En estos dos cuentos la autora pasa de la fina descripción de la preparación del café matutino al relato de la enloquecida persecución automovilística del marido infiel por parte de una esposa engañada y furiosa.
El café chiapaneco
El café de la primera hora de la mañana era un ritual sin el cual su alma se negaba a volver al cuerpo.
Lo preparaba en estado de sonambulismo.
Abría el cajón, metía la mano hasta sentir el bulto de granos de café, lo apretaba dos veces aguzando el olfato. Una vez reconocido el aroma tomaba el bulto y lo dejaba sobre la mesa, esperando. Entonces se dirigía a la cafetera y comprobaba que el colador estuviera limpio y en su sitio. Si había olvidado lavarlo la tarde anterior le daba un pasón rápido bajo el chorro del agua, lo sacudía tres veces y se contentaba. No le importaba usar jabón. Para él eran suficiente limpieza esas tres sacudidas. Luego de colocar el colador en su sitio en la cafetera tomaba su taza de siempre, ésa que estaba manchada con los restos del café bebido por años, y abría el grifo del agua para llenarla, enfocando su atención en el sonido que provocaba al ir subiendo de nivel. Nunca se equivocaba, su oído sabía cuando la taza estaba llena a la altura deseada. Una vez vaciado el líquido en la cafetera repetía la operación. En este punto volvía su atención a la bolsa de café que pacientemente lo esperaba. Hundía una generosa cuchara de medir en su profundidad y sentía la suavidad con la que se deslizaba, empezando en este punto a despertar por el placer del olor que reventaba gustoso en sus células olfativas.
Servía dos veces la misma cantidad, colocaba el colador en su sitio y presionaba el botón de encendido.
Entonces se sentaba a esperar, escuchando el bullicio del agua jugando con los granos de café y percibiendo los vapores que iban llenando su minúscula cocina. Su alma empezaba a regresar atraída por tan irresistible invitación y de plano se instalaba de nuevo en su cuerpo cuando bebía el primer sorbo aromático y caliente de café chiapaneco.
Alumbrado navideño
Aquella noche no había nada que hacer, era sábado y estaba de visita en casa de mi madre, por las vacaciones navideñas. Había oscurecido y mis hermanos menores —como de costumbre— veían la tele después de cenar.
Mi madre y yo habíamos pasado todo el día juntas, haciendo el mandado, cocinando y, como era natural, platicando extensamente acerca de los problemas con mi padre que, finalmente, desembocaron en la separación. Digo que era natural porque, viéndolo bien, no había otro tema de conversación con ella que no fueran las andanzas de mi padre con otras mujeres, su tristeza, sus celos y su desesperación.
La última noticia era que mi padre andaba de novio —sin escrúpulo alguno— con Gina, una media hermana de mi madre, con la cual ella no convivió porque, cuando era muy pequeña, su padre abandonó a mi abuela y tuvo más hijos con otras mujeres.
Mi madre tuvo solamente medios hermanos, cuatro por parte de su madre, con los cuales creció y por lo tanto los consideraba hermanos, y otros tantos por parte de su padre, a los que en realidad no trató en absoluto. Gina era una de ellos y debía ser más o menos de mi edad.
Al terminar de cenar me invitó a dar un paseo por el centro de la ciudad para disfrutar del alumbrado navideño.
Entre risas, corrimos hacia la camioneta porque empezó una llovizna leve con vientos fríos totalmente inusual en estas fechas. Me pareció deliciosamente fresca y con placer inhalé profundamente el aroma a tierra mojada que tanto me gusta.
Dos avenidas principales cruzan la ciudad de oriente a poniente. En una de ellas, llamada Cinco de Febrero, se ubica mi casa y el negocio de mi papá. Mi madre manejaba relajada y tranquila, pasamos por el frente de la mueblería y vimos a don José, el velador, dormido, como de costumbre.
En esa cuadra donde se encuentra la mueblería empieza la zona comercial.
Me encantó ver los aparadores, las vitrinas llenas de coronas navideñas, foquitos de colores y decoraciones de todo tipo, alegrando las calles. Esa noche había dos o tres anuncios luminosos, por cuadra, en forma de veladoras rodeadas de flores de nochebuena. Recordé el placer tantas veces repetido de mirar a través de los aparadores de la dulcería de los Shcroeder, las fuentes con mazapanes de almendra en forma de frutas de colores y de darnos el gusto de comprar una bolsita de cien gramos de dulces, mínimo una vez por semana.
Todo estaba cerrado porque era tarde, y la lluvia, contra lo esperado, había arreciado impidiéndonos ver con claridad a través del parabrisas.
Al llegar al crucero donde empieza la plaza de armas vimos de repente el coche de mi padre, un Grand Marquis tinto, en el que iba con Gina sentada casi en sus piernas y una amiga de ella junto a la ventana. Mi papá manejaba plácidamente, como si fuera domingo, mientras los parabrisas se agitaban a toda velocidad.
Nosotros estábamos esperando la luz verde para continuar cuando se percató de que lo vimos. Entonces pisó el acelerador y trató de perdernos dando vueltas por las calles oscuras que se ubican detrás de la catedral.
La reacción de mi madre no se hizo esperar, su ira se convirtió en una ola que retumbó sobre la iglesia principal y los edificios circunvecinos arrasando todo al mismo tiempo que los rayos y truenos de la tormenta presagiaban tragedia. Una y otra vuelta rápida e intempestiva del Grand Marquis no intimidó a mi madre, quien, lejos de sentir temor, se llenó de adrenalina y se lanzó tras él como un halcón tras su presa. Lo perseguimos a toda velocidad, mi madre pegada al claxon, gritando que se detuviera, que no fuera marica, mientras él aceleraba todavía más, seguramente pensando que ella no se atrevería a seguirlo a esa velocidad.
Pero no fue así.
Empezamos a volar por las calles sin respetar preferencias y sin hacer alto en los cruceros. Aterrorizada, me di cuenta de que no tardaríamos en chocar a toda velocidad, matando a algún inocente y de seguro también a nosotros. Imaginé la muerte gustosa burlándose de mí, sentada a un lado mío…
Dimos varias vueltas manejando frenéticamente, le dije a mi madre: Cálmese, déjelo ir, no tiene caso hacer esto, pero ella no escuchaba. Bajé el vidrio y saqué medio cuerpo por la ventana para gritarle a mi papá: ¡Deténgase!, pero no hubo resultado, seguimos recorriendo muchas calles hasta que, finalmente, fue él quien tuvo más cordura y se detuvo frente a la Plaza de Armas, muy cerca de la escuela de música, donde había varios muchachos que parecían estudiantes.
Nos bajamos. Yo, mojada, temblando de pies a cabeza, sospecho que más por el terror que salía por todos los poros de mi cuerpo que por la lluvia que caía a cántaros. A mi espalda, las siluetas de la catedral y los viejos edificios parecían ensombrecidos por densas nubes.
Mi madre, triunfante, le ordenó a mi padre que bajara el cristal, a lo cual él obedeció y entonces lo agarró por los cabellos y lo estrujó violentamente, al tiempo que le estrellaba la cabeza contra la ventana una y otra vez. Mi padre se quedó quieto sin intentar defensa alguna, mientras las dos jóvenes trataron de escabullirse por la otra puerta. Entonces mi madre se lanzó al otro lado del carro y agarró a Gina de los cabellos y la golpeó, la estrujó, gritándole toda clase de insultos. Ella no pudo defenderse, por más que lo intentó. Mi papá estaba paralizado sentado en el carro, frente al volante.
No supe cómo se zafó pero, al cabo de un rato, Gina se fue corriendo junto con su amiga por la plaza, frente a la sorpresa y las burlas de los estudiantes que sólo se nos quedaron mirando, riendo, como si estuvieran viendo un show de burlesque.
La angustia y la vergüenza me invadían de pies a cabeza, mi madre seguía gritando y llorando, como en tantas otras ocasiones, con la misma rabia y desesperación que ya le conocía, mientras mi padre guardaba silencio. Al cabo de un rato le debe haber causado alguna preocupación a mi papá lo que yo opinaba de él y trató de disculparse. Me dijo:
“Perdone hija, la realidad es que su mamá es la culpable de esta situación, es ella la que tiene un amante y yo sufro mucho por eso. Tengo pruebas irrefutables de lo que le estoy diciendo. En mi departamento tengo una grabación de una llamada telefónica que tuve con Saúl Gómez en la que él acepta que es amante de su mamá. Si quiere vamos y se la muestro, para que vea lo que está pasando”.
Entonces nos propuso ir a su departamento, en el cual desde hacía ya tiempo vivía solo.
No sé cómo nos volvimos a subir al carro, no entiendo cómo pude coordinar mis pasos y seguir ahora en el papel de escuchar la versión de mi padre, que aprovechaba el momento para llorar su desventura conmigo.
Llegamos a su departamento y, ya con un poco de risita, nos ofreció un vinito para calmar los nervios. Sacó una grabadora portátil que tenía y empezamos a escuchar la conversación que tuvo con Saúl. Escuché unas cuantas frases incoherentes, Saúl le decía a mi papá que se acercara a Dios, que confiara en él, que le hacía falta la fe y el amor a Dios. Recordé que tanto mis padres como Saúl Gómez y su esposa, junto con otras parejas, se habían conocido al participar en un grupo seglar llamado Movimiento Familiar Cristiano y solían juntarse cada semana o cada quince días en sus casas para conversar sobre temas de la Biblia, cenar y divertirse.
No pude validar la interpretación de mi papá al escuchar esa conversación. En ninguna parte se mencionaba el nombre de mi mamá y, por más paciencia que tuve de escuchar todo el casete, nunca llegamos a la parte de la confesión del adulterio. No sé si mi papá entendía estos consejos de Saúl como la aceptación tácita de su traición como amigo.
Su prueba irrefutable era un sinsentido total y para entonces mi madre ya estaba muy tranquila, como si nada hubiera pasado.
Nos habían dado las dos de la madrugada, el vino había hecho efecto y teníamos sueño. El cansancio me cayó de golpe, era un agotamiento acumulado durante muchos años presenciando estas peleas entre ellos.
Sentía una tristeza inmensa y una impotencia del mismo tamaño porque no había podido ayudarlos. De niña ingenuamente creí que sus problemas tendrían solución y que tal vez yo, al estudiar la carrera de Psicología, podría descifrar los enigmas mentales que los tenían presos.
En esta ocasión también de golpe me entró la conciencia de que no iba a poder hacerlo nunca. Me di cuenta con tal fuerza, como si un tren repentinamente me hubiera atropellado. Supe que estos pleitos pasionales les aportaban un placer incomprensible para mí y no estaban dispuestos a renunciar a eso. Yo, su hija y los otros nueve que estaban en casa no éramos razón suficiente para desear modificar su relación de pareja.
No había ninguna esperanza.
Opté por regañarlos, me tocó un breve momento de subirme al escenario y hacer que los reflectores se fijaran en mí.
Les dije:
«Los dos están locos, son muy egoístas y malos padres. Nunca les ha importado lo que nos han hecho sufrir a sus hijos. Sólo les interesan sus propios dramas y les gusta ponernos de testigos. No tienen compasión. Debería darles vergüenza lo que hacen. ¡Ésta es la última vez que cuentan conmigo, nunca más me tendrán como su espectadora, nunca más!»
Parecieron arrepentidos, o no sé si solamente estaban tranquilos porque la ola había concluido.
En silencio nos subimos a la camioneta y durante el trayecto a la casa mi mamá y yo no nos dirigimos la palabra.
No creo que hubiera podido decir nada que me consolara.
Nos fuimos a dormir.
Mi corazón aceptó la desolación porque no había otra opción.
Esa noche mi destino cambió.
Si no hubiéramos ido a ver el alumbrado navideño tal vez todavía estaría allá.
Nunca regresé a vivir a mi ciudad natal. ®