La familia mexicana en ¡Que viva México!

Una pesadilla de la que todos queremos despertar

La familia mexicana, epítome del pueblo bueno del que se nutre, hasta el hartazgo, la cultura vernácula, es lo que Luis Estrada ha llevado al set, sin miramientos, satirizándola, exhibiéndola, desarticulando el discurso del actual gobierno.

El director, los actores y el crew de ¡Que viva México!

¡Que viva México! (2023) pareció menguar la popularidad de Luis Estrada, el director, más allá de lo previsible. Era de esperarse que los ataques desde el púlpito mañanero socavaran su imagen, por lo menos entre los fans más asiduos, pero es discutible que únicamente la irritación del solitario de palacio explicase esa suerte de enlatamiento (censura que consistía en oponerse a la proyección de la película, que en ese caso quedaba confinada en su contenedor de hojalata, sin llegar a los cines) y ataque ad hominem, algo que no ocurría desde La sombra del caudillo y Rojo amanecer.

Antes de escribir esta nota volví a ver la tetralogía de Estrada. La Ley de Herodes (1999), Un mundo maravilloso (2006), El infierno (2010) y La dictadura perfecta (2014). La popularidad de sus largometrajes, hasta ahora, tiene que ver con una inconformidad larga y profunda en contra de gobernantes torpes, rateros y mentirosos, simbolizados en los icónicos Pedro Armendáriz Junior y Damián Alcázar en la primera cinta de la serie, La Ley de Herodes. El tipo de mexicano que retrata esa película es el tipo tonto, sin futuro, sin ideología ni metas que, a cierto punto, por un golpe de suerte, llega al poder. La última película, en cambio, ¡Que viva México!, aborda un tema macro–comprensivo, que da directamente en el corazón de los traumas, problemas y complejos de la patria mexicana: la familia.

Criticar a la familia mexicana es como atentar contra la familia divina. No es lo mismo arremeter contra el PRI, la pobreza, el narco, los medios, los gringos o la deuda externa, que arremeter contra la madre, el padre, los abuelos, la sangre…

Abordar la familia no es poca cosa, ya que nos pone de cara a una veta distinta. Criticar a la familia mexicana es como atentar contra la familia divina. No es lo mismo arremeter contra el PRI, la pobreza, el narco, los medios, los gringos o la deuda externa, que arremeter contra la madre, el padre, los abuelos, la sangre —adhesivo primigenio de nuestra idiosincrasia—. Reitero, achacar culpas a todo lo que se mueve, por fuera de nosotros, no se equipara a meter el puño en la herida agusanada de nuestras entrañas, nuestra pater familias.

Para la redacción de este texto tuve que sumergirme en una muy prolífica batería de entrevistas, filminas y comentarios reproducidos con ocasión del estreno de la película, por ahí de mayo, en Internet y las redes sociales. Al ser yo parte del México de afuera —resido en San Diego, California—, mi perspectiva y conclusiones tienen esa limitante, pero también esa valiosa distancia. Aquí no hallarás una nota más acerca del cine y sus virtudes o defectos ni leerás loas o dentelladas acerca de este o aquel actor o actriz o sus posturas políticas.

Publicidad y polémica o la polémica como publicidad

La Ley de Herodes coincidió con la salida simbólica del PRI de Los Pinos y la llegada de Vicente Fox, además del cambio de milenio. Hasta entonces el cine mexicano no había contado con una película que atacara frontalmente al PRI en carteleras. Los antecedentes eran desafortunados. La sombra del caudillo, basada en la novela homónima de Martín Luis Guzmán (1960), había permanecido enlatada hasta 1994 y Rojo amanecer (1989), de Jorge Fons, sufrió también de censura y falta de acceso al público. En este aspecto, La Ley de Herodes fue un parteaguas. Cada una de las cintas de Estrada, a partir de ésta, atacó con claridad a los distintos presidentes de la llamada “alternancia”. Un mundo maravilloso puso en la mira a Vicente Fox, subrayando su pretensión grandilocuente de que acabaría con los pobres, creo recordar, en cinco minutos; El infierno retrataba con crudeza la guerra contra el narco, desatada por Felipe Calderón, y La dictadura perfecta puso en pantalla una crítica cruda del contubernio del gobierno y los medios.

Con ¡Que viva México! no vemos activarse la misma fórmula; acá la alegoría da vida a la familia Reyes. Los Reyes epitomizan al país, México, en La Prosperidad, un poblado olvidado y perdido. El elemento de choque viene a ser los logros individuales de uno de los descendientes de Los Reyes, Pancho, representado por Alfonso Herrera —aspiracionista/oveja negra de la familia—. La alegoría de ¡Que viva México! se alimenta de la tierra yerma del semidesierto, la mina agotada —paradójicamente llamada La Esperanza— y la guerra fratricida desatada por un tesoro guardado en una caja fuerte y enterrado/extraviado. El simbolismo de esas escenas en que Los Reyes excavan frenéticamente (algo que no hacen jamás con miras a hacer que la tierra produzca) tiene visos bíblicos —no es casual que al final no sean ellos quienes den con el tesoro oculto y la veta anhelada de la mina—, toda vez que Regino Reyes, el tío Regino, presidente municipal de La Prosperidad y seguidor de la llamada 4T (uno de tres personajes a los que da vida Damián Alcázar) a sus espaldas ya la había vendido a una empresa extranjera.

El meollo de esta propuesta visual, épica, parece evidenciar que en la actual encrucijada política el mal no está afuera ni nos acecha desde un rostro otro, sino desde nuestra propia entraña, nuestra familia, nuestros propios vicios y defectos.

La familia como una pesadilla

Motivo recurrente de la película es la pesadilla de reencontrar a la familia que un exitoso Pancho Reyes creyó haber dejado en el pasado. A menudo Pancho despierta asediado por escenas inquietantes que le lanza su subconsciente. Mary, su esposa, le sugiere que vaya a un psicólogo. Más allá de esas pesadillas, Pancho prefiere negar a su familia. De hecho, ha dejado pasar veinte años sin contacto con ellos.

La familia extendida de Pancho, por otra parte, encarna a todos esos seres que lo asedian en sus pesadillas. Viven todos —abuelos, padres, tíos, hermanos, sobrinos, nietos y choznos en una localidad “fantasma”, unida a la carretera federal por un camino de terracería de dos horas y media—. En esa brecha terregosa se verifica una suerte de descenso hacia una vida de carencias y aislamiento. Mary hablará de aquel lugar con crudeza. Ante el recuento de Francisco, que lo describe como un lugar donde alguna vez había oro en los caminos, ella desnuda su mirada y dice ver sólo basura y polvo, excremento de perros y de humanos. El pueblo, al que únicamente los más asiduos viajeros identificarán como El Potrero y Real de Catorce, en la zona semidesértica potosina, bien podría ser cualquier pueblo mexicano, detenido en el tiempo enterregado, semiderruido, pauperizado… Comala, Ixtepec —si acudimos a nuestra literatura con Juan Rulfo y Elena Garro—. En ese primer contacto el puente escénico no une la modernidad con el mundo rural, bucólico; es un auténtico viaje que va de la pesadilla a la realidad de la que solamente se escapa así, despertando sudoroso y deseando no ya un milagro, sino que aquello tan terrible acabe siendo solo eso, una pesadilla.

Actores personajes

Dependiendo de que se observe la realidad desde el pequeño círculo de los conocedores del cine o tomando como punto de partida la calle mexicana de hoy, Luis Estrada se pone en el ojo del huracán al articular esta pieza macro–comprensiva de su saga. Por una parte, hay quienes lo perciben o lo han percibido en el pasado nada menos que como una suerte de Balzac mexicano, quien saca su lente para observar de cerca las fealdades humanas, recurriendo a la caricatura mordaz y a la sátira política; por la otra, quien en esta ocasión resulta agraviado, Andrés Manuel López Obrador, a diferencia de sus antecesores, no se ríe, no se lleva, toma el púlpito presidencial y arremete contra el director. Desea reducirlo con desdén; lo llama “progre buenaondita” y descalifica la película como “un churro para consumo de conservadores”, no sin admitir, acaso cándidamente, que no le gusta el cine porque “no necesita más drama en su vida”. Extraña afirmación para alguien que le ha encomendado a Epigmenio Ibarra y a Luis Mandoki que lo sigan y filmen. De hecho, parecería que es a Estrada a quien imita en su habla popular achilangada; que es Juan Vargas, de La ley de Herodes, ese que vemos llenando el rol, desde su Palacio, reciclado ahora de morenista en el personaje de Regino Reyes/Regino Alcázar. Los obradoristas bostezan desde la tercera escena, aseguran que la cinta es “insufrible”, atentos a no ser percibidos como críticos, detractores o disidentes de su mesías, López Obrador; descalifican a Estrada tour court, pues dicen ver en él a un opositor golpista y testarudo.

Resulta paradójico que sea Alcázar quien defienda al gobierno que ha disminuido al cine, a la cultura, a las instituciones educativas, y paradójico es, también, que quienes abarrotaron las anteriores películas hoy se lancen contra ésta.

Mientras tanto, en la realidad, como en la ficción, López Obrador y Reyes son ese arquetipo de político pueblerino que rara vez sobrepasa el 1.73 (5.6 pies). Acomplejado y prepotente, dicharachero pero inculto, mentiroso y ramplón. Alcázar lo personifica con pericia —el propio López Obrador lo llamó “el mejor actor del mundo”—, pese a que al hacerlo lo satiriza y en tiempo real se dice su seguidor. Resulta paradójico que sea Alcázar quien defienda al gobierno que ha disminuido al cine, a la cultura, a las instituciones educativas, y paradójico es, también, que quienes abarrotaron las anteriores películas hoy se lancen contra ésta.

Al igual que una vez dijera la escritora Elena Garro, a propósito de su novela Los recuerdos del porvenir, en entrevista con la también novelista María Luisa Mendoza: “México es un país de grandes hombres frustrados…”. “Cuando veo la mediocridad de otros países me da rabia, aquí pateamos a los mejores…”.1 Esos mejores, en la cinta de Estrada, están presentes de manera dubitativa. Los mueve su lealtad a su familia; los hunde la culpabilidad con que se sienten llamados a mantenerla; los obsesiona su imposibilidad de salir adelante sin ella.

El pueblo bueno

En ¡Que viva México! el protagonista se lo lleva “el pueblo”. De lejos. Quién no se conmueve ante la narrativa de un padre que llama incesantemente a su hijo pródigo para comunicarle que su abuelo (de más de cien años) acaba de morir. Pero, al igual que avisa el dicho “familia y trastos viejos, pocos y lejos”, ya de cerca, la familia no puede evitar que la veamos tal y como es, un cúmulo de lacras. Nunca podremos saber, bien a bien, cómo sería la familia originaria mexica, maya, zapoteca o purépecha. En cambio, idealizamos a la familia mestiza, mexicana, en particular si se trata de la propia, y cuando se nos da reconocerle sus fallas, lo hacemos en privado, pues los trapos sucios se lavan en casa.

La familia mexicana, epítome del pueblo bueno del que se nutre, hasta el hartazgo, la cultura vernácula —en todas sus expresiones— es lo que Luis Estrada ha llevado al set, sin miramientos, satirizándola, exhibiéndola, desarticulando, ni más ni menos, el discurso del actual gobierno. El propio Estrada comparte en redes que su película tuvo por título provisional Primero los pobres, decantándose, vaya acierto, por el título que dio hace años Sergei Eisenstein a una película que, con parecido tema y mismo título (1930), jamás terminó.

Nunca podremos saber, bien a bien, cómo sería la familia originaria mexica, maya, zapoteca o purépecha. En cambio, idealizamos a la familia mestiza, mexicana, en particular si se trata de la propia, y cuando se nos da reconocerle sus fallas, lo hacemos en privado, pues los trapos sucios se lavan en casa.

En la sátira de Estrada sí se arremete contra el gobierno, pero más allá de esas críticas, esperadas, lo que se envilece es la ambición, el oportunismo, los bajos instintos de todos los de la familia contra “el fifí”, “el exitoso”, casualmente, también, el heredero del abuelo muerto.

¿Unida? Claro que se une la familia para volver al hermano exitoso y a los suyos blanco de sus conspiraciones —en la lista de posibles venganzas se cuenta quemarles los pies, secuestrarles a los hijos, amén de quemarles la camioneta, robarles todos sus efectos personales y urdir maneras de impedir que se vayan del pueblo con el tesoro que acaban de recibir—, y la lista no excluye desaparecerlos, al igual que ese cráneo que desentierran por accidente y que la abuela reconoce que es del amante al que su marido celoso, Pancho, mató a tiros, rematándolo con el tiro de gracia.

Por la gran puta

Las mujeres de Estrada contravienen cualquier visión positiva de la mujer. Las jóvenes viven embarazo y abandono, cuando no se las trata de huilas (término empleado para prostituta), infieles, interesadas, superficiales, mochas, perversas o rateras. Mary contrasta con las mujeres del clan Reyes en lo tocante al estilo, el cuidado personal, la moda, la apariencia, pero, al igual que ellas, es engañada y engaña y deja pasar el que la abuela de Francisco, a rajatabla, sugiera que sus hijos, descritos como “güeritos”, no sean de Francisco. A lo largo de la cinta se nos muestra que todas las mujeres son o han sido infieles, desde la abuela. Más allá de las suposiciones, estas mujeres cumplen con el papel de seductoras. Cuando el padre de Francisco desea impedir que su hijo se vaya le envía a la nuera, apodada la Culichi, para que lo retenga en el baño. Mary misma se involucra con el cuñado y hasta la trabajadora doméstica que los acompaña en el viaje acaba arrejuntada con el hermano Rosendito (uno de los tres personajes que desempeña Joaquín Cossío). El resto de las mujeres completa este mismo cuadro. Una hermana tiene hijos todos de diferente padre y la otra es pareja del profesor, quien aparece siempre ebrio. Las mujeres, también, son causa de rupturas familiares. Así, se nos dice sin tapujos que la abuela (Ofelia Munguía) engañó al marido con el novio y acusa a su nuera (Ana Martín) de haberse metido con su marido y dos de sus hijos.

¿Disrupción censurable?

La reiteración promiscua de la vida sexual de la familia/pueblo, más que factor, explica la dependencia de Los Reyes de los pocos recursos que les procura el Estado. Ninguno tiene una fuente de ingresos estable, salvo los fondos del bienestar a los que se alude y de los cuales se hace mofa, como los frijolitos que no rinden para todos y los gorgojos que los vuelven poco apetecibles. ¿De qué viven? Pues nada, de esperar a que se muera el abuelo y les deje una herencia; de que consigan convencer al hijo pródigo para que los ayude, amén de vaciarle la cartera; del fiado con el tendero del pueblo a quien prometen que pagarán cuando ocurran los esperados milagros, como que la mina vuelva a dar, o que les sorprenda un milagro. Quizás el profe tenga alguna pensión y aquí y allá les surja algún servicio. La hermana/hermano trans es allegada a la cantina y el otro hermano con la esposa —la Culichi— se entrena como narco, aunque de momento sólo sea narcomenudista.

Confluyen en la trama diversas alusiones al gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Puede verse en una toma la sucursal del Banco del Bienestar; a la familia Reyes se la ve, ya se dijo, sobreviviendo con lo que reciben del gobierno; las mañaneras son vistas por Pancho Reyes ante las quejas de su esposa, quien comenta que el presidente llevará al país a ser Cuba o Venezuela y vemos, también, la cartilla moral, en referencia a que ya no hay corrupción, aunque el tío que se proclama servidor “del pueblo bueno” reciba sobornos, extorsione al sobrino para quedarse con la propiedad que el abuelo acaba de heredarle y el primo deje libre al hermano narco a cambio de una mordida.

Espectador comprometido/adormecido

Al tocar las fibras más sensibles de la polarización del país, Luis Estrada se volvió el blanco de blogueros en redes, acogido también por aquellos espacios en los que se tunde al régimen actual. Y no pasa inadvertido que las críticas se vuelvan, en cierta medida, esas aguas que abonan o merman el éxito de la taquilla y la profundización de la causa que subyace, dividiendo aún más a los seguidores de la corriente obradorista de sus adversarios, a quienes de manera burda se tilda de conservadores, antipatriotas y retardatarios, sean quienes sean.

El don de la procacidad

Imposible separar la procacidad y la exageración de la sátira, pues son sus valiosos recursos. Aunque también la sátira reclama verosimilitud. “Perdone usted la palabra”, escuché hace años decir a don Concho, un campesino zacatecano, cuando le fue imposible dar con otra manera de decir “ombligo”. Ese recuerdo taladra mi mente cuando oigo hablar a todos los personajes de Estrada, lo mismo a los niños que a la abuela Pascuala. Esa habla desparpajada denota chilanguismo y una visión desfasada. Justamente, predomina en la que los chilangos llaman “provincia” la tendencia a usar el eufemismo reduciendo, incluso, lo duro y mal sonante a la pausa, cuando no al silencio.

Una segunda veta procaz es la de mear o cagar con desembarazo, en plena calle, a manera de burla entre los suyos. Presentar esto como un rasgo propio de los pueblos resulta chocante, pues es en ellos, justamente, donde se recurre al subterfugio para aludir a esos menesteres básicos. Se trata, además, de comunidades en las que los hijos hablan de usted a sus padres y aún los adultos se abstienen de ciertas conductas frente a ellos, como fumar, beber o contar chistes.

Y no quiero dejar de mencionar la crudeza que exhibe elegir a las comunidades mágicas de Potrero y Real de Catorce como sucias, representadas por un hombre que defeca sin pudor alguno a un lado de la carretera o presentadas como sitios llenos de basura. Para los pobladores de esos sitios históricos que conservan a manera de tesoro sus ruinas y su acueducto, sus bocaminas y su estación del ferrocarril, el servir de escenario para la película de un célebre director debió ser motivo de orgullo.

Reflejar o refractar, el poder del espejo

Que una obra mantenga su vigencia, pese al tiempo, deriva de que aquellos a quienes alude se reconozcan en ella y que el resto de los espectadores no se sientan como si estuviesen viendo un montaje museográfico en el que sólo esperaban una secuencia de escenas en pantalla.

Una de las escenas más poderosas de la película es cuando la familia se acomoda bajo el reloj de la fachada de la derruida casa familiar y se toma una fotografía. La foto obtenida capta la esencia crítica de la cinta, una familia dividida. Y ése es el espejo cruel, las desigualdades que pasan por esa estructura familiar, plagada de odios, envidia, secretos, mugre, infidelidad, traición. Al presentar a los suyos, Rosendo, padre de Pancho, que vuelve al pueblo después de muchos años, lo que vemos los espectadores es México. Dolores es la madre, sufrida y resignada mientras no le tocan las fibras que la mueven a sacar el cuchillo. Rosendito, el primogénito, moldeado a imagen del padre y un típico “bueno para nada”. La Mocha, que, sin embargo, se tiró al maestro, ahora no se sabe si idiotizado por las drogas o alcoholizado… Y qué distante parece ese cuadro naturalista hasta la exacerbación de esa otra visión que percibe a la familia como el engrudo de la sociedad mexicana. Así, nos quedamos con la pregunta de si la familia es el infierno o el paraíso y el pueblo su punto neurálgico o el agujero maldito del que se vuelve imposible salir.

Cierro con otra cita de Elena Garro, de cuando la también escritora María Luisa Mendoza la retó a jugar a recordar el porvenir haciendo un ejercicio de reflexión acerca de lo que serían sus personajes “si caminaran nuestras fechas y nuestros inviernos…”. Así expuso Elena lo que serían, en su opinión, los mexicanos (ya en 1964, fecha del texto que dio pie a estas palabras). “Los Moncada” —dijo refiriéndose a los hijos de la familia protagónica de Los recuerdos del porvenir— “son los jóvenes mexicanos a los que no les permitimos ser científicos, marineros, investigadores, héroes, en una palabra; los que nada más pueden ser médicos, abogados, arquitectos para estar apegados al erario. Ellos abundan ahora, los hay por miles… dirían que todo sigue igual y tendrían que volver a morir y de la misma muerte”.2 ®

Notas

1. Patricia Rosas Lopátegui, Diálogos con Elena Garro. Entrevistas y otros textos. México: Gedisa, vol. 1, p. 181.
2. Patricia Rosas Lopátegui, Diálogos con Elena Garro. Entrevistas y otros textos, p. 184.

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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