Llamada de auxilio

Y Las Chepinas

En estos relatos la autora trae a la memoria la historia de las Chepinas, dos entrañables ancianas solteronas, amantes del piano, los vinos y el tabaco, y el recuerdo de una noche angustiosa pues el marido no llegaba, hasta que apareció ebrio y con la camisa manchada de colorete…

La dama y el borracho, de la lotería mexicana.

Llamada de auxilio

Una noche nos levantamos Laura y yo asustadas al escuchar gritos y llantos que provenían de la sala. Con temor, y sin hacer ruido, nos acercamos a la puerta y entonces se oyeron más fuertes los insultos que se gritaban el uno al otro. Vimos a mi mamá parada detrás de la cantina con un pico metálico en la mano, de ésos que se usan para hacer la mezcla de cemento en el cajón del albañil, mientras mi papá, a prudente distancia, con expresión de ira en la cara, le decía que soltara eso y que le iba a poner una buena golpiza.

Hace poco tiempo, muchos años después de ese incidente, me contó mi mamá —riendo— el motivo del pleito.

—Sí, me acuerdo muy bien lo que pasó esa vez —dijo—, era un viernes en la noche. Normalmente tu papá llegaba después de cerrar la mueblería, como a eso de las ocho, pero esta vez eran ya las diez y no llegaba. Les di de cenar a ustedes, los llevé a acostar y se durmieron. Yo no me podía dormir, estaba muy preocupada, pero también a ratos sentía mucho coraje. Qué tal que anda de parranda, me lo imaginaba… él tan a gusto y yo aquí preocupada. Pero también pensaba ¿y si le pasó algo malo, si tuvo un accidente y está en la Cruz Roja? Dieron las once, las doce y nada… Por más que trataba de tranquilizarme y no pensar en eso, no podía.

”Así pasó el tiempo, la una, las dos y las tres de la mañana, yo dando vueltas en la cama sin poder dormir y sin decidirme a llamar a ningún lugar para averiguar si había tenido un accidente —pensaba—. No, lo más seguro es que no es eso, porque las malas noticias siempre llegan rápido.

”En eso escuché el motor de la camioneta vieja que teníamos, que se venía acercando desde Pino Suárez, dos cuadras antes de nuestra calle. Conocía perfectamente el sonido de ese motor y  ya nada más de escucharlo me calmé. Paré el oído y esperé a que abriera el portón y se metiera al zaguán. Apagó el motor, abrió la puerta que rechinaba al abrir y cerrar y por la manera torpe en que se encaminó hacia la puerta de la sala me di cuenta de que venía tomado. Me quedé acostada, haciéndome la dormida, con todas las luces apagadas.

”Cuando entró al cuarto intentó no hacer ruido y se acercó muy despacio a darme un beso. En eso prendí la lámpara del buró y ¡que lo voy viendo, con la camisa nuevecita, la única que tenía para presumir, toda manchada de colorete rojo por todos lados!

No dije nada, sólo me levanté, agarré la camisa, me dirigí al pasillo en donde estaba el bóiler, afuera del baño, la hice bolita y la metí para que se quemara. ¡Yo no se la iba a lavar, ni de loca! —se rio—.

”Estaba tan borracho que ni siquiera se había dado cuenta de que traía la camisa manchada. ¡Toda la preocupación que había sentido se me fue y sentí un coraje del tamaño del mundo! Pero hice como que me volvía a dormir. Me esperé a que se desvistiera. No dije nada, sólo me levanté, agarré la camisa, me dirigí al pasillo en donde estaba el bóiler, afuera del baño, la hice bolita y la metí para que se quemara. ¡Yo no se la iba a lavar, ni de loca! —se rio—. Entonces tu papá, furioso, a manotazos trató de sacar la camisa del boiler, ahí sí se le bajó la borrachera, pero no pudo, porque ya se había prendido totalmente.

”Volteó a verme con tantísimo coraje que intentó pegarme, pero yo corrí por la sala hasta el zaguán, en donde habían dejado los albañiles sus cosas, porque andaban poniendo el piso del patio de atrás. Agarré un pico de fierro y lo amenacé. Sabía que si dejaba que me golpeara una primera vez me iba a seguir atizando toda la vida, ¡y por nada del mundo se lo iba a permitir!, suficiente había tenido ya de niña, con Manina y su violencia, que me ponía unas golpizas de perro bailarín, para dejarme ahora. ¡Eso no iba a volver a pasar!

”La verdad, sí sentí miedo, vi su cara con una expresión de ira y sé que hubiera sido capaz de matarme. Pero no me dejé, me parapeté detrás de la cantina y desde allí lo amenacé, que no se me acercara, porque el que iba a salir mal era él. Me gritaba fuerte y yo le contestaba todavía más recio. No podía dejar que se diera cuenta que le tenía miedo.

”No se atrevió, yo estaba decidida a soltarle un ramalazo con toda mi alma, así que prefirió detenerse y en eso llegó tu tía Elena, que ustedes le habían hablado por teléfono para pedirle auxilio porque se habían asustado mucho al vernos pelear. Casi nos tumba la puerta de lo fuerte que tocó, seguro porque oyó los gritos y pensó que sólo así la íbamos a escuchar.

”Tu papá fue a abrirle y ella empezó a regañarnos. Nachito y Lola, ¿cómo es posible que hagan esto, y que asusten a los niños? No es posible que sean sus niñas las que tengan más sensatez que ustedes, dijo.

”Yo le platiqué lo que había pasado y entonces regañó más a Nachito. Le explicó que estaba mal que fuera parrandero y que anduviera con otras mujeres, que ya debía madurar, era un hombre casado y debía tomar más en serio sus responsabilidades de esposo y padre de familia.

”Nachito se portó mansito con ella, como siempre que lo regañaba. Entonces nos calmamos todos y nos fuimos a dormir.

—¡Qué barbaridad, cuánto circo, ¿verdad? —dijo— y se rio de buena gana al recordar una de sus hazañas más memorables.

Las Chepinas

A eso de las dos de la tarde sonó el timbre de la puerta. Era mi hermano, venía cargando una pesada caja de cartón con su brazo izquierdo, lo que lo hacía caminar inclinado hacia el lado opuesto. Sabía que mi mamá me iba a enviar los libros de música y partituras sueltas que tenía guardados desde que  murió Josefina.

Entonces recordé cuando llegaron las Chepinas a mi casa por primera vez.

Recién se había muerto el último pariente que tenían y mi padre envió una camioneta a Guanaceví para traerlas a Durango y protegerlas. Sergio salió tempranito en la troca de redilas de la mueblería para ayudarlas en la mudanza. Se tardaron ocho días en revisar cada uno de los objetos que tenían, incluyendo los que sería imposible transportar. La labor de selección les despertó los recuerdos y los llantos, mientras Sergio, preocupado, le llamó a mi papá:

—Compadre, no sé cómo sacarlas de aquí, nomás no terminan de llorar de acordarse de todas las historias, ni siquiera han empezado a hacer la maleta.
—No te preocupes, compadre —le dijo mi papá—, que se tomen todo el tiempo que necesiten.

Por fin empacaron algunas de sus preciosidades tejidas, fotografías antiguas y juegos de té de porcelana que  seguramente eran más antiguos que ellas, libros de agricultura, horticultura, poesía y varios otros con instrucciones detalladas de puntadas para tejer, como el frivolité, que nunca en mi vida había visto. Por supuesto, el piano no podía faltar.

Llegaron a la casa al atardecer, con una pequeña maleta cada una, de esas antiguas, hechas con una especie de cartón duro color beige y una única cerradura dorada y redonda que unía ambos lados de la petaca.

Las Chepinas, como las llamaba mi madre, eran hermanas, se llamaban Josefina y Carmen. Al principio nos fue imposible diferenciarlas. Parecían gemelas, de complexión pequeña y delgada. Pero no tardamos mucho en saber quién era quién por su modo de hablar.

Las faldas dejaban ver solamente los tobillos, que estaban cubierton con medias de algodón. Los zapatos de cuero negro y suela plana tenían cintas para amarrarse, parecidas a las que vienen en los zapatos que los niños usan para ir a la escuela.

Josefina tenía la voz ronca, portaba un ralo bigote negro y algunos pelos en la barbilla, mientras Carmen tenía un modo dulce de hablar y su cara, con menos arrugas, lucía más limpia. Vestían una falda larga cuya tela color negro trataba de alegrarse con florecitas de colores, y una blusa tejida gris. Llevaban un chal oscuro que las envolvía desde la cabeza hasta la cadera. Las faldas dejaban ver solamente los tobillos, que estaban cubierton con medias de algodón. Los zapatos de cuero negro y suela plana tenían cintas para amarrarse, parecidas a las que vienen en los zapatos que los niños usan para ir a la escuela. Su cabeza lucía la brillante blancura del cabello cada vez que se acomodaban el chal, y repasaban con la mano el peinado hacia atrás, sostenido en un chongo con una peineta de carey.

Sus caras llenas de arrugas, especialmente alrededor de los labios —pues eran fumadoras pertinaces—, se alegraron al ser recibidas por mi madre con los brazos abiertos.

—Bienvenidas, señoritas Jáquez _dijo mi madre al guiarlas hasta la sala de mi casa—. ¿Cómo les fue de viaje?

Se sentaron y con risas describieron la tortura del trayecto desde su pueblo natal hasta la capital del estado.

—Estamos molidas por todos lados —contestó Carmen—, no sabes lo largo y pesado que es el camino hasta Tepehuanes. Puras piedras y riscos tan altos y angostos que ya sentíamos que la camioneta se empinaba hacia un lado y se iba al abismo junto con nosotros.

—Sergio nomás se reía, pero lo veíamos sudar la gota gorda —dijo Josefina con una voz aguardentosa—, y luego las hondonadas y charcos que tuvimos que cruzar, porque había llovido y estaban crecidos los arroyos, hacían que toda la troca se zangoloteara como loca… ¡Ay, no sabes los apuros que pasamos!, y ahí veníamos dando de gritos —se reían—, de plano al llegar a Santiago Papasquiaro le dijimos a Sergio: Si no nos detenemos a tomar una cerveza aquí mismo nos bajamos —y soltaron la carcajada—.

—Por supuesto, esta sugerencia debe haber alegrado a Sergio, que no es nada tímido en su gusto por el alcohol —dijo mi madre, bromeando.

—Entonces nos paramos a fumar un cigarrito mientras tomamos una cerveza bien helada. ¡Qué rico nos cayó! —y se volvieron a reír, esta vez con más ganas.

—Fueron doce largas horas de tortura sentadas sintiendo el traqueteo de la troca, pero ya llegamos y estamos muy bien. Muy agradecidas con tu esposo, que mandó por nosotras —dejaron salir unas pocas lágrimas que limpiaron compartiendo un pañuelito blanco bordado que Josefina sacó de su manga derecha—. Nunca nos imaginamos cuando era niño y tomaba clases de piano con nosotras que iba a ser nuestro protector al quedar desamparadas.

Mi madre intervino.

—No crean, lo que pasa es que Nachito las necesita para que le enseñen varias canciones de música popular y sabe que no hay mejores maestras de piano que ustedes.

Se volvieron a reír y mi madre las invitó a cenar.

Mi papá puso uno de los colchones de la bodega en la sala y allí durmieron esa noche, después de tocar el piano y tomarse al hilo varias copas de oporto, con la libertad que da saber que es el vino que los sacerdotes usan para consagrar, seguro no ha de ser pecado emborracharse con él.

A la mañana siguiente, por orden de mi mamá, Laura fue a convocarlas a la mesa y se escuchó su carcajada hasta la cocina  cuando mi hermana les dijo:

—Viejitas, el desayuno está servido.

Ellas se rieron que fue un contento y a mi mamá se le cayó la cara de vergüenza.

Vivieron varios años más, primero se instalaron con todo y piano en una casita por la calle de Apartado cerca del templo Expiatorio del Sagrado Corazón de Jesús y después en la última bodega de un terreno que parecía haber sido una vecindad, el cual mi papá compró con la finalidad de tener un lugar donde guardar sus muebles más cerca de la tienda.

Tocaban el piano, comían y bebían para pasar sus días, hasta que Carmen falleció de un infarto y al poco tiempo la siguió Josefina, quien de buenas a primeras quedó muerta en la entrada de su cuarto.

Recuerdo la tarde en que fuimos a su casa a recoger sus cosas, días después de que la enterraron.
Llegamos y encontramos todo en desorden.

—Los pájaros de rapiña ya hicieron su aparición —dijo mi mamá y continuó—: Seguramente en cuanto supieron que Josefina estaba muerta llegaron, encontraron el cadáver allí tirado junto a la puerta, lo brincaron y se dirigieron al ropero, a buscar joyas antiguas y monedas de oro que creían que tenía. Pero dudo mucho que hayan encontrado algo —dijo esto último con una sonrisa de satisfacción—. Seguramente todo lo vendieron para poder darse sus gustos de tomar y fumar, nunca les faltaron los cigarros Faros y las botellas de tequila.

Las Chepinas habían sido educadas con todo el refinamiento de las mujeres de clase media alta en la década de los veinte. No por haber nacido en un pueblo perdido en las montañas eran ajenas a la cultura que venía de Europa. Leían y escribían  en francés e inglés, además de español. Sabían cocinar y hacer todo tipo de labores domésticas, pero sus mayores gracias consistían en pintar, cantar, tocar el piano, bordar los más exquisitos diseños en seda para cojines, colchas y prendas de vestir, así como tejer y coser. Se podría decir que ninguna de las tareas domésticas quedaba fuera de su pericia. Las educaban con el propósito de ser buenas amas de casa y ofrecer el marco cultural apropiado para su esposo.

Tal vez los celos de su padre les impidió casarse cuando tenían edad para hacerlo. Ya en la madurez entendieron que había sido un destino mejor que el de muchas de sus amigas y siguieron enamoradas de la música, al igual que de los vinos y el tabaco.

Lo que encontramos en su humilde cuarto fueron increíbles objetos de una manufactura preciosa, cajas de música, espejos de mano tallados en fina madera, cepillos para el cabello hechos de concha nácar, polvos de arroz traídos de Francia, que eran los únicos cosméticos que usaban. Al abrir los baúles encontramos toda clase de telas bordadas y deshiladas con el más exquisito gusto, servilletas y pañuelos pequeños con figuras de flores y pájaros, toallas decorativas para los sillones de la sala, que eran muy apreciados en aquellos tiempos.

La variedad y la delicadeza de todo lo que vi me maravilló. Recuerdo haber hecho mi primer cojín para el diván de psicoanalista con un pedazo de seda que seguramente había sido un muestrario de los tipos de deshilados que aprendieron. Tuvo el lugar de honor en mi consultorio por muchos años. Y no se diga los baúles de distintos tamaños y colores. Me han acompañado a las diferentes casas en las que he vivido y todavía ahora se maravillan las personas que los ven, porque sus diseños antiguos son ya difíciles de encontrar.

Espero que las Chepinas tengan una sonrisa en sus labios de fumadoras, ahora que pasan a formar parte de las historias en  mis relatos y que sepan cuánto les agradezco las preciosidades que por azares del destino llegaron a formar parte muy importante de los tesoros que heredé. ®

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Publicado en: Narrativa

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