Si nuestros empresarios, políticos e intelectuales liberales han de presentar una alternativa coherente y respetable al populismo desbocado deben empezar por reconocer que su ideología tiene límites y que la riqueza que ostentan como suya propia es producto de muchos esfuerzos.
Nuestras soluciones deben ser agitadas para que no cristalicen en sistemas.
—Nicolás Gómez Dávila.
La torcida, inepta e irresponsable política del presidente López Obrador parece estar provocando nostalgia por la gestión de los gobiernos de los últimos sexenios, nostalgia que entraña la ilusión de que es deseable restaurarla. Debe decirse inmediatamente que mientras la oposición no presente una alternativa coherente sus ilusiones ocuparán el vacío programático y se estrellarán contra la nueva realidad.
La nueva realidad es el repudio universal a las políticas económicas liberales o neoliberales, repudio capturado por líderes demagógicos personalistas que no sólo imponen políticas económicas inviables, sino que asedian a las instituciones democráticas para torcerlas y ponerlas al servicio de sus ambiciones de poder. Hay que distinguir, pues, la efectiva transformación del mundo de las acciones que lo conducen hacia la esterilidad o el despeñadero.
La transformación del mundo es una reacción de protección de naciones y sectores mayoritarios y marginales de la sociedad ante los excesos de las políticas económicas liberales: concentración extrema de la riqueza, desigualdad abismal, explotación laboral, marginación y desesperanza de regiones enteras, debilitamiento de los Estados nacionales, sustitución de la racionalidad económica por las ganancias financieras, captura de las instituciones públicas por intereses económicos particulares y encumbramiento de burocracias técnicas que imponen decisiones sobre el consenso democrático.
Estas políticas están muy desprestigiadas pero sobreviven por inercia en tensa coexistencia con las políticas populistas. Como suele ocurrir en situaciones de equilibrio inestable, el hilo podría romperse por lo más delgado, bien por insurrecciones populares violentas, guerras por reforzamiento de fronteras y recursos naturales, crisis financieras de países y empresas, errores de cálculo político y militar, desastres naturales, o una combinación de todo esto.
No parece que las oposiciones liberales estén pensando en estos riesgos mayúsculos, menos en cómo enfrentarlos. La abanderada de la oposición en México sólo ha ofrecido buena fe, simpatía y una supuesta preparación que no se ha visto traducida en ideas de gobierno practicables. En caso de que ganara la presidencia, las ideas y los intereses neoliberales coparían sus buenas intenciones. Por todo lo anterior, y por la velocidad del calendario político, hay que insistir en las fallas del liberalismo o neoliberalismo para corregirlas antes de que sea tarde.
La abanderada de la oposición en México sólo ha ofrecido buena fe, simpatía y una supuesta preparación que no se ha visto traducida en ideas de gobierno practicables. En caso de que ganara la presidencia, las ideas y los intereses neoliberales coparían sus buenas intenciones.
Como doctrina, la gran falla del liberalismo es su incapacidad para verse a sí mismo como producto histórico sujeto a contingencias, como todas las doctrinas. No asimila que las condiciones históricas que lo hacen viable pueden cambiar, menos que esas condiciones sean producto de su propia hegemonía. Tiende a ver las malas consecuencias de su propia práctica como paréntesis históricos o como pesadillas, no como lo que son: desenlaces catastróficos inevitables.
La ceguera del liberalismo tiene que ver con su propia definición como cuerpo de derechos universales naturales, que parecen evidentes por sí mismos. ¿Quién reprobaría las libertades individuales, la igualdad ante la ley y los derechos humanos? Aun los dictadores suelen afirmar que los respetan. En cuanto a la operación de estos principios en la práctica, está claro que favorecen más a la gente de medios económicos y relaciones familiares y sociales convenientes que a la mayoría de la población.
En condiciones de crisis económicas y políticas mayúsculas el liberalismo tiende a reaccionar protegiendo en primer lugar los derechos considerados naturales, es decir, los derechos económicos de individuos y corporaciones económicas y financieras. El caso clásico es el ascenso del nazismo en la Alemania de Weimar, que se montó en la reacción popular a las severas condiciones impuestas al país como reparaciones de la Gran Guerra (1914–1918). El liberalismo inglés protegió sus “derechos naturales”, es decir, sus intereses económicos, negándose a ver que estaba conduciendo a Europa a una nueva guerra mundial.
Esta idea confunde riqueza con propiedad privada y está muy extendida y es constantemente alimentada por los medios de comunicación que celebran a los hombres y mujeres más ricos y a los más creativos o innovadores, proyectando su ejemplo al resto de la sociedad que no tiene ni tendrá jamás las ventajas que ellos tienen.
Montesquieu tuvo razón al exigir a los partidos liberales que expusieran sus intereses porque lo que acostumbraban exhibir era un conjunto de buenos sentimientos —sentimientos envueltos en un manto de hipocresía, hay que decir. La hipocresía brota de la vena naturalista del liberalismo: el supuesto de que los derechos universales que proclama son inherentes al individuo y que, por tanto, son sagrados.
El individualismo naturalista del liberalismo está relacionado con el supuesto de que la riqueza económica es individual, no producto social en cuya creación participan muchas personas y procesos. Esta idea confunde riqueza con propiedad privada y está muy extendida y es constantemente alimentada por los medios de comunicación que celebran a los hombres y mujeres más ricos y a los más creativos o innovadores, proyectando su ejemplo al resto de la sociedad que no tiene ni tendrá jamás las ventajas que ellos tienen.
El caso más flagrante en los últimos tiempos es la alabanza de los innovadores tecnológicos, a quienes se atribuyen logros que no habrían sido posibles sin el desarrollo de la tecnología militar y espacial financiada con gasto público. Lo mismo puede decirse de la biotecnología y la medicina, cuyos logros se atribuyen a los grandes laboratorios privados, ignorando a los laboratorios y a las investigaciones universitarias financiadas con dinero público.
Confrontados con estos hechos, los publicistas liberales tremolan su último argumento: que la humanidad no había conocido tanto progreso y que la pobreza no había disminuido tanto como en los últimos doscientos años de desarrollo del capitalismo liberal. Se van gruesos en el redondeo: no ven que las mejoras de los trabajadores han costado sangre, sudor y lágrimas en innumerables luchas contra la implacable lógica económica capitalista.
Si nuestros empresarios, políticos e intelectuales liberales han de presentar una alternativa coherente y respetable al populismo desbocado deben empezar por reconocer que su ideología tiene límites y que la riqueza que ostentan como suya propia es producto de muchos esfuerzos, los cuales deben ser retribuidos con justicia y generosidad. ®