perdurable novela sobre el gueto judío del Lower East Side neoyorquino, Call It Asleep (Llámalo sueño, 1934), le revela a Armada la razón o no-razón de su longeva vida, y que resulta en esencia una proposición universal, séase o no escritor, judío o goyim: “Creo que me quedé en la niñez un tiempo inusualmente largo. El lado bueno fue que pude permanecer en la niñez el tiempo suficiente para escribir una novela. El lado malo fue que no maduré”. A los tres años de realizada esta entrevista Henry Roth había partido a un lugar donde madurar resulta completa y rotundamente irrelevante. Su novela y las cuatro más que se publicaron de manera póstuma se siguen leyendo.
La vida es, en ciertos momentos precisos —lo saben el entrevistador, el fotógrafo, el lector— relevante, única e irrepetible. ®