Luis Romano, vivo contra toda lógica

«En los hospitales matan a la gente»

Ésta es la historia de un abuelo corpulento y nonagenario que vive solo y que se resiste a morir, odia a los enfermeros y a las enfermeras les pide un masaje. En los hospitales matan a la gente, decía.

El abuelo. Imagen generada por AI.

Luis ya no pudo ocultarme lo enfermo que estaba, ni siquiera tuvo que decírmelo. Me avisó cuando infló sus mejillas, con sus ojos desubicados, la inclinación de su cabeza. Con todo el vómito. Luis Romano era mi abuelo. Intenté llevarlo al lavabo de la cocina, era lo más cercano. No me dejó. Caminó hasta el baño del cuarto de al lado, se desabrochó el cinturón a la mitad del camino. A su paso, en mi camiseta y en mis calcetines dejó un rastro verde traslúcido.

Abrí la puerta para ver cómo estaba. Le avisé que iríamos al hospital en cuanto se levantara de la taza. No quería, decía que se sentía bien, me lo juraba a gritos roncos. De todas formas, llamé a un taxi. Si hubiera sido más joven me habría preocupado menos, pero no lo era: mi abuelo tenía noventa y tres años. Esperé unos minutos a que terminara. Llegó el coche, lo llevé del brazo hasta el asiento trasero. El piso de la cocina se quedó sucio. Ya no se negaba, pero había dejado de hablar desde que se puso de pie. Gruñía como animal moribundo.

A los pocos minutos del trayecto el taxista tuvo que cerrar las puertas con seguro, mi abuelo había abierto la del lado derecho y sacó una pierna con el auto en movimiento. No sé si quería escaparse o si estaba confundido…

Salimos de su casa en la avenida Río Churubusco al Centro Médico Dalinde de la Colonia Roma. Era el mediodía, logramos evitar el tráfico de hora pico de la Ciudad de México. A los pocos minutos del trayecto el taxista tuvo que cerrar las puertas con seguro, mi abuelo había abierto la del lado derecho y sacó una pierna con el auto en movimiento. No sé si quería escaparse o si estaba confundido, ya no se expresaba con palabras, sólo con sonidos, un conjunto de vocales en desorden.

Mi abuelo era parte del 1.7 millones de ancianos que viven solos en México, según el INEGI. Sólo que a él no lo abandonó nadie, lo prefería así. No me toquen. No me digan qué hacer. De mi casa me van a sacar con los tenis por delante. ¡Quieren controlar mi vida! ¡Soy dueño de mí mismo! A mí me gustaría saber cuántos viejos de esa estadística están así por mandar a sus familias al carajo.

Antes de hacerle estudios le quitaron la ropa para vestirlo con una de las batas blancas que siempre dejan las nalgas descubiertas; le pusieron suero por vía intravenosa. Todavía no empezaban los gritos, las amenazas ni los empujones a las enfermeras. La piel del rostro se le pegó a los pómulos, estaba pálido. La cama se manchó unos minutos después de haberse acostado, ya no era blanca. Aun en esa fragilidad era un hombre más corpulento que yo. Su estatura era la misma que la mía a los veintiséis años, poco más de un metro con setenta centímetros, en su juventud superaba el metro ochenta; pesaba noventa kilos, veintiocho más que yo. Aquel día eran muy obvios esos cambios, estuve consciente de ellos, de mi abuelo.

La mayor parte de mi infancia la pasé en sus casas. Vivía en la del medio con mi abuela. La de junto y la de atrás las usaba para almacenar cosas. Durante décadas atestó los cuartos de espadas, herramientas, armas de fuego, figuras de santos, dinosaurios de plástico y libros. Basura de todo tipo. En algunos cuartos los tiliches llegaban hasta el techo. Las habitaciones que en algún momento fueron salas o cocinas se convirtieron en un laberinto de estantes llenos. Este lugar fue atiborrado y diseñado al gusto del señor Romano. Yo podía jugar con lo que quisiera.

De niño no sospechaba que eso pudiera ser un trastorno de acumulación, para mí esas casas eran el sitio donde podía ser pirata, explorador, mosquetero o soldado. Había todo tipo de objetos que me conectaban con las historias que más me gustaban. Mi abuelo no tenía recato en descolgar una espada de la pared para que jugara con ella todo el verano o prestarme pistolas descargadas. La única condición era no apuntarle a nadie ni jalar el gatillo porque el diablo podía meterle una bala sin avisarme.

El color le regresó a la cara, había pasado alrededor de una hora desde que llegamos a urgencias. Le pregunté cómo estaba, no me respondió, pero sí me dijo que quería irse a su casa. La bolsa de suero no iba ni a la mitad, tampoco le habían hecho estudios. Comenzaron las quejas: ponerle la bata sin permiso fue un abuso, le ardía el brazo donde tenía la intravenosa clavada, le quitaron la ropa para que no se escapara. La bolsa con los pantalones sucios estaba a su lado, el nudo que no contenía la peste lo hice yo.

“Me quitó la ropa porque es joto”, le dijo al enfermero antes de que fuera por el médico. Regresó con el doctor y los papeles de alta. Los intercepté unos metros antes de que llegaran a la cama, cerré la cortina, el paciente no dejaba de quejarse detrás de ella.

Empezó a gritar que se iba a morir, lo que no sabía era que las pantallas con sus signos vitales decían lo contrario. El enfermero que lo atendió se dio cuenta de qué caso se trataba. Mi abuelo no era el único viejo necio de ese lugar, el Hospital Dalinde atiende a un mar de pensionados que tampoco quieren estar ahí. A muchas de estas personas mayores las acompañan parientes que buscan prolongar su vida. Es imposible saber si desean salvarlos por la voluntad de esos ancianos o por el cariño que les tienen sus seres queridos. Lo que sí me pareció obvio fue que los pacientes en urgencias ese día eran más dóciles que mi nonagenario.

Mi abuelo seguía molesto por no traer sus pantalones y su camisa puestos. “Me quitó la ropa porque es joto”, le dijo al enfermero antes de que fuera por el médico. Regresó con el doctor y los papeles de alta. Los intercepté unos metros antes de que llegaran a la cama, cerré la cortina, el paciente no dejaba de quejarse detrás de ella. Les pedí que me dieran tiempo de hablar con el señor para que aceptara tratarse. Accedieron, pero me recordaron que podía irse cuando quisiera.

El enfermero me contó de la Ley de los Derechos de las Personas Mayores, entre otras cosas protege su acceso a la información y su autonomía. Lo que no especifica son los casos en los que un viejo ya no está en condiciones para tomar las mejores decisiones sobre sí mismo. Cuando alguien está enfermo, pero está convencido de que en los hospitales matan a la gente, por ejemplo.

Hablé con él, el doctor me ayudó cuando le recordó que las personas de noventa y tres años se pueden morir de diarrea. Luego de un rato de forcejeo verbal aceptó hacerse los estudios, pero no a pasar la noche en observación. El médico anotó sus signos vitales, luego nos volvió a dejar solos. Pude contemplar las cicatrices en sus piernas, no las veía desde que era niño y dormía en medio de mis abuelos.

Luis Romano llegó a Coyoacán con su familia en 1936, tenía tres años. Esa zona era un municipio que no estaba conectado a la ciudad, ni siquiera era una delegación, más bien una región que apenas dejaba de ser rural, de chinampas. Después de la pavimentación de la avenida Hidalgo comenzó el desarrollo urbano en la década de los cuarenta, cuando mi abuelo ya salía a jugar a la calle.

Los trabajadores de esas construcciones usaban dinamita para despejar el espacio en el suelo de las obras que empezaban. No les gustaba dejar los cartuchos encendidos en el piso, muchas veces se apagaba y alguien tenía que ir a encenderlos de nuevo con menos tiempo para salir de ahí, otros estallaban sin previo aviso. Preferían que lo hiciera alguien más. Les daban unos centavos a niños que jugaban por esas colonias para que dejaran el explosivo en el punto marcado y echaran a correr. Mi abuelo fue uno de esos chicos.

La última vez lo hizo un cartucho explotó antes de tiempo. No recuerda bien cómo pasó, no por viejo, mi madre cuenta que ese día le es borroso desde siempre. Lo que nunca olvidó fue su recuperación. El resultado fueron quemaduras y otro tipo de heridas graves que subían desde sus tobillos hasta sus muslos. Su padre, mi bisabuelo, decidió que el niño se iba a curar en su casa porque la gente se moría en los hospitales.

Un doctor iba a su casa cada tercer día a cambiarle los vendajes, sus tías rezaban por él y prendían velas en el altar de su casa para su pronta recuperación. Pasó más de un mes en cama. Sanó, las cicatrices siguieron con él hasta sus noventa y tres años. No sé si ahí comenzó su disgusto por la atención médica, pero repetía su credo de que la vida terminaba en los hospitales las veces que no tuvo otra opción más que ir. Fueron pocas, la mayoría en la tercera edad llevado casi a rastras por uno de sus seres queridos.

El doctor me señaló que lo más conveniente era que pasara la noche ahí, aunque sus papeles de alta ya venían en camino. “El señor dice que se siente bien y que ya se quiere ir. Es difícil”, concluyó el médico. Ante la ley Luis Romano era una persona mentalmente competente, podía negarse a ser tratado.

No pude acompañar a mi abuelo a los estudios, no me dejaron porque así es la política del hospital. Antes de que se fueran les dije que era mejor si yo iba con ellos. Los esperé junto a la cama rodeada de cortinas. No tuvieron que contarme muchos detalles cuando volvieron, sus ceños fruncidos lo decían todo. He llevado al viejo al doctor suficientes veces como para saber que empuja a los doctores, llama maricones a los enfermeros y si lo revisa una enfermera joven le pide un masaje.

La diarrea de mi abuelo aún no paraba; su placa de pecho mostraba que tenía rigidez en los pulmones; sus radiografías unos rastros de cuando se cayó del techo de su casa unos meses antes. El doctor me señaló que lo más conveniente era que pasara la noche ahí, aunque sus papeles de alta ya venían en camino. “El señor dice que se siente bien y que ya se quiere ir. Es difícil”, concluyó el médico. Ante la ley Luis Romano era una persona mentalmente competente, podía negarse a ser tratado.

Se vistió solo. Como en ocasiones anteriores, nadie del personal médico quería acercarse a nosotros después de cómo los trataba. Se quedó con las ventosas que monitoreaban sus signos vitales pegadas en el pecho. Quiso levantarse dos veces antes de que llegaran los papeles de alta, en ambas ocasiones una enfermera le indicó que tenía que quedarse en la cama. De haber tenido más fuerzas hubiera echado a correr, no lo hizo, todavía no estaba bien.

Tuve miedo en el camino de regreso a la casa, a pesar de su comportamiento mi abuelo no quería morir, lo decía siempre. No era de esos ancianos que se sientan en silencio y duermen todo el día a la espera de nunca despertar. Hacía arreglos en sus casas, impermeabilizaba, destapaba tuberías; conducía su auto gracias a una licencia de manejo que, en mi opinión, no debieron renovarle; recorría mercados y tiendas en busca de más tiliches para su guarida. En otra época yo habría jugado con esas cosas.

Lo primero que hizo cuando llegó a la casa fue ir al baño. En ese momento lo único que pude hacer fue darle una pastilla de loperamida para detener su diarrea, comprar electrolitos, gritar con todas mis fuerzas y estrellar una jabonera azul de piedra contra el lavabo. Di tres golpes que poco sirvieron para mejorar las cosas, al menos no se rompió nada. Le sugerí a mi abuelo que se metiera a bañar, no quiso, dijo que se sentía cansado, prefirió irse a dormir. Yo ya no quería rogarle más. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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