El linaje

Inspirado en una historia real

Los reyes de España visitarían Cabo y solamente unos pocos privilegiados serían invitados a la recepción. Lo que pasó es una historia de película…

Tiara de diamantes. Cortesía de Amazon.

Antes de terminar de leer la carta Mariana Godoy lanzó un agudo chillido. Había sido invitada, junto a un grupo selecto de la sociedad cabeña, a una reunión en el yate Stargate. Los Rivero del Castillo, una de las familias más prominentes de Cabo, había organizado una fiesta en honor a don Felipe, el entonces príncipe de Asturias, y, por supuesto, a la hermosa princesa Letizia. Mariana dejó la invitación sobre el buró y llamó a su íntima amiga, Fátima Limantour, para saber si ella y su marido también habían sido invitados.

Fátima revisaba uno por uno los ganchos del clóset cuando escuchó el teléfono. Al reconocer la voz de su amiga se encaminó con el inalámbrico hacia el balcón. El viento que arreciaba sobre el Mar de Cortés alborotaba sus mechas rubias; aun así, se recargó en el barandal para afinar con Mariana los detalles del guardarropa. Miró con desaprobación el vestido que llevaba entre las manos; ninguna de las dos tenía un atuendo adecuado para conocer al príncipe. Viajarían a San Diego para comprar vestidos, zapatos y bolsas que hicieran juego.

Carlos Villafranca y Enrique Lascuráin jugaban al golf cuando recibieron llamadas simultáneas de sus mujeres para contar sobre la real invitación. El comunicado, además de solicitar a los caballeros vestir de etiqueta el día de la reunión, los instaba, conforme al protocolo real, a ver TVE —las noticias de la Madre Patria transmitidas a medianoche— al menos tres días previos al evento.

Mariana Godoy sonrió tras releer la invitación. Había una pequeña nota al final, quizás escrita para ella y que omitió comentar con su amiga. Sugería a las mujeres con linaje real portar una tiara. El antepasado real de Mariana se remontaba al siglo XVIII; a su tátara–tátara abuelo, don Manuel Godoy, a quien se le había adjudicado la paternidad de la mayoría de los hijos de María Luisa de Parma, casada con el príncipe de Asturias, Carlos de Borbón. Según las investigaciones, amante y cornudo fueron buenos amigos.

Resentida por las exclusiones sufridas tras su divorcio, Mariana consideró que ésta era la oportunidad de mostrarle a sus amigos quién era ella. El único problema era que no tenía una tiara ni el dinero para comprarla. Imaginó la envidia que sentirían sus amigas al ver a los fotógrafos de la revista ¡Hola! solicitar su presencia —y no la de ellas— para ser retratada junto a la pareja real. Tenía que resolver el asunto de la tiara; había una sola persona en toda la ciudad que la podía ayudar.

Mariana Godoy se animó a contarle de la invitación a pasar una velada con los príncipes. La primera reacción del gobernador fue de indignación. ¿Cómo no lo invitaron a él, que representaba al Estado?

El gobernador estaba en junta con unos estadounidenses, representantes de una compañía minera que pretendía explotar oro a cielo abierto en los yacimientos del sur de la península, cuando sonó su teléfono celular. Era Marianita Godoy, tan bonita ella; recordó las piernas largas y firmes, el pelo color castaño claro, las … mientras jugaba con su bigote. Siempre le había gustado la Godoy. Quería cenar con él esa noche para proponerle un negocio que beneficiaría a la península. ¿Cómo negarse a Marianita? Por supuesto que la atendería, con la condición de que lo dejara invitar.

Cenaron en el restaurante más caro de la ciudad, uno con vista al Arco del Finisterra. Entre un whisky y otro, Mariana Godoy se animó a contarle de la invitación a pasar una velada con los príncipes. La primera reacción del gobernador fue de indignación. ¿Cómo no lo invitaron a él, que representaba al Estado? Mariana lo trató de calmar con voz suave; explicó que sólo un grupo muy selecto de personas que por linaje mantenía cierta relación con la familia real había sido requerido. Posó la mano dorada por el sol sobre el antebrazo grueso y moreno del gobernador y le prometió tratar de interesar a la pareja real en la península, ¿quién quita y se inicia un intercambio cultural y económico entre España y Baja California? Ya habría otras oportunidades para conocerlos. El gobernador comenzó a tranquilizarse, ¡qué bien se sentía al lado de Marianita Godoy!, como si él también fuera parte de ese grupo selecto al que se refería.

Al terminar de comer el plato fuerte la cara de Mariana se entristeció. El gobernador le preguntó qué le sucedía. Ella confesó sentir angustia por no contar con una tiara de brillantes. No se preocupe, Marianita, que con unas llamadas se arregla todo. El gobernador la tomó de la mano y la apretó fuerte contra su panza para que sintiera su solidaridad.

Al día siguiente el Sángüiz Lambada, adicto al Playstation, jugabaen su cuarto de entretenimiento cuando su achichincle le trajo el teléfono. Era el gobernador de Baja California Sur. El Sángüiz puso a un lado la consola y escuchó la bocina.

Marianita se veía radiante. Lo malo era que el favor de la tiara se lo iban a cobrar muy caro. La miró toda la cena e hizo que le sirvieran muchas copas de vino. Cada vez que la Godoy se acercaba al paquete el gobernador lo movía a un lado y aprovechaba para toquetearle la cintura, la espalda baja, la cresta de las nalgas.

—Ajá, ajá, ¿y qué chingados es una tiara? Este pendejo anda tras unas faldas que le van a costar muy caras —le dijo el Sángüiz a su achichincle, tapando la bocina del teléfono—. Está bien, gober, yo se la consigo, pero me va cerrando el trato con los gringos de la mina; al diablo con los ambientalistas.

La tiara llegó tres días después en el jet privado del Sángüiz. El chofer del gobernador pasó al aeropuerto por ella, luego recogió a Mariana Godoy y la llevó a la leonera del político. Era de noche. El gobernador recibió el paquete de manos del chofer y después saludó a Mariana. La invitó a pasar al jardín trasero donde había una mesa puesta; el chef había preparado langosta. El mesero les sirvió vino blanco y el violinista tocaba una canción de Armando Manzanero. Marianita se veía radiante. Lo malo era que el favor de la tiara se lo iban a cobrar muy caro. La miró toda la cena e hizo que le sirvieran muchas copas de vino. Cada vez que la Godoy se acercaba al paquete el gobernador lo movía a un lado y aprovechaba para toquetearle la cintura, la espalda baja, la cresta de las nalgas. Mariana Godoy despidió al violinista y al mesero. Nada se interpondría entre la tiara y ella, ni siquiera la fealdad del gobernador.

Finalmente llegó el día, las damas lucieron sus mejores galas: vestido, zapatos y bolsa coordinados; joyas impecables y de buen gusto. Los estoicos caballeros de esmoquin disimularon los ríos de sudor que corrían bajo sus axilas. Mariana Godoy hizo una entrada triunfal al yate de los Rivero del Castillo. Todos los ojos se posaron sobre ella, que con su vestido blanco parecía un ángel. Es una joya familiar, le respondió con orgullo a la Lascuráin cuando preguntó por su tiara. Una ráfaga de viento despeinó los tocados de las mujeres y enfrió el sudor de sus ojerosos maridos, ahora expertos en noticias españolas. La champaña, los canapés de caviar y la ilusión de ver a la realeza volvían tolerables las incomodidades. Media hora después el capitán del yate salió a saludar a los selectos invitados y comunicó que los Rivero del Castillo venían en camino del aeropuerto con la pareja real; les sugirió salir a la calle que desembocaba en la Marina para recibir a sus majestades.

A lo lejos se alcanzaba a ver una limusina blanca. Los invitados comenzaron a sentirse eufóricos, algunos comenzaron a aplaudir, otros a saltar y a emitir incontenibles clamores. El quemacocos de la limusina se abrió y la distinguida pareja salió a saludar con un gentil movimiento de manos. La concurrencia no sabía si elevar los brazos para mostrar su entusiasmo o si debía inclinarse en reverencia. Los príncipes lucían un poco rígidos.

¿Estarían nerviosos o así será la realeza?, se preguntó Fátima. Pronto llegarían los paparazzi, pensó Mariana Godoy.

Cuando se acercó la limusina los Rivero del Castillo se quitaron las máscaras de la cara y voltearon a ver los semblantes petrificados de sus invitados. Arrojaron a sus pies las caretas del príncipe de Asturias y de la princesa Letizia compradas en Madrid durante las vacaciones de verano. De un arrancón desaparecieron por la oscura carretera.

Mariana Godoy alcanzó a oír sus risas, pero no terminó de entender lo que sucedía. Todos voltearon a ver al capitán, quien desde el barco comenzó a reír.

Estos pendejos se creyeron que a la realeza le interesa conocerlos, dijo el capitán, entre dientes, a uno de los marineros.

Vaya broma, se limitó a decir a los invitados con gran compostura.

Los hombres se desanudaron los moños y maldijeron a sus anfitriones, las mujeres se quitaron con lentitud los pesados aretes de las orejas. Carlos Villafranca bostezó y mencionó que ya sabía que se trataba de una broma. Mariana Godoy tiró la tiara de brillantes al piso, estuvo a punto de patearla con todas sus fuerzas, pero lo pensó dos veces y decidió levantarla.

Al día siguiente, pese a los reclamos de los ambientalistas, se firmaron los permisos que dieron marcha a la mina de oro a cielo abierto. ®

—San José del Cabo, 2008

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Publicado en: Narrativa

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