En estos dos relatos la autora nos sigue confiando episodios decisivos de su infancia con la agudeza de una mente clara y justa. Una niña que empezaba a sentir la necesidad de la justicia y la compasión.
¡Ajá, la Inquisición española!
Nuestra casa de la infancia era siempre el lugar de reunión de vecinos, primos y amigos. Crecí en una época en la que todos los niños del barrio nos juntábamos por las tardes a jugar.
Cuando vivíamos en la casa de la calle Libertad, que no estaba pavimentada, justo afuera de nuestro portón había crecido un enorme árbol de guamúchil, al que los niños se trepaban para agarrar mayates y amarrarlos de una pata con un hilo para verlos volar como si fueran verdes papalotes zumbantes.
Después, cuando nos mudamos a la colonia Guillermina, a la casa que mi papá construyó, con alberca y todo, la algarabía de niños de todas las edades era un jolgorio interminable.
Había en el barrio un niño llamado Mario Owens. No recuerdo si era compañero de uno de mis hermanos o solamente su amigo, pero solía venir a jugar con nosotros. Él era un adolescente muy blanco, de ojos cafés y cachetes flojitos, delgado y atento. Su piel estaba salpicada sobre todo en la cara de oscuros lunares que me parecían un bonito adorno y por no sé qué razón, ni remotamente me lo imagino, parecía tener algún gusto por mi persona. ¿Quién se iba a fijar en esa niña morena, flaca y sin atractivo que era yo a los once años de edad? No lo cuestionaba mucho, solamente me emocionaba que viniera a la casa.
Mi mamá siempre nos permitió invitar a quienes quisiéramos y muchas veces gozamos tardes enteras, sin importar que fuera un día entre semana y a la mañana siguiente nos fuera casi imposible despertar temprano para ir a la escuela.
Éramos dos niñas y dos niños. En cuanto le pusimos el seguro a la puerta empezó la corretiza, los niños persiguiendo a las niñas y nosotras brincando de una cama a otra, muertas de risa, dando de gritos, tratando de escapar y de empujarlos cuando lograban atraparnos.
Para ella era un alivio que los niños tuviéramos nuestra propia manera de divertirnos y, como tampoco existía la televisión, entonces todo era jugar, correr, brincar a la cuerda, meternos a la alberca y bucear. Inventamos retas para recoger monedas en la parte más honda y ver quién aguantaba más sin respirar bajo el agua, o brincar cientos de veces con el cuerpo hecho un ovillo para salpicar la mayor cantidad de agua posible.
Les he contado que también en estos momentos de total libertad pasaron muchos accidentes, y en esas ocasiones era difícil sacar a mi mamá de su espacio preferido, que era su cuarto y el baño. Todas las tardes se bañaba en la tina o la regadera, con lentitud y parsimonia, para luego salir envuelta en una toalla enorme y darse un generoso masaje en los pies. Era como si tuviera la sabiduría china escrita en alguna parte de su código genético. Los pies y las orejas son las partes del cuerpo desde las cuales se pueden desbloquear todos los canales energéticos que forman el cuerpo de energía que sostiene nuestra vida física. Si no lo sabía conscientemente, estoy segura de que sí lo conocía desde lo más profundo de su ser, y siempre trató sus pies con especial atención y cariño.
Lo más curioso es que, en cuanto crecimos, las cosas empezaron a cambiar… porque nosotros empezamos a cambiar… y nuestros juegos también.
Un buen día Mario vino a la casa y no recuerdo a quién se le ocurrió encerrarnos en el cuarto de los niños a jugar. Éramos dos niñas y dos niños. En cuanto le pusimos el seguro a la puerta empezó la corretiza, los niños persiguiendo a las niñas y nosotras brincando de una cama a otra, muertas de risa, dando de gritos, tratando de escapar y de empujarlos cuando lograban atraparnos. El juego terminó cuando nos cansamos y, con los cachetes rojos y la cara sudada, Mario se acostó encima de mí en una cama y mi hermano encima de mi hermana en la otra.
No contábamos con que la puerta que daba al baño se aseguraba desde éste y no desde la habitación. Repentinamente llegó mi mamá, azotó la puerta y, furiosa, casi gritando, nos preguntó: ¿Qué están haciendo?
Nadie respondió porque, la verdad, no sabíamos qué estábamos haciendo.
Si nos hubiera dado un poquito más de tiempo seguramente lo hubiéramos llegado a descubrir.
Con la cara roja de ira abrió las cortinas, nos separó y nos dijo que no jugáramos más a eso y que Mario ya se tenía que ir a su casa.
Nunca nos dio permiso de volver a invitarlo.
Ahora me divierte imaginarla en esos momentos vestida con una capa roja y sombrero de ala ancha del mismo color, como si fuera uno de los personajes de Monty Python cuando hacen el sketch de la Inquisición española.
Mi madre abriendo la puerta abruptamente y diciendo “¡Ajá!, (risa malévola) ¡Nadie espera a la Inquisición española!”, para luego olvidar el resto del monólogo y regresar a su lugar detrás de la puerta, desde donde vuelve a irrumpir empujándola con la misma violencia y actitud amenazante: “Ajá! (otra vez la risa malévola) ¡Nadie espera a la Inquisición española!”
Es muy curioso recordar que podía quedarse atrincherada en su cuarto cuando alguno de sus hijos se estaba desangrando al final del pasillo por haber cruzado un cristal blandiendo una espada de plástico con su brazo izquierdo, pero, en cambio, venir corriendo a detener el placer que empezaba a despertar en sus niñas. Digo niñas porque aunque mi hermano hubiera participado en el juego, no era él el motivo de su preocupación.
Los hombres tienen derecho a hacer lo que les venga en gana.
Su objetivo éramos las niñas. En su escala de valores, la decencia femenina, el honor y la virginidad ocupaban el primer lugar.
Su conciencia de madre vigilante para que ninguna de nosotras se desviara en su tránsito hacia el altar y llegar en total estado de pureza la hubiera podido llevar a convertirse en “Nuestra Señora de la Castidad Ilimitada”, título de santa que estaba decidida a ganarse totalmente a pulso.
No conocí a Carlota de la Hoya, mi abuela paterna, ni a su esposo, mi abuelo Ignacio Veloz López. Sé que ella era inmensamente blanca, vi algunas fotos suyas cuando ya habían nacido todos sus hijos. En ese tiempo era gordita, de nariz afilada y expresión triste. No recuerdo que mis tías se hayan quejado de su madre.
Si acaso tengo el corazón de mi abuela Carlota, seguro sólo eso, porque la piel me salió morena y la nariz ancha.
De quién escuché muchas veces la misma historia fue de mi abuelo Nacho, que se ponía furioso siempre que mi abuela iba al mercado.
Los celos lo volvían loco.
Carlota tenía que ir por las tortillas y el mandado a una hora en la que él no se diera cuenta. Al regresar a casa corría a mojarse la cara con agua helada para que desapareciera el color rojo de sus cachetes, porque eso la delataría y él se pondría como energúmeno. No me queda claro cómo suponía mi abuelo que los alimentos llegarían a su casa, el asunto era que mi abuela le tenía terror. No supe si la golpeaba o qué era lo que pasaba después. Lo que sí sé es que ella murió de cáncer uterino muy joven y todo porque mi abuelo no quiso que ningún médico revisara las partes íntimas de su mujer.
Cuando la llevaron al doctor ya era demasiado tarde, y al poco tiempo falleció.
Mi papá quedó huérfano de madre alrededor de los siete años y fue el último hijo de esa pareja.
Ignoro por qué mi abuelo golpeó brutalmente a mi padre en infinidad de ocasiones. Decía mi tía Elena que ella muchas veces llegó a intervenir para defenderlo. Aterrorizado, mi padre, un niño, se metía debajo de la camioneta estacionada en el zaguán de su casa allá en Guanaceví y corría de un lado para el otro lejos de los cuartazos que su padre loco de rabia le lanzaba. A mi tía le llegaron a tocar algunos azotes por andar protegiéndolo.
Siempre que ella contaba esta historia ponía énfasis en que ella había sido una madre para mi papá. Por eso nunca se casó. La veracidad de estos hechos no la puedo constatar, pero es cierto que mi tía no consiguió marido, a diferencia del resto de sus hermanas. Esta soltería la llevaba en el pecho con tanto orgullo que cuando alguien en la calle la llamaba señora siempre soltaba una risita entre divertida y socarrona, y decía: “Llámeme señorita, por favor, aunque sea más largo, porque soy la señorita Elena Veloz”.
Mi mamá llegó a expresar sus dudas acerca del sacrificio que mi tía clamaba haber hecho en favor de mi padre y su crianza. También tenía mi madre el veneno suficiente para dudar de su tan pregonada virginidad.
El asunto era que, de cualquier forma, mi papá quería a mi tía y le agradecía las atenciones recibidas. El apego de mi padre a sus seis hermanas mayores era muy grande y trató de tenerlas cerca toda la vida. Con la señorita Elena fue especialmente generoso, la trajo a vivir a Durango para darle casa y encargarse por completo de su manutención. Otro, muy mentado, motivo de orgullo para ella, era que nunca había tenido que trabajar para vivir. Sus hermanos se habían encargado de ella como reconocimiento, por haber hecho el papel de madre cuando mi abuela murió.
Mencioné hermanos en plural porque mi abuelo Nacho tuvo un hijo fuera del matrimonio, al que no le dio su apellido. Se llamaba Elías y llevaba el apellido de su madre, una mujer alemana.
Mientras mi padre era un humilde cobrador en una mueblería, mi tía Elena se cobijaba bajo la protección de Elías, que era un próspero hombre de negocios en la ciudad vecina de Torreón. La vida dio muchas vueltas, como siempre anda haciendo sus enredos, y el tal Elías terminó desfalcando por mucho dinero a la compañía en la que trabajaba y se dio a la fuga. Por cierto, de aquí se derivó un acontecimiento que por poco pone a mi papá en el bote. Pero ése es otro relato que les contaré con detalle más adelante.
Yo la quería mucho, no me importaba que fuera una blanca racista y de pequeña no se hubiera encantado con mi color de piel. Cuando crecí, en la adolescencia, mi cuerpo tomó lindas formas dentro de la delgadez y mi tía con frecuencia me halagaba diciendo que ella de joven había tenido el cuerpo así de bonito como el mío.
Mi tía Elena siguió a Elías por un tiempo y se escondieron en un barrio de Santa María la Ribera, en la Ciudad de México. Creo que a Elías finalmente lo encontraron y lo metieron a la cárcel, pero no me crean esto, solamente me llegaron versiones de policías que hacían redadas en los barrios populares del centro de la capital y de un Elías pálido y sudoroso tratando de meterse en su escondite, sin conseguirlo.
El asunto es que mi tía quedó desamparada y mi papá se la trajo a Durango para ofrecerle una casa donde vivir.
Ella era blanca, alta, corpulenta, con enormes pechos y caderas estrechas. Siempre se acicalaba con cremas Du Barry y mantenía la tersura de su piel aplicando esos productos por las mañanas y las noches. Tenía ojos grandes, nariz ancha y sonrisa generosa. Se sentía el poder de su presencia a donde quiera que fuera. Muchas veces se encargó de cuidarnos, porque mis papás eran aficionados a salir de viaje y ella siempre estuvo disponible para hacerse cargo de nosotros. Aunque era estricta, yo la quería mucho, no me importaba que fuera una blanca racista y de pequeña no se hubiera encantado con mi color de piel. Cuando crecí, en la adolescencia, mi cuerpo tomó lindas formas dentro de la delgadez y mi tía con frecuencia me halagaba diciendo que ella de joven había tenido el cuerpo así de bonito como el mío. Me costó un poco de tiempo, pero me gané su aceptación. Yo siempre le sonreía cuando se comparaba conmigo y, para mis adentros, rogaba a dios que no fuera cierto, porque no quería llegar a tener en el futuro esa figura suya que me recordaba la forma del refrigerador.
Nunca sabré a ciencia cierta quién soy y por qué soy así, de dónde me vino este corazón de pollo que no soporta los llantos de los niños, que no piensa que está bien que se desgañiten y se pongan morados de tanto llorar con el cuento de que están fortaleciendo sus pulmones.
En cuanto nacían los bebés en mi casa las escuchaba decir a mi madre y tías: “No lo vayas a traer mucho en brazos, porque se te embracila. Los bebés son muy listos, luego luego, te agarran la medida, acostúmbralos a que se queden solos, son muy manipuladores y después no te los vas a poder quitar de encima”.
Muchas veces vi a mi mamá colocar el biberón sobre una pequeña almohada cerca de la cara del bebé acostado en su cuna y tomar la leche solo, sin su supervisión y mucho menos su abrazo.
Con este estilo de crianza, los vi llorar hasta ponerse morados y luego, cuando llegaba el biberón, no podían mamar, se atragantaban con su propio llanto. Se calmaban al cabo de un rato. Después de comer los veía suspirar y sabía que estaban sentidos de tanto que habían sufrido.
Eso me rompía el alma.
Muy poco podía hacer para ayudarlos.
Fui así desde pequeña, muy diferente a mi hermana mayor, a la que esas cosas la tenían sin cuidado. Si uno de mis hermanos lloraba no era su asunto, ahí que los cuidara su madre, que para eso los había tenido.
Yo corría a ver a la criatura y a levantarlo en brazos. Cuando ya tuve la edad y la fuerza suficientes para hacerlo me tocó navegar, como decía mi mamá, a mis hermanos pequeños. Igualmente mi hermana menor. También ella siempre tuvo ternura por los niños. Fuimos las asistentes de mi mamá en la crianza de los pequeños, que fueron cuatro. “Ve a darle el biberón, cámbiale el pañal, tráeme su leche, dale una mecidita en la cuna para que se duerma, cuídalo porque ya empieza a caminar, no se vaya a caer” eran órdenes de mi madre todos los días.
La tristeza que sentí por el dolor ajeno nunca se fue, siguió su camino y creció. Comenzó con los bebés llorando y siguió con las constantes e inmensas penurias de mi madre, sufriendo las infidelidades de mi padre, quien además la acusaba de engañarlo con otros. Esa injusticia me parecía incomprensible y descomunal.
Veía a mi mamá siempre atareada con nosotros. No paraba en todo el día, incluso recuerdo de muy pequeña, cuando recién iba al kinder, que mi mamá me sentaba sobre la máquina de coser antes de llevarnos a la escuela para ponerme los zapatos. Escuchaba el sonido que hacía la piel reseca de sus manos al manipular las calcetas cuando las ponía en mis pequeños pies. Me fijaba que sus manos siempre estaban maltratadas de tanto lavar trastos, pañales, ropa.
Nunca le fue infiel a mi papá. Puedo meter mis manos al fuego por ella. Podía tener otros defectos, pero no ése.
Mi papá era injusto. Y las injusticias siempre me sublevaron.
Entonces intercedía por el que estaba en desgracia.
Me volví justiciera.
Pero hubo una ocasión terrible en la que lamenté con toda mi alma haber metido mi cuchara donde no me llamaban.
Pero ése ya es tema de otro capítulo… ®