Apolo

Los manjares de la calle

Un bóxer cariñoso al que todos quieren. Ágil, atlético y musculoso. Entra en todas las casas de la colonia y en todas es bienvenido. Pero nadie sabe su oscuro secreto…

«Apolo». Ilustración cortesía del autor.

Era sin duda el castigador de la colonia: ágil, atlético, musculoso, muy bien plantado, súper seguro, de mirada cautivadora y abrumadoramente apuesto. Haciéndole honor a su titánico nombre, Apolo simbolizaba la prueba viviente del triunfo de los mamíferos. Se erguía, indiscutiblemente, como el bóxer definitivo.

En la Postal todos lo admiraban mientras recorría con aire de suficiencia de arriba a abajo las calles que consideraba suyas por derecho. Nadie sabía el nombre del pobre infeliz de su calvo dueño, pero desde la iglesia de Nativitas hasta la Clínica 10 del Seguro Social no había quien ignorara el apoteósico apelativo de tan singular can de piel atigrada.

Apolo era toda una leyenda por su estoica conducta, pues era bien sabido que a las cinco de la mañana salía a dar su primera vuelta para seguir tonificando el músculo. Aprovechando su estamina extrema, este perro se adelantaba a sus amos dos o tres cuadras y no dudaba en meterse por cualquier puerta que hallara abierta, pues sabía bien que era tan consentido que nadie osaría increparlo por sus allanamientos.

Apolo intuía que se ganaría un buen manazo si su dueño lo hallaba hozando en estas suciedades, y por ello había desarrollado una técnica digna de ser imitada por los precisos robots diseñados por inteligencia artificial: clavaba sus patas delanteras al centro de la bolsa, la separaba despachadamente mientras con su testa daba una revisada rápida al interior.

Pero, al igual que todos nosotros, Apolo tenía sus secretitos. Esta escurridiza mascota disfrutaba hasta el paroxismo de un vicio inusitado: le encantaba chupar los orines de postes y paredes. Los lamía con fruición, recorriendo de arriba abajo toda la superficie que hubiera sido mojada con urea. Sus aficiones también se ampliaban al disfrutar de algunas delicias turcas más elaboradas: no los resecos serotes que por docenas excretaban los perros atiborrados de croquetas, sino los majestuosos manjares que representaban los pañales de bebés y adultos en plenitud que encontraba en el fondo de las bolsas de basura. Aunque nunca lo habían regañado por su coprofagia, Apolo intuía que se ganaría un buen manazo si su dueño lo hallaba hozando en estas suciedades, y por ello había desarrollado una técnica digna de ser imitada por los precisos robots diseñados por inteligencia artificial: clavaba sus patas delanteras al centro de la bolsa, la separaba despachadamente mientras con su testa daba una revisada rápida al interior y, si encontraba un pañal, lo jalaba con su chata dentadura para rápidamente zampárselo de unas cuantas tarascadas seguidas de tres o cuatro lengüetazos. Nunca lo habían atrapado, al contrario: a las pocas horas sus amos recibían sus tiernos lametones sin sospechar que esa misma lengua era tan ágil como un ofidio para devorar deyecciones. Así pasaba su año Apolo: de placer en placer, de meada en meada y de hez a hez.

Ayer fue Nochebuena y hoy es Navidad, y aunque Apolo ignora por completo el significado de la fecha, sabe que tiene que hacer el doble de ejercicio porque en las sobras con que lo alimentan no falta el pedacito de turrón, el toquecito lodoso de los romeritos y el beso de mar puro de ese bacalao que lo dejaba sin aliento. Disciplinadísimo y a pesar del frío glacial, Apolo salió a su hora habitual de su apartamento y, gracias a la cruda invalidante de su dueño, pudo adelantársele seis cuadras. Como es habitual en la época, los desperdicios abundaron y un impulso atávico lo atrajo a una bolsa grisácea. Ante esto, ninguna fecha es la excepción y, con la velocidad de un fotón, Apolo aplicó avivadamente su técnica: en menos de un segundo un bazar de desechos se extendió bajo sus uñas. Y entonces sucedió: en esa gélida madrugada en la que aún las tinieblas asfixiaban la visión, frente a él se desplegó un brillo místico de ensueño. Hilos de dorada luz atronaron en esa calle solitaria en medio del reguero de fotografías destruidas, menaje hecho añicos, papeles triturados, ropas rasgadas, aditamentos quebrados y vajilla despedazada. Un centenario, que por un error incalculable había terminado en esa talega de bazofia, desplegó su brillo inabarcable ante los ojos de Apolo. Conmovido por la luminosidad y embelesadora presencia de esa áurea moneda, Apolo se paralizó y vislumbró que eso significaba algo grandioso… algo que cambiaría su existencia para siempre… algo que bruñiría su espíritu y templaría su bien trabajado amor propio. Con su pata, empujó el centenario y vio que no se había equivocado: abajo de la invaluable moneda yacía rebosante un abundante pañal con la mierda más sabrosa que jamás hubo comido.

Apolo regresó rápidamente con su amo, más cariñoso y servil que nunca. El centenario se hundió de nueva cuenta entre esos desperdicios destrozados que aullaban el testimonio final de una vida ausente, cuyas posesiones terminan en la basura.

A pesar de que lo barrido en la ciudad más grande del mundo es revisado por más de siete manos, nadie encontró el centenario. Tal vez el Destino quiso que se evitara una cadena de desgracias provocadas por la codicia. Tal vez la Providencia sea esquiva para los necesitados y quiera ponerles pruebas más duras en su sino. Tal vez la Felicidad momentánea simplemente no puede encontrarse por casualidad. Lo cierto es que el azar hizo que justamente en medio del tiradero más extenso del orbe, en su punto inalcanzable, fuera un pedazo invaluable de oro el que refulja cada alba y crepúsculo sobre los tronos del Rey de las Ratas y de la Princesa de las Cucarachas…

…Y mientras, a decenas de kilómetros, Apolo ocupa en su totalidad el sofá familiar y ronca con tranquilidad inefable, imantado por un aura de ternura que conmueve hasta las piedras, mientras sueña, ensueña y vuelve soñar con ese banquetazo inesperado y ambrosíaco. Porque las almas más puras no se complican con banalidades, para ellas, basta y sobra simplemente con una buena caca en Navidad. ®

Compartir:

Publicado en: Apuntes y crónicas

Apóyanos:

Aquí puedes Replicar

¿Quieres contribuir a la discusión o a la reflexión? Publicaremos tu comentario si éste no es ofensivo o irrelevante. Replicante cree en la libertad y está contra la censura, pero no tiene la obligación de publicar expresiones de los lectores que resulten contrarias a la inteligencia y la sensibilidad. Si estás de acuerdo con esto, adelante.