La supernova SN1604 o supernova de Kepler apareció en el momento y lugar de mayor efervescencia astrológica que podía existir, causando la más grande convulsión y ajetreo que cualquier evento astronómico haya generado en la historia.
SN 1604
En diciembre de 1603 Júpiter y Saturno se encontraban en el cielo, en la más rara de todas las conjunciones planetarias posibles, algo que ocurre cada veinte años. Sin embargo, en casi 780 años esta conjunción volvía a iniciarse en el trígono —grupo de constelaciones— asociado al fuego: la constelación de Sagitario/Ofiuco. A principios de octubre del 1604 Júpiter había rebasado a Saturno y ambos, en el pie del Ofiuco, habían sido alcanzados por Marte.
La noche del 8 de octubre de 1604, en el mismo sitio donde Júpiter, Saturno y Marte estaban en conjunción, una estrella nueva empezó a arder, con un brillo tan intenso que incluso se vio de día durante las siguientes tres semanas.
Lodovico delle Colombe (Florencia, 1565–1623), desde el norte de Italia, fue el primero en descubrirla, el 9 de octubre. Este filósofo aristotélico argumentó que la estrella no era nueva, siempre había existido pero nadie la había notado (sus argumentos fueron publicados en 1606 y objetados por Galileo unos meses después). Galileo Galilei, bajo el seudónimo de Alimberto Mauri, criticó estos comentarios, lo que le costaría muy caro más adelante.
Para Kepler todo era muy claro: Dios Padre (el planeta Saturno) anunciaba a los reyes magos (el planeta Júpiter) a través de una stella nova que su hijo nacía en Palestina, la tierra de los judíos (simbolizados en la constelación de Piscis). Es importante aclarar que no existe ningún registro histórico de alguna supernova o fenómeno astronómico semejante, excepto la conjunción planetaria entre Júpiter y Saturno, ocurrido en esas fechas. Johannes Kepler publicó sus observaciones y conclusiones en 1606 en De Stella nova in pede Serpentarii.
Según las Escrituras, la estrella que avisó a los Reyes Magos del nacimiento de Cristo sólo aparece en el evangelio de Mateo (2, 1–2) y no así en Lucas, quien también trató el tema de la natividad de Jesús. Las raíces bíblicas de la Estrella de Belén están en el Antiguo Testamento. En el libro de los Números se narra que Balaam o Balaán, un pagano con dotes de vidente, profetizó que “una estrella saldría de Jacob, anunciando que un cetro se levantaría en Israel para aplastar las sienes de Moab y derrumbar a los hijos de Set” (Números 24, 17).
Moab era un reino al este del Mar Muerto, habitado por los moabitas o “los hijos de Set” (Set fue el tercer hijo de Adán y Eva, nacido después de la muerte de Abel. Supuestamente Set murió a los 912 años de edad), con quienes los hebreos, al salir del cautiverio en Egipto, tuvieron muchas diferencias y guerras. En una de tantas, el rey moabita Balac pidió a Balaam o Balaán que maldijera a los hebreos y a su nación Israel (Nu 22, 5–24, 25). En su lugar, Balaam, inspirado por Yahvé, los bendijo y profetizó que una estrella nueva aparecería en los cielos anunciando la caída del reino de Moab.
Los evangelios apócrifos del pseudo Mateo y el protoevangelio de Santiago (21, 2–3) aún ofrecen más detalles de la Epifanía o la visita de los Reyes. Escritos a mediados o finales del siglo II d.C. y dedicados a la infancia de la Virgen María y de Jesús, narran que los Reyes Magos dijeron a Herodes que “Observaron aparecer una estrella extremadamente grande, cuya luz y brillo fue capaz de eclipsar a todas las demás, y con ello reconocieron que un rey había nacido en Israel” (prot Sant. 21, 2).
Explicación: El retablo muestra por un lado la Presentación de María en el Templo, según el protoevangelio de Santiago (Pr Santiago 7, 2 hasta 8, 1). En el marco externo, a la derecha, están Joaquín y Ana, padres de María; a la izquierda los padres de Juan el Bautista, Zacarías y Elizabeth. Arriba están los retratos de Jeremías, Daniel, Isaías, Moisés y Aarón; todos ellos personajes que aluden o se relacionan con María en el Antiguo Testamento.
En el lado opuesto del retablo, al centro, está “María del arbusto o de la zarza ardiente”, inspirado en el relato de Moisés y la zarza ardiente. Los rostros en el sudario simbolizan astros girando alrededor del Sol que representa a Cristo como la cabeza coronada en el pecho de María. Alrededor de María están los cuatro evangelistas y ocho ángeles. Estos últimos representan los elementos naturales y los dones del Espíritu Santo.
Los dibujos en las esquinas son las visiones proféticas de Moisés (esquina superior izquierda); Isaías (esquina superior derecha); Ezequiel (esquina inferior izquierda) y Jacob (esquina inferior derecha).
El zar Boris Godunov (Viazma, c. 1551–1605) mandó hacer el retablo como regalo a la iglesia de Jerusalén. Éste se mostraba durante la fiesta de la Presentación de María en el Templo, celebraba el 21 de noviembre, y en el día de Moisés, el 4 de septiembre.
La palabra mago nació entre los siglos VI y V a.C. en el imperio medo para designar una casta de intelectuales practicantes de diferentes técnicas de adivinación, interpretación de sueños y comunicación con los difuntos. En el zoroastrismo los magos se convirtieron en maestros, astrólogos y sacerdotes. Ya en los siglos I y II d.C. el cristianismo asoció la palabra mago con sabios astrólogos paganos venidos del Oriente. La alusión al “rey mago” apareció en el siglo III. Uno de sus orígenes es el salmo 72:
que los reyes de Tarsis y de las costas lejanas le paguen tributo. Que los reyes de Arabia y Saba le traigan tributo, que todos los reyes le rindan homenaje y lo sirvan todas las naciones … Por ello que viva largamente y le regalen oro de Arabia, orando por él sin cesar y bendiciéndolo todo el día (Salmo 72, 10–15).
El estatus de “rey” intentó contrarrestar la imagen pagana y peyorativa de mago y dar ejemplo de cómo pueblos ajenos al judaísmo también reconocían en Jesús al verdadero mesías. ®
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