Es un sábado lluvioso, he quedado en visitar a Patricia Velázquez esa misma tarde, quien me compartirá la historia que vivió el 22 de abril de 1992, cuando la mitad de su casa se desplomó por la explosión del colector de drenaje, en el Sector Reforma de Guadalajara, dejándola enterrada a ella y a su madre.

Hemos quedado en encontrarnos a las cinco de la tarde. Son casi las cuatro y aún no recibo el domicilio al que debo dirigirme. Observo el celular en un par de ocasiones y nada, así que decido llamarla.
Cuando obtengo la ubicación de su casa, el mapa marca el municipio de Ixtlahuacán de los Membrillos. Observo de nuevo la imagen de satélite desde el celular y sólo se ve un campo verde, ninguna casa. Decido confiar en el móvil y conduzco en la dirección que me ha enviado Pati, como la llaman sus familiares, quienes me han puesto en contacto con ella.
Conduzco por más de una hora, hasta que encuentro un cúmulo de casas, viviendas de una planta y todas ellas pintadas de colores amarillo y naranja. Un humilde fraccionamiento rodeado de campos de cultivo.
La lluvia ha cesado pero el ambiente sigue nublado. Busco la calle Sol. Cuando la encuentro, me estaciono y volteo a ver a cuatro hombres que me observan con atención. Saben que no soy de la colonia. Uno de ellos se dirige hacia mí, me dice: “Buscas a Pati, es aquí enfrente”.
En medio de la calle hay un canal de agua, lo que me obliga a rodear la calle entera. “Pásate, está adentro”, me dice el mismo hombre.
“Hola”, y se apresura a recoger un puñado de ropa que está en el único sillón de la casa, también amarillo. “Ponle este cojín porque se hunde y siéntate”.
Desde el interior de la casa dos niñas me miran y sonríen tan pronto pongo pie dentro. Pati dice: “Hola”, y se apresura a recoger un puñado de ropa que está en el único sillón de la casa, también amarillo. “Ponle este cojín porque se hunde y siéntate”, afirma, también con una sonrisa en su rostro.
Conozco a los abuelos paternos de Pati. He platicado con ellos, semanas antes, sobre lo que vivieron ese mismo 22 de abril. En esa fecha Pati vivía en la casa marcada con el número 1365 de la calle Río Bravo, junto a su madre María Guadalupe González García, su padre Fernando Velázquez Carpio y sus dos hermanos, Fernandito y Carlos. A unas puertas, en el número 1356, vivían sus abuelos Jesús y María, junto a ocho de sus hijos.

Hoy Pati tiene tres hijos: María Fernanda, de doce años; Santiago, de cuatro, y Valeria, que nació hace tan sólo un año. Junto a sus hijos y su actual pareja, Ricardo Sánchez, viven en la casa donde ahora me encuentro, en la calle Sol número 71, de la colonia Sabinos Cuatro, en el municipio de Ixtlahuacán de los Membrillos.
Le cuento que he escrito la historia de sus abuelos y sus tíos y que me importa mucho conocer lo que ella vivió. Le confieso que mi abuelo paterno era compadre de su abuelo Jesús; en fin, trato de darle las razones del porqué estoy recabando estos testimonios; del porqué revivir, hoy, un momento que sé fue doloroso en su vida.
No necesita mis argumentos, es una mujer amable, toma una silla, sonríe de nuevo y se sienta frente a mí. Las dos niñas, que miraban atentas desde el fondo del cuarto, se levantan, una de ellas sale de la casa, es una vecina; la otra, Fernanda, se sienta en el piso, frente a su madre.
Esto es los que recuerda Pati de aquel miércoles negro.
Pati y el miércoles negro
“Cuando explotó yo tenía seis años. No recuerdo mucho de mi vida ahí, estaba niña. Lo que sí recuerdo es que me juntaba mucho con un amiguito que le decían Chucky. A Chucky lo encontraron enterrado el día de la explosión.
”Un día antes, era martes, se decía que iba a explotar porque los baños de las casas olían mucho a gasolina. Mi mamá decía que no, que estaban pendejos —era mal hablada—, que no era cierto. De hecho, cuando percibo olor a gasolina aún me entra el miedito.

”El miércoles 22 era cumpleaños de mi tía Maru, que vivía a media cuadra, en la casa de mis abuelitos. No había clases, eran vacaciones. Mi mamá me dijo: “Vamos a comprar un ramo de flores para tu tía. Íbamos a comprarlo en el mercado, pero al final no fuimos hasta allá.
”Cuando regresamos a la casa yo estaba sentada en el sillón, sacándole punta a mis colores y viendo la tele. Estaba viendo Dumbo. Mi mamá estaba en la cocina, yo le decía que se viniera a sentar conmigo. Cuando vino, se fue la luz. Se comenzó a mover toda la casa, como si estuviera temblando y de repente se escuchó un trueno muy fuerte y ya no se vio nada. Todo quedó oscuro.
”Recuerdo que mi mamá me tenía abrazada. Me sobaba mi mano, no dejaba de sobarme la mano. Yo no veía nada.
”Pasó un rato, mucho rato, hasta que empecé a escuchar gritos. Oía los gritos de mis tíos y de mi papá. Yo escuché que la señora que nos ayudaba a limpiar la casa les dijo a mis tíos que nos habíamos ido al mercado, que no estábamos en la casa. Entonces se fueron a buscarnos para allá.
”Después regresaron, los escuchaba gritar. Yo gemía y gemía. No podía hablar, si hablaba se me metía toda la tierra en la boca. Mi mamá seguía sobándome la mano.
”En ese tiempo tenía un perro. “El Pinto”, se llamaba. Él también quedó enterrado. No sé cómo logró salir de entre los escombros. Salió y empezó a oler y a buscarnos. Fue cuando oí que alguien gritó: “¡Aquí están! ¡Aquí están!”
”Empezaron a escarbar para sacarnos y fue entonces que mi mamá ya no se movió.
”Cuando explotó mi madre me tenía en sus piernas, abrazada. Con todo su cuerpo me tenía tapada. A ella es a quien le cayó toda la casa encima. Dicen que yo no tenía ni un rasguño.
”Mi mamá estaba embarazada en ese entonces, decían que iba a tener gemelitos.
”No recuerdo más de cuando me sacaron. Lo tengo borrado. Durante mucho tiempo me llevaron al psicólogo, yo no sé si eso hizo que se me borraran las cosas.
”Lo siguiente que recuerdo es que me llevaron a casa de una tía que vivía por la Experiencia, un barrio cercano al Templo de los Hermanos.

”A los pocos días mi padre y mis hermanos vinieron a casa de mi tía. Yo les preguntaba si habían ido a traer a mis hermanitos. Pensaba que a mi mamá la habían llevado a dar a luz. Mi papá y mis hermanos me abrazaron, me abrazaron y me abrazaron y lloraron. Lloraban mucho. A partir de ahí se me cierra todo, no recuerdo más.
”No sé cuándo me dijeron que mi madre había muerto. Yo no estuve en el velorio ni en el entierro. No supe nada. Dicen que yo tenía mamitis y que no supieron cómo darme la noticia.
”Al poco tiempo me fui a vivir con mis abuelos. Rentaron una casa a la vuelta de donde había explotado. Me daba terror ver la tele, pensaba que la tele era la que explotaba.
”Recuerdo que la primera Navidad fue muy triste. No había dinero para regalos.
”Durante años mi tía Irma, que vivía en casa de mis abuelitos, me trató como una madre, me daba todo, prácticamente me adoptó. Ahí viví con ellos hasta que entré a la prepa y me empezó la pinche loquera. En la prepa valió madre. Entré al Colegio Anáhuac y de ahí me expulsaron. Me cambiaron de escuela, pero también me corrieron. Nunca acabé la preparatoria.
Cuando murió el padre de mi pareja él empezó a pistear, se hizo bien borracho. Mi hija fue la que un día me dijo: “Ya no quiero vivir con mi papá”.
”A los dieciocho años me fui a vivir con una tía, en la colonia donde explotó. A esa edad salí embarazada. Me junté con el padre de mi hija, pero no nos fue bien. Cuando murió el padre de mi pareja él empezó a pistear, se hizo bien borracho. Mi hija fue la que un día me dijo: “Ya no quiero vivir con mi papá”. Eso me hizo entender.”
Fernanda, quien ha estado sentada en el piso, justo frente a su madre, escuchando cada palabra que ha dicho, por primera ocasión, cuando Pati habla de su padre, hace un gesto de disgusto que no puedo obviar. La miro y es ella quien se adelanta a cualquier pregunta: “Un día llegó bien tomado y me rompió todos mis juguetes”.
Cuando le pido a Pati que me cuente cómo fue convertirse en una madre, dice:
“Nadie creía que yo iba a poder con la responsabilidad. Decían que iba abortar, pero no lo hice.
”Cuando mi niña Fernanda cumplió seis años me entró un miedo. Mi mamá quedó huérfana a los seis años y yo quedé huérfana a los seis años.”

Su voz se entrecorta, un par de lágrimas corren por su rostro y como puede sigue hablando.
“No quiero nunca faltarle a mis hijos. Siento que, si les falto, no sé… Quiero que no les falta nada, que no les pase lo mismo que a mí.”
Pati rompe en llanto, se desmorona. Mi mirada queda clavada al suelo. No creo que existan palabras que puedan dar consuelo a lo que acaba de decir. Estoy atónito, al igual que su hija Fernanda.
Aquel hombre, que minutos antes había señalado dónde encontraría a Pati, hace unos minutos que entró en la casa y está sentado en el sillón, justo a un costado de mí. Su nombre es Ricardo Sánchez, la pareja de Pati y padre de Santiago y Valeria. Es él quien toma la palabra, entre el llanto de Pati, que aún no cesa.
Me entero, en ese momento, de que Ricardo es también un sobreviviente de las explosiones del 22 de abril. Era vecino de Pati, en la misma calle Río Bravo. Su casa estaba ubicada en el número 1137. En ese entonces Pati y Ricardo aún no se conocían, aunque en sus historias existen muchas similitudes.
Ésta es la historia de Ricardo en aquel miércoles trágico.
“En aquel tiempo yo tenía ocho años. Nuestra calle era empedrada. Era bien vago, me la pasaba en la calle, en el barrio. Unos días antes de la explosión mis hermanas habían llegado de la playa y dejaron sus maletas en el cuarto.
El día que explotó había venido un amiguito a buscarme para salir a la calle a jugar, le decían Chucho. Yo estaba castigado, por eso no me dejaron salir. Me enojé y me metí debajo de la cama.
”Recuerdo que se escuchó un tronido bien fuerte y de repente ya no vi nada. Todo era negro. La casa se vino abajo.

Mi madre quedó enterrada en la cocina junto con una hermana. Mi otra hermana, Ana Lilia, quedó enterrada hasta el pecho, ella es quien pudo decir dónde estábamos.
”Yo escuchaba que mi mamá gritaba: “Ricardo, no pasa nada, ahorita nos van a sacar”. No entendía qué sucedía. A mí me protegió la cama, no tenía golpes y al lado de mí voló la ropa que estaba en las maletas de mis hermanas. La ropa me dejaba respirar porque no tenía la cara llena de tierra.
”Escuchaba a vecinos que me gritaban: “¡Ricky! ¡Ricky! ¡Ricky!” Yo les contestaba: “Aquí, aquí”.
”Cuando me sacaron me pusieron una sábana encima para protegerme del sol. No entendía qué pasaba, no veía nada.
”Cuando me subieron a una ambulancia me quité la sábana que traía encima y ahí estaba mi mamá, la veía toda ensangrentada, en una pierna tenía un hoyo enorme.
”Yo preguntaba qué había pasado, pero nada más me decían: “Ya todo está bien”.
”Chucho, mi amigo que fue a buscarme esa mañana, murió en la esquina de la casa.
”Mi hermana y mi mamá sobrevivieron. Nos fuimos a vivir a la colonia Atlas. Años después regresamos al barrio. Mi papá levantó de nuevo la casa y ahí crecí toda mi vida.”
Hace seis años que Pati se separó del padre de su hija Fernanda. Cuando Ricardo se enteró de ello comenzó a buscarla. Le ayudó a rentar una casa. En palabras de Pati: “Ricardo fue quien me ayudó a salir adelante, cuando estaba muy mal”.
Ricardo y Pati sobrevivieron a aquel miércoles negro, y desde hace cinco años están juntos, comparten la misma historia y, aún más importante, comparten hoy una vida juntos.
Hace un año regresaron a Guadalajara, después de intentar suerte en Tijuana. Se habían mudado allá con la promesa de que Ricardo encontraría un buen trabajo, pero el clima de la frontera hizo que su hijo Santiago desarrollara asma, por eso decidieron regresar.
La casa en la que viven hoy se las prestó una hermana de Ricardo. Esperan no vivir mucho tiempo ahí pues, dicen, todo les queda muy lejos.
A las cinco de la mañana se sube a un autobús que la lleva a la empresa. Confiesa que está emocionada con su nuevo empleo. Cree que pronto podrá tramitar un crédito para una casa propia.
Ricardo es transportista, ha viajado por todo el país y el lugar que más le gusta es Chetumal. “El sur de México es bonito”, me dice.
Hace una semana que Pati empezó a trabajar en una empresa ensambladora de piezas automotrices, Yazaki. Su horario de trabajo es de seis de la mañana a las dos de la tarde. A las cinco de la mañana se sube a un autobús que la lleva a la empresa. Confiesa que está emocionada con su nuevo empleo. Cree que pronto podrá tramitar un crédito para una casa propia.
En todos estos años Pati nunca ha soportado la oscuridad, duerme con la luz encendida. Tampoco puede subirse a un elevador o estar en un lugar encerrado, por ello siempre deja la puerta de su habitación abierta.
Le pregunto a Pati y a Fernanda si puedo tomarles un par de fotos, cuando entra corriendo su niño Santiago, me mira y voltea a ver la cámara, entonces, con toda inocencia dice: “Ven, tómame una foto afuera, con el arcoíris”. ®
Esta crónica fue escrita en 2017.