Cuando vas a tirar un penalti en el estadio los huevos se te marchitan. Ya no es el barrio, ya no es frente a los cuates del domingo y las chelas, ya no son los trescientos pesos que ganabas en los partidos de tercera. Señores yo soy de Pumas/ y llevo la camiseta/ al alarido de Goya/ espero yo su respuesta. Cuando vas a tirar un penalti en un estadio, vales madre… así de simple es el fut, el mundo, la vida.
Y pese a todo, colocas el balón justo en el punto penal, sobre la piel verde del campo. La distancia es exacta para estos casos: once metros que separan al esférico de su encuentro con la línea del arco: un chingo o un nada. Esa frontera que divide a la euforia, de la desilusión; al grito, del suspiro; al triunfo, de la derrota; a los culeros, de los culeados. Chingooón chingón/ chingón hay uno solo/ es el azul y oro/ el pumas es chingooón/ es el azul y oro/ el pumas es chingooón. Cruzar esa línea implica observar la palpitación de las redes acariciando la bola, mientras tu cuerpo se diluye entre el mar de gargantas que corean al unísono la gracia divina: el puto “gol”.
Ahora es tu turno en el ritual, tienes la oportunidad de sacrificar o ser sacrificado. El arma es redonda y el objetivo un marco. En tus pies ostentas los últimos racimos de esperanza de todos estos puñeteros que han dejado por dos horas su vida para poder sintonizar el partido. Los putos de Televisa/ La puta Minimental,/ esa pinche grabadora,/ un día nos la va a pagar. Aquí no es el llano y lo sabes. El último encuentro en las canchas de tu infancia te dio la oportunidad de despedirte con dos goles, pero casi al final del choque empatado a cuatro se marcó un tiro penal que desperdiciaste mandando el balón a besar las nubes. “Pendejo nueve”, te gritaron durante un mes hasta que te ficharon los Pumas. CU, campeón goleador, el viaje a Europa, la selección. Todo como un sueño, como la pinche película mamona de Gael y Diego, como ese pirado comercial de nike. Pero eso se quedó, como todo en México, encharcado en el paso. En este instante descifras que la hora de mirar al pasado a los ojos y cobrar tu venganza te llega aquí, en el Mundial de Sudáfrica.
Te das cuenta de que portar una camiseta verde en estos momentos hace que tu biografía ya no sea única, sino tan sólo un episodio más de la historia de descalabros en penales del futbol nacional. Brota en tu mente la tarde calurosa del 21 de junio de 1986. San Nicolás de los Garza guarecía el Universitario de Nuevo León, donde las selecciones de México y Alemania se jugaban el pase a las semifinales de la Copa del Mundo disputada en territorio azteca. Tras un gol inhabilitado de manera inexplicable por el colombiano Díaz, el partido se definiría en serie de penas máximas. Para pura madre sirvieron los tiros de Quirate y Servín; Manuel Negrete fue el único anotador. La derrota hizo que todo el mundo y, en especial los mexicanos, entendieran la definición profética de Gary Lineker: “El futbol es un deporte donde juegan once contra once y, al final, gana Alemania”. Sí sí señores yo soy de Pumas/ sí sí señores de corazón/ sí sí señores quiero que sea/ que sea Pumas/ por Dios nuevo campeón.
En ese fracaso también se gestó lo imposible: el fantasma de los penales para el tricolor que, como buen espectro, aparece siempre cuando se tenía por superado. Bulgaria se vistió de verdugo en 1994 durante el Mundial de Estados Unidos. De nada sirvió el subcampeonato obtenido un año antes en la Copa América ante Argentina. Alberto García Aspe, Marcelino Bernal y Jorge Rodríguez poseían cañones hasta el encabronamiento en cada una de sus piernas, pero tiraron apenas unas pinches serpentinas de eyaculador precoz sin más problemas para el portero. También rememoras que la maldición es hereditaria. Piensas en el preolímpico para Sydney 2000, donde la Sub 23 cayó ante su similar de Honduras por un balón golpeado por el Chato Rodríguez que explotó en el palo derecho, errando el último cobro de la serie. Pumas sí tiene valor/ Pumas tiene mucho arrojo/ pero tiene un hijo puto/ que se viste azul y rojo.
Respiras despacio. Ya puedes leer los encabezados de los diarios deportivos nacionales si llegas a fracasar: “Jugamos como nunca pero perdimos como siempre”, “Otra vez”, “Estamos fuera”, “Adiós Sudáfrica”, “Hasta los negros nos ganan”.
La reivindicación es tuya y colectiva, en este tiro se encuentra el destino de todo el futbol tricolor. Miras el balón a tus pies y retrocedes despacio contando los cinco pasos justos, con ligera curva hacia tu izquierda. Las manos a la cintura, mientras le haces creer al portero que lo miras a los ojos para intimidarlo, cuando en realidad observas el travesaño. Preparas las armas. El silbatazo disuelve el silencio que se había extendido por el estadio. ¿Y dónde están?,/ ¿y dónde están?,/ los albañiles que nos iban a ganar. Es la hora. En chinga inicias la carrera. Uno: para dónde patear. Dos: amagas con el cuerpo disparar hacia la izquierda. Tres: el portero achica y se vence a la derecha. Cuatro: ya lo sabes: simplemente dejas que con delicadeza la punta del zapato cucharee el esférico que forma una elipse a media altura y entra por el centro de la portería sin ningún problema… gooooooooool, gooooooooool, gooooooooool, golazo, azo, azo, azo. “México lindo y querido, canta y no llores”.
Corres al banderín de córner, extiendes los brazos, caes de rodillas, te empapas con el alborozo de los aficionados; lo has logrado, has acabado con el fantasma de los penales. Imaginas los titulares de los periódicos acompañando tu fotografía: “Con la cara al sol”, “Al menos uno”, “Buen sabor de boca”.
Qué importa que la bola de ojetes de tus compañeros no te haya perseguido para inundarse con tu furor. Qué importa que el reloj marque el minuto noventa. Qué importa que la culeada selección vaya a ser derrotada por cuatro goles de diferencia y la echen del Mundial. Qué importa que ahora sólo tú entiendas la proeza. Qué importa todo esto si al final te has convertido en un verdadero héroe del futbol mexicano y, como a todo buen héroe del futbol mexicano, te rendirán culto sólo hasta que en tu vida el balón deje de rodar. Cómo no te voy a querer/ cómo te voy a querer/ si mi corazón azul es,/ y mi piel dorada, siempre te querré… ®