El toque de la inmortalidad

Sabor mortal, de Mario Murgia

Debo confesar que Sabor mortal, de Mario Murgia, es un poemario que te quema las manos y, en una de ésas, si te descuidas, hasta los mismísimos adentros.

Mario Murgia.

No es mi deseo en absoluto equiparar este texto con el prólogo del muy erudito Alfred Corn, escrito en Rhode Island, en el que nos brinda una cátedra de canon poético, haciendo su correspondiente recorrido histórico de corrientes, métricas, siglos, Edades, para ubicar a Murgia en el sitio que, ahora lo sabemos, realmente le correspondería. Estar entre la tradición poética mexicana que lo mismo abarca a Juana Inés de la Cruz que a López Velarde y Xavier Villaurrutia, pasando por Paz, claro está y, también, por qué no afirmarlo, entre la tradición poética anglófona, dado su carácter de laureado traductor literario de John Milton, Shakespeare, Dickens, Joyce y Woolf, entre otros gigantes.

Mi pretensión es más bien humilde y, sin embargo, para estar a la altura de otra de sus características, un tanto atrevida. Y es que Sabor mortal (Aquelarre Ediciones, 2024) se me cristalizó en esta realidad como la obra cumbre de un personaje clave de mi última novela, Pétalos negros (Endora Ediciones, 2024). Uno que, justamente, en lo profundo de sus mismísimos adentros, todo el tiempo habría querido ser alguien más, alguien relevante, alguien trascendente. Un gran artista. Un Pintor… un Poeta. Se lo comenté a Murgia. “Quiero escribir sobre tu obra desde ahí”. Le agradó la idea.

Antonio experimentaría a lo largo de su existencia la dolorosa y persistente sensación de que el maldito destino nunca dejaba de estarle haciendo la peor de las jugarretas. De que se había ensañado con él, obligándolo a llevar la vida de un miserable trabajador, un “obrero” pobre con las mismas y desiguales condiciones de hoy, pero en un automatizado, ensimismado y robotizado futuro de un hercúleo país llamado Espoir d’Amour (Esperanza de Amor). Es decir, a sus ojos, la más común y corriente de las vidas. Sin generalizar, un personaje cuyo estereotipo corresponde al del padre macho, tierno, proveedor, controlador y violento.

Al igual que en el prólogo de Corn, en donde no se nombra la palabra homosexualidad como tal, Antonio busca a toda costa evitar la sustancia de ese vocablo y, antes bien, recordando las bofetadas de su padre para que desde muy niñito aprendiera, entre otras muchas cosas, a escribir rimas muy básicas en su cuaderno —lo que para papá era poesía—, su adulto se lanza a lugares de mala muerte en donde hay padrotes y prostitutas.

Antonio trabaja todos los días para que nada le falte a su hija, Mar, pero, a su vez, es incapaz de evitar sacar a relucir a la menor provocación esa parte violenta que viene de lejos, que, a pesar de él mismo, es la que mejor lo define. Y es justamente ahí en donde yace su eterna condena, una ligada a su desaparecida esposa y a una muy íntima represión, al parecer. Al igual que en el prólogo de Corn, en donde no se nombra la palabra homosexualidad como tal, Antonio busca a toda costa evitar la sustancia de ese vocablo y, antes bien, recordando las bofetadas de su padre para que desde muy niñito aprendiera, entre otras muchas cosas, a escribir rimas muy básicas en su cuaderno —lo que para papá era poesía—, su adulto se lanza a lugares de mala muerte en donde hay padrotes y prostitutas, pero también a cantinas cutres en donde sólo hay hombres. Es ahí donde mejor puede ensimismarse y, a su manera, entrañablemente, entre tragos entre extraños, sentirse en su lugar. Es así como mejor puede hallar respiro, tropezándose una y otra vez con la misma piedra.

Una piedra que bien podría haber percibido como la poesía erótica, provocadora y maldita que siempre había querido escribir, pero que yacía ahí, ofreciéndosele en vivo y en directo en un tugurio, en aquella realidad de hoyo inmundo, colmado de sugerente y obsceno deseo viril. Y prodigiosamente así era. Como si alguien más hablara, estuviera traduciendo ese mundo raro, por él. Fue así como, ante una mirada furtiva de aquel morro de Acapulco, supo al fin, entre trastornado y maravillado, de un calor de veinte soles como fiera que se entibia al hurgar en lo pequeño. Por una de tantas pláticas ajenas supo de César, de su paso invisible y de su indecencia, cuyo germen, descubrió sorprendido, era amorosa y jodidamente gemelo del suyo. “Éste que aquí muere no soy yo; soy otro cuerpo y otra mente que, al vivir, se la pasó muriendo siempre”.

Frustrado por su torpe manera de acercarse al otro, reiteraba demasiadas veces que vivía sin dejar vivir al borde de una herida que había tallado con el frío de un florete blando, ajeno, cortante más por necedad que por el brío de su acero.

Desde el barco ebrio del niño Rimbaud en el que siempre devenía, a veces sucedía. El nombre de su hija se le venía encima en medio de realidades que, simplemente, no. Fatal indicio de que era a él a quien el Mar nunca le bastaba para hacer cincuenta buches de ámbar gris para ahogar la flama verde que le inundaba el pecho, que era de sí fantasma y provocaba todos los incendios de su vientre y de sus ganas.

[…]

Incontables veces, ante las peleas con su retoño (quien siempre terminaba yéndose a encerrar a su cuarto, a echarse a su cama, a ver una y otra vez el florido video de aquella cantante negra de hace mil años, a escuchar la canción a todo volumen en sus sofisticadísimos audífonos: “Only Girl In The World”), sugería infortunios de amantes al evocar su nombre.

Oigo cómo canta el mar,
igual que en incontables universos
cantan de alados rostros otros seres
arrobados en la noche de un amor supremo,
de las voces descarnadas del vacío y el silencio.

Oigo la ruptura de tensión superficial,
del marino salto y sobresalto,
regidor impersonal de los espasmos
de estas manos que, ligeras como el agua,
se derraman gota a gota
mientras buscan ser el tacto
de tu pecho azul y de tu boca.

No conoces nada, Mar, ni te importa,
nada el cuerpo que amortajas,
la infinita piel que arremolinas
y que, en tormentoso latrocinio,
apartas de la vista como escondes los naufragios
bajo un velo de osamentas
que carcomen tus filófagas criaturas.

Desde esta cumbre terregosa que te juzga,
clamo en desbordadas soledades:
devuélveme ese cuerpo, mar,
devuélveme la inexistencia que lubrica
con tu espuma maliciosa las ansias de este ser
que no es ninguno, que navega solitario
en la inconciencia, en las vastas mareas de la nada.

Y una vez más, el estupor, la congoja, el rubor. Ese efecto vergonzoso que dispara lo absurdo, lo carnal, lo tierno y lo violento. Unas ganas de probar inexplicable. Ese dejo de la incomprensión del mundo. Todo el tiempo, deseo, fatalidad y tragedia sublimada.

Antonio, como Mario, no lo puede evitar. He ahí que la piedra vuelve a aparecer con fuertes bríos, atrayendo almas de por sí sin brújula, sin tino. A veces, en medio del marasmo tabernal, se permitía desviar la mirada y observarlo de reojo. Aquel parroquiano provocaba eso en él. ¿O sólo su sombrero? Hilario, así le puso en su cabeza. Y, de pronto, sin más, en medio de los humos de las oscuras caguamas, observaba cabalgando por ese cielo, sobre el hierro y el cemento, un corcel de luz lorquiano, azuzado en sus mentes, resoplando de cansancio.

Reprobaban nuestro abrazo
las azules celosías,
mas la crin de ese caballo
nos rodeaba luminosa
entibiándonos la hombría.

Interrumpiendo sus devaneos, pasaba Dimoski hacia los lúgubres y olorosos baños, aquel ser que era el nombre arrebatado de la tierra, la conciencia de un fervor que, trasplantado, se aloja tibio en los nervios grises de las rocas. “Pero, ¿cómo puede ser?” Se preguntaba. Cada vena suya es extranjera de su cuerpo, cada perla seminal; así, como extraña es la mirada que se arroba en sus ingles florecidas de claveles sedientos, deseosos de la sucia y verdegrís ánima de un Vístula mancebo.

Mares y ríos. Su hija, pero también su borrascoso mundo. Todo daba para la vergüenza y el pecado, aquella obscena obsesión, pero también para ese amor nunca pronunciado. Muchachos y hombres­–borrasca entre los que quería perderse para siempre. Nunca supo si lo pensó o lo dijo.

“Tengo que reconocer que, a pesar de todo, por la vida, más allá de su recibimiento y sus primeros años, me siento bendecido. Por muchas personas, amorosas o no, bien querido. Y mira que, en ocasiones, como un malnacido percibido he sido.

Tengo más de lo que mi ser y mi alma hubiesen merecido. Estoy, pues, profundamente agradecido.

Soy un sentimiento con años ancianos de nacido. Para algunos incomprendido, para otros puro deseo comprimido, un vato con recorrido, así que nunca aburrido; para los solidarios una boca de discurso compartido, para ustedes un trabajador matado y desinhibido, para terceros unos ojos de niño perdido, para las almas hermanas alguien con quien compartir sin que exista lo prohibido, para las hermosas mujeres el eterno macho de alquiler cabrío, para los amorosos de su universo incomprendido, para los soñadores oscuros el onanismo jamás reconocido, para los extraños el último de la fila, la caricia furtiva, el absoluto desconocido…

Así pasa nuestra vida de contacto restringido, entre lugares con los que soñamos entrar y el cadenero frustrado y ofendido. Vamos del galán enmascarado al muchachito compungido. De la sonrisa fácil, del trago, de la gran pose, de los camaradas y del evocador bolero al estoy terriblemente solo, me siento herido… abrázame fuerte, necesito que me ames, cabrón, dime que me quieres, que siempre me has querido.

Cosas que, en realidad, uno siempre ha sabido. Pero nos echamos una y otra vez a las mismas aguas, al mismo mar, al mismo río.

¡Cuántos seres lo mismo que yo habrán sufrido! Desventuras rameras. Quiero el látigo, el trago y las rancheras. Algo que calme este inmenso dolor tan encendido. Canta conmigo destino malparido. Agarra mi hinchada entrepierna y bésame complacido. No me mires así, estos ojos rojos no son de malacopa, no son de un güey resentido.

Entonces, la gran verdad de las cosas se hace presente, sí, como el aparecido. Traspasa las puertas, se acerca, y, sin decir agua va, te estremece, te golpea y te deja tumbado ahí, todo confundido. Y de nuevo en el suelo, a lamer lo que nunca se tuvo, lo penosamente derramado, a aspirar lo perdido, a inyectarse lo desesperadamente adquirido. Tiene que pasar toda una vida para ver de cerca las lecciones. Tiene que pasar para que uno se sienta nuevamente fuerte, protector, con su hombría toda, erguida, íntegra, aguerrido. Y aun así, ¿qué hay de mi toque dulce y débil, mi hombre endeble, desprotegido?

Sabor mortal…

Por más que camino veo poco y ennegrecido. Vengo a este lugar de arrabal desde que tengo memoria. Brindo siempre con extraños. Mis enemigos me lastiman. Termino todo el tiempo tirado en el campo, en el desierto, en calles, en banquetas, en callejones. Estoy de muerte herido. El mundo rezuma piedras sucias y hediondas mientras yo palidezco afligido. ¡Cuántos seres lo mismo que yo habrán sufrido! Desventuras rameras. Quiero el látigo, el trago y las rancheras. Algo que calme este inmenso dolor tan encendido. Canta conmigo destino malparido. Agarra mi hinchada entrepierna y bésame complacido. No me mires así, estos ojos rojos no son de malacopa, no son de un güey resentido. Dile a ese hombresote que acepto el reto, dile a Hilario, a Dimoski, a Emilio, a Thèo, a Juan José, a Eder, a Tátsuro, o cómo chingados se llame, que me ha convencido. Que es aquí y ahora. Que no lo piense dos veces, pues si se va, cuando vuelva yo ya habré partido. Te lo digo de verdad, te lo digo otra vez, créeme, estoy desgarrado, estoy herido.

Besarlo hasta los huesos habría querido, pero el hombre extraño, ante su seductora cercanía, se paró violento de la mesa, nervioso, y rápidamente salió de aquella cantina cutre de Roraima. Estremecido.

Él, ensimismado Poeta de ojos inyectados, lentamente, como pudo, se paró también y trató de alcanzarlo, pero fue inútil… ¡ya se había ido!

Hubiera deseado haber llenado de hermosos desnudos masculinos su poemario. Como verás, querido Mario, el Antonio del futuro en el fondo habría querido ser el tú de ahora. Él y tú. Mi personaje fatal hubiese matado a I–daga limpia con tal de haberse visto bendecido con el toque de tu sutil, triste, irónica, juguetona y poderosa Obra, letras cuyos colmillos nos remiten a la mordida del fruto prohibido, el motor del Mundo, justo lo que todo el tiempo buscó Antonio, el toque de la Inmortalidad. ®

* Para este texto se utilizaron y se adaptaron extractos de las obras mencionadas. Éste y éste.

Compartir:

Publicado en: Libros y autores

Apóyanos:

Aquí puedes Replicar

¿Quieres contribuir a la discusión o a la reflexión? Publicaremos tu comentario si éste no es ofensivo o irrelevante. Replicante cree en la libertad y está contra la censura, pero no tiene la obligación de publicar expresiones de los lectores que resulten contrarias a la inteligencia y la sensibilidad. Si estás de acuerdo con esto, adelante.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *