No admiro a mi generación: la veo demasiado uncida al régimen imperante, la recuerdo siempre ligada a las generaciones anteriores…
—Carlos Monsiváis, 1966
Inobjetablemente, uno de los actores más ubicuos y determinantes de la cultura mexicana contemporánea, creador de crónicas vertiginosas y ensayos incisivos —imprescindibles si se quiere tener una visión igualmente irónica y erudita del tardío y atrabancado arribo de México a la modernidad, así como de otros momentos históricos— compilados en volúmenes de lectura y referencia obligadas como Días de guardar y Amor perdido. Azote de políticos y otros personajes públicos irremediablemente proclives al ridículo, al descaro y a la altisonancia; autor de incontables presentaciones, prólogos y artículos para otras tantas publicaciones; solicitadísimo conferenciante y profesor de literatura hispanoamericana en universidades nacionales y extranjeras; colaborador de casi todas las revistas mexicanas publicadas en las décadas de los ochenta y noventa, marginales o no —de La Regla Rota1 a Tele Guía—; introductor en los turbulentos años sesenta, vía el suplemento La Cultura en México, de una novedosa constelación de escritores y periodistas estadunidenses y europeos —de Tom Wolfe y Norman Mailer a Roland Barthes; sagaz contendiente de Paz en una célebre polémica y fortuito letrista de guaca-rock (el “Tlalocmán” de Botellita de Jerez), Carlos Monsiváis (Ciudad de México, mayo de 1938) ha sido también actor —el memorable santaclós borrachín de Los caifanes, Juan Ibáñez, 1967—, animador y testigo privilegiado de acontecimientos fundamentales para el reavivamiento de los derechos y libertades de la así llamada sociedad civil —ese proteico universo donde confluyen las consignas y demandas de homosexuales, feministas, chavos banda, amas de casa, colonos, estudiantes, artistas e intelectuales de Coyoacán y la Condesa— y para la reconfiguración de partidos y organizaciones de la democracia de centro-izquierda.
Dueño de un claridoso estilo apabullante y televisivo que echa mano con destreza lo mismo del sarcasmo que de la indignación, Monsiváis no ha dejado de escribir profusamente de política, historia, literatura, arte, espectáculos y de las diversas vertientes de su entrañable y vapuleada cultura popular nacional. Nada escapa a su escalpelo ni a su lupa, desde los tempranos monos de Jis y Trino —de quienes se volvió personaje en Santos y la Tetona Mendoza y a los que alguna vez tachó de “provocadores”— hasta los luminiscentes megaconciertos de la Banda Machos y el proceso penal de Raúl Salinas de Gortari, pasando por la colección de fotografías eróticas de Ava Vargas, las obras completas de José Vasconcelos y Salvador Novo, la época de oro del cine mexicano, los devaneos de María Félix y los contoneos de Tongolele y Ninón Sevilla, la pintoresca Familia Burrón, las pinturas de Tamayo y de Toledo y los cuatro decenios de Fidel Castro en el poder. Con el pelo completamente blanco y poco más de sesenta años a cuestas, Monsiváis se ha convertido, al decir de numerosos lectores, no sólo en el cronista por antonomasia de la capital, sino en la conciencia crítica y moral del país —honor que se le hace compartir con el sup Marcos y refrendado nuevamente con la aparición de Parte de guerra, escrito al alimón con Julio Scherer, en donde ambos periodistas revelan la responsabilidad inicial del Estado Mayor Presidencial en la matanza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968.
¡Por mi madre, bohemios!
Con una trayectoria tan impecable como abrumadora es imposible no caer en el desconcierto a medida que uno se entera, poco a poco, como en una telenovela, de las veleidades e inconsistencias del otro Monsiváis, aquel que en algunos momentos de su prolífica vida intelectual ha caído en las tentaciones del poder para ejercer, así haya sido sutilmente, ciertas formas de manipulación y de censura. “Monsiváis es una persona olvidadiza, o ha tenido la suerte de reunir en su torno a mucha gente olvidadiza. Sus recuerdos del suplemento [La Cultura en México] casi nunca coinciden con los de quienes colaboramos con él cinco, diez o quince años. Varios han contradicho públicamente sus afirmaciones. Hay por ahí algún problema de deficiencia o de manipulación de la memoria”, escribe,2 no sin cierto dejo de amargura, José Joaquín Blanco, uno de los más fieles y capaces ayudantes en el suplemento de un Monsiváis más interesado entonces en las relaciones públicas, la política y sus intrigas que en la difusión de la cultura. “Nunca supe por qué Monsiváis —prosigue J.J. Blanco— decidió rodearse, en lo político, de autores experimentados, ya profesores universitarios y hasta doctores, de renombre e influencia nacionales, y en cambio convocar para lo literario a puros jóvenes escasamente conocidos o de plano novatos […] Sospecho que no deseaba rivales, compañeros de su nivel, sino discípulos dóciles”. Ante la novatez y buena fe de los imberbes poetas y escritores el astuto y paternal Monsiváis se erigía como el gran conciliador: “Nos sentíamos a ratos manipulados o engañados y lanzábamos grandes gritos de guerra […] Renunciábamos y nos apartábamos dos o tres veces por semana, aunque también dos o tres veces por semana retornábamos, tras la flauta de Hamelin de los telefonazos de Monsiváis. A veces —recuerda Blanco— nos cantaba al teléfono ‘Estrellita’ para disiparnos el mal humor”.
Candoroso y maquiavélico, Monsiváis hizo de La Cultura en México un coto exclusivo al que fingía renunciar con cierta regularidad cada vez que los muchachos integrantes del consejo de redacción se atrevían a reclamarle sus procedimientos arbitrarios y caprichosos. El consejo de redacción fue un membrete honorario que Monsiváis usaba como catapulta para lanzar críticas o denuestos anónimos o como escudo para vetar artículos y reseñas que se perdían o archivaban para siempre: “¡No puedo hacer nada, son unos energúmenos, unos enloquecidos!”, culpaba el taimado Monsiváis a su novel y confiado consejo de redactores. Jamás permitió una crítica o cuestionamiento a sus intocables: Paz, Fuentes, García Terrés o los miembros de la llamada mafia. Durante los quince años (de 1972 a 1987) que dirigió el suplemento, que más bien debió haberse llamado, dice J.J. Blanco sarcásticamente, La Grilla en México, Monsiváis “se limitaba a rumiar chismes, a fingir golpes de Estado que no duraban ni dos semanas, a armar berrinches y pataletas por el ‘excesivo culturalismo’ que se iba apoderando de lo que era, precisamente, un suplemento cultural”. Una actitud más propia de una portera de vecindad que de un intelectual prominente que no abandona jamás en público el gesto adusto y solemne que lo caracteriza.
La primera generación de gringos nacidos en México
Manuel Aceves fue director de la revista Piedra Rodante (1971-1972), uno de los principales divulgadores del movimiento contracultural de La Onda, el cual, según el propio Aceves, “pasó a la clandestinidad en 1971 por causa de la paranoia que generó el festival de Avándaro. A principios de 1972 fue prohibida la revista Piedra Rodante. Para mí, aquello fue el fin de La Onda y su contracultura…”3 En las páginas de aquella predecesora de las revistas contraculturales mexicanas se dieron cita José Agustín, Parménides García Saldaña y el malogrado Jesús Luis Benítez, el Booker, amén de críticos musicales como Juan Tovar, Luis González Reinman y Óscar Sarquiz. Aceves explica el fin de la Piedra: “Un anuncio publicitario sirvió de corpus delicti para acabar con la revista. Se trataba del aviso de Chanchomona, una máquina para forjar pitos; anuncio que el periodista Roberto Blanco Moheno utilizó para chantajear al entonces secretario de Educación, Bravo Ahuja, para que nos fuera retirada la licitud, como en efecto ocurrió extraoficialmente”. Pero ése no fue el único pretexto del que se valieron las hipócritas autoridades para atacar y suprimir la publicación, explica Aceves, “también se nos acusó de utilizar la efigie de Emiliano Zapata para un anuncio de ropa, pero no fue así. Nosotros […] utilizamos a unos bigotones con carabinas de palo y a unas chavas que de veras parecían chinas poblanas de rancho. El anuncio causó tal indignación, pero no de los funcionarios públicos, sino del gran Vigía de las Costumbres Nacionales, Carlitos Monsiváis, que por aquel entonces andaba girándola por las Europas, en Essex, Inglaterra”. Monsiváis reprodujo en Amor perdido la leyenda del divertido cuan inofensivo anuncio —redactado, según él, en “idiolecto ondero”—, que rezaba como sigue: “El último alarido de la moda es el que uno mismo da por sus pistolas… Ya estuvo suave de moldes chafas y trapos elegantes. Hay que vestirse como Mick Jagger, monje budista, vampiresa del cine mudo, guerrero azteca, Sor Juana, vietcong, Tongolele, juglar o zapatista”. (¿Y no es así, by the way, cómo se viste ahora, al final del milenio, una parte considerable de la juventud mexicana, sean cuáles fueren sus gustos o sus preferencias ideológicas?) El comentario, recuerda Aceves, fue demoledor y friqueó hondamente a los integrantes de la redacción; Monsi acusaba: “El mercantilismo toma las mejores ofertas de este underground y con ellas inunda los grandes almacenes”. Líneas más adelante, Aceves señala a Blanco Moheno y a Monsiváis de propiciar “una fuerte campaña de desprestigio a través de la televisión y los periódicos…”
Pero Monsiváis no sólo había ridiculizado a la Piedra Rodante, sino que, peor aún, también había abominado de la exaltada juventud de greñas largas y colgajos hippies que colmó la campiña de Avándaro en el célebre festival Rock y Ruedas de septiembre de 1971. En una carta dirigida al cartonista Abel Quezada y firmada en Londres,4 un escandalizado Monsiváis se quejaba en estos términos de la reciente y violenta represión de los estudiantes a manos de los Halcones el 10 de junio: “Y me volví a aterrar —quizás en forma más implacable— con las fotos del pseudo ‘Woodstock’. 150 mil gentes, las mismas que no protestaron por el 10 de junio, enloquecidas porque se sentían gringos. El horror […] Creo que la ‘Nación de Avándaro’ es el mayor triunfo de los mass media norteamericanos […] Es uno de los grandes momentos —concluye el perspicaz Monsi— del colonialismo mental en el Tercer Mundo”. Aunque poco después Monsiváis habría de retractarse amplia y públicamente5 el daño era ya irreparable, algo que también José Agustín le recrimina acremente en su apresurado recuento de La contracultura en México (Grijalbo, 1997). Manuel Aceves, por su parte, está convencido de que las opiniones de Monsiváis en torno al rock y la contracultura de los años sesenta orientaron de alguna manera el criterio represor que asumiría la Procuraduría General de la República bajo el gobierno del infausto Gustavo Díaz Ordaz. “Por lo visto al gran cronista de Portales —se lamentaba Manuel Aceves— se le fue el camión y no entendió lo mejor de su tiempo”.
Son rumores, son rumores…
Al parecer, la injerencia de Carlos Monsiváis en decisiones que inciden en el devenir de ciertos aspectos de la cultura mexicana no ha menguado; por el contrario, su nombre se ha mencionado con insistencia en acontecimientos de los cuales, por desgracia, no hay testimonios escritos —o al menos no los conozco— a los que podamos referirnos para apuntalar o confirmar lo que de otra manera puede quedar solamente en el terreno de la especulación o los rumores. Quizá los involucrados en las dos siguientes anécdotas crean conveniente aportar sus versiones para complementar o, dado el caso, rebatir la especie.
Se rumoró, por ejemplo, que fue el enojo de Monsiváis, entre otros, lo que ocasionó la salida de Roger Bartra de La Jornada Semanal, suplemento del diario La Jornada y el cual dirigió en una de sus mejores épocas (junio de 1990 a febrero de 1995). Bartra se distinguió por su apertura y por la inclusión de ensayos críticos respecto de la cultura nacional y de traducciones de pensadores extranjeros.6 Uno de estos artículos, detonador del disgusto monsivaíta, escrito por Luis González de Alba, cuestionaba severamente algunos puntos de la obra literaria de José Joaquín Blanco, quien, como ya hemos visto, sería poco después, paradójicamente, uno de los más serios denunciantes de la ambigüedad de su antiguo jefe y amigo… Monsiváis habría llamado a Carlos Payán, director entonces de La Jornada, para llamar su atención sobre la aparición del texto de marras. Con el argumento de que el formato de revista de La Jornada Semanal salía muy caro y no era redituable en términos económicos para el diario, y por lo mismo era necesario devolverle el antiguo tamaño tabloide que había tenido en sus orígenes, Payán le pidió a Bartra que emprendiera la transformación del suplemento, pero Bartra no cayó en la trampa y, en cambio, prefirió renunciar. Así, Monsiváis ganaba una vez más la partida.
Poco después el mismo González de Alba se vería obligado a abandonar las páginas de La Jornada, ya bajo la dirección de Carmen Lira, pese a ser socio fundador del periódico y uno de sus colaboradores más críticos, casi siempre a contracorriente del ortodoxo pensamiento políticamente correcto de la izquierda ilustrada. González de Alba se había atrevido a acusar legalmente nada menos que a Elena Poniatowska —una de las amigas más cercanas de Monsiváis— por haber reproducido de manera textual en La noche de Tlatelolco varios párrafos de Los días y los años, el testimonio de González de Alba sobre su estancia en Lecumberri a causa de su participación en el movimiento estudiantil de 1968. Huelga decir que Poniatowska no creyó necesario citar la fuente de donde había extraído las numerosas citas, atribuyéndose, en cambio, el derecho de modificar algunas frases para, como señaló en su momento González de Alba, adecuarlas a su peculiar manera de escribir.
La última de las engorrosas situaciones en las que, supuestamente, participó nuestro acribillado Monsi tiene que ver, por desgracia, con quien esto escribe y con el controvertido escritor Guillermo Fadanelli, creador también del término “literatura basura”. Al parecer los organizadores del último Festival del Centro Histórico —efectuado en marzo de 1999— habían sugerido tanto mi participación como la de Fadanelli en alguna de las mesas redondas que comprenderían el tema de la ciudad. En diversas ocasiones Fadanelli y yo habíamos publicado en varios medios artículos y crónicas sobre la debacle de la gran Ciudad de México, producto de nuestro conocimiento de la metrópolis y sus oscuros recovecos, razón por la cual los organizadores pensaron en nuestra presencia. Desafortunadamente, ellos no tenían mayor injerencia, dado que había un “comité de selección”, por así llamarlo, al que se turnaban las propuestas y éste debía decidir a fin de cuentas quiénes participarían y quiénes no. Ese comité, se nos dijo, estaba conformado, entre otras personalidades, por Carmen Boullosa, Juan Villoro y el, a estas alturas, inefable Carlos Monsiváis.
Huberto Batis, director del suplemento sábado, del diario unomásuno, enterado del problema, llamó por teléfono a su amiga Carmen Boullosa para indagar sobre lo que realmente había acontecido. Boullosa se deslindó del asunto e incluso llamó inmediatamente a Fadanelli para aclararle que ella no había tenido nada que ver con su exclusión, y que, por el contrario, incluso admiraba su producción literaria. De Villoro supimos más tarde que tampoco tenía culpa alguna y que, oh no, había sido un tal Monsiváis el responsable de poner palomitas y taches a la extensa lista de sugerencias… Muy en su derecho, concluimos con cierto estoicismo Fadanelli y yo, que en modo alguno formamos parte del selecto grupo de amigos o aduladores de tamaña gloria nacional. Si esto no fuera suficiente, alguien nos dijo también que Monsiváis profesaba una franca animadversión contra el director de la revista Moho y autor de La otra cara de Rock Hudson.
Intermedio políticamente incorrecto
Como en todos los eventos de esta naturaleza, algunos ponentes del mencionado Festival, como Naief Yehya y Sergio González Rodríguez, mostraron un claro conocimiento del tema en su respectivas participaciones. Otros, en cambio, se atrevieron a desplegar en todo su esplendor su ingenuidad y su cretinismo intelectual, como ocurrió con el locutor Jordi Soler. En su ponencia “La ciudad soñada”7 Soler, sin el menor asomo de pudor ante la presencia en el Festival de William Gibson, autor de la mítica novela ciberpunk Neuromancer, arrojó al público una sarta de soluciones a los acuciantes problemas de la Ciudad de México. Después de asegurar que “el planeta entero, con sus personas, sus casas, sus gatos y sus automóviles, no es más que la proyección del planeta que lanza cada quien”, propuso que los habitantes de la ciudad más grande del mundo nos juntemos “de mil en mil, por turnos, en un sitio específico: un parque o un terreno baldío, que sirva exclusivamente para esta actividad y que se llame soñadero [¿No es encantadoramente naive?, La soñadora R.]. Los primeros mil se darán, durante una hora, a la tarea de trabajar sobre el problema del agua […] la inseguridad en la ciudad puede resolverse con un método similar. Hay que establecer otro soñadero para que, de mil en mil, vayan proyectando una ciudad de México sin ladrones ni criminales ni policías”. El hecho de que las poco visionarias autoridades de la administración cardenista del Distrito Federal no hayan puesto en marcha ya el prometeico proyecto de este chamánico locutor metido a filósofo new age demuestra únicamente su alto grado de insensibilidad e incapacidad… De no ser por su evidente irrelevancia seguramente Monsiváis, el inmisericorde, ya habría destazado al sobrevalorado escritor Jordi Soler en alguna parte de su añeja y leída columna “Por mi madre, bohemios”. Sobra añadir que la participación de Jordi Soler —entre otros— se debió a su asepsia literaria, a la fama que goza como locutor de una estación de moda y a su apego a la fórmula políticamente correcta que distingue a varios colaboradores de La Jornada, of all papers.]
Más allá del bien y del mal…
En un extenso artículo que publiqué en La Jornada Semanal8 esbocé una acerba crítica a la mal llamada República de las Letras, y en él mencionaba de pasada a un Carlos Monsiváis que había permitido el crecimiento de un impúdico culto a su personalidad. Poco después un falsamente airado Fernando Fernández, director de la desaparecida revista Milenio, hoy Viceversa, le reclamaba a Monsiváis haber departido en el céntrico bar La Ópera con el cronista de sociales Agustín Barrios Gómez, pasado de copas; en realidad Fernández aprovechaba la insulsa anécdota sólo para vengarse del buen Monsi, quien se había tardado más de lo debido en entregarle un artículo que Fernández, no obstante haberlo publicado, calificó de maquinazo endeble y superficial. Para bien o para mal, con razón o sin ella, Monsiváis empezaba a ser cada vez menos una figura incuestionable y cada vez más blanco de críticas y ataques de todo tipo.
A mí, como a tantos miembros más de mi generación, Monsiváis nos había cautivado desde muy jóvenes con su prosa corrosiva y su lapidario sentido del humor. Es necesario, por tanto, que todo lo anteriormente expuesto no deteriore en modo alguno la imagen que cada quien se ha hecho de Monsiváis. ¿Quién soy yo, caray, para cuestionarlo? ¿Y quién, a final de cuentas, está libre de veleidades? Pongámonos en su lugar: no sería nada fácil ser alguien tan complejo y con tantos compromisos como Carlos Monsiváis. ®
David Aguilar
El texto publicado en su momento , peca , pero de honesto , ¿quién en ese tiempo le arrojaba la primera piedra al Monsi? Además, es verdad , es la mar de aburrido y petulante , ese periplo verbal que se suelta para mirar el rostro de quien lo escucha para saber si tiene la boca abierta , es deplorable.
José Fabián Martínez Martínez
saludos.
Me parece un buen articulo, el lado oscuro del buen monsi… pero cual lado oscuro, es tan solo el lado humano, no crees? quien no quiere, poder, fama, reconocimiento.
No veo envidia en tus comentarios, solo una buena descripción de esa parte poco publicitada y conocida de Monsivais.
chido
LAIBACH NSK MEX
Me cuentan de buena fuente, que a Don Carlos aunque le gustaba que le tomaran fotos, jamas queria ser retratado tomando Coca Cola, lo crispaba y enloquecia, a tal grado que pedia la cabeza de los fotografos! Muy bien por esa anecdota del tal Jordi Soler, que paso de sepulturero de Rock 101, locutor chafa, pseudointelectual, funcionario Foxista, pseudoescritor y ahora se nacionalizo Español.
pedro meyer
Me encanto la foto de Monsi…
Alejandro Bravo
Ja ja ja. Está bien, desacralizar a la vaca. El Batis también nos había contado que el Monchi había censurtado un ensayo de José Joaquín Blanco sobre homosexualidad en los sesenta, toda vez que no deseaba que se supiera que andaban y, por ende, de su homosexualidad de clóset. Ahhhh, benditos chismes.
Emma Erika
Me gusta!!! desacralizar a los «ídolos» es uno de los mejores ingredientes para que motive a la reflexión, preguntaba Elenita que qué vamos a hacer sin Monsi? Elenita, pues crecer, vivir, que venga otro, alomejor es uno de nosotros, no sé, pero porqué y para qué querer conservar siempre lo mismo… que acaso no se trata de trascender? y la muerte es eso o no?
Alma Villarreal
Hola Rogelio, gracias por contestarme, te creo porque lo dices tú y a ti sí te conozco, creo que necesito conocer más de su historia. Saludos con mucho cariño. Alma V.
Rogelio Villarreal
Hola, Alma! Me creerías si te digo que la crítica a Monsiváis está animada por un legítimo deseo de cuestionar su gusto por el poder y por denunciar la manera en que ejerció actitudes arbitrarias contra mucha gente, a la que hizo daño? Saludos!
Alma Villarreal
Noto un tufillo de rencor.
Rogelio Villarreal
Cómo no… Gracias!
Rafael Toriz
Ya conoces este texto? Está sabroso: http://www.reneavilesfabila.com.mx/pdf/pesadilla_monsivais.pdf
Alex
Ponen un articulo de hace diez años que salió en el unomasuno
no dicen que también ya fue publicado en la revista Complot, mas o menos por la misma fecha.
y ahora por tercera vez en Replicante…
a poco esta tan bueno?
me aburro
Omar Delgado
Evidentemente, la personalidad de Carlos Monsiváis, como la de todos los grandes, es un collage de luces y sombras. Fue cabroncillo el Monsi, a la par de genial. Esto se puede constarar leyendo los múltiples escritos que del tema escribe René Aviés (http://recordanzas.blogspot.com/)o en los de ese saltimbanqui de las letras llamado Luis González de Alba.
El escrito de Rodrigo Villareal peca de injurioso, a la vez que es magro de argumentos. La gran mayoría de sus argumentos se basan en «… Los que lo conocían dicen…», «Lo que dijo Carmen Boullosa y Guillermo Fadanelli»,»… Muchos de sus ex-colaboradores afirman»
No es pecado disentir (muy por el contrario, es necesario), y es bueno desacralizar a una figura como la de Monsi y presentarlo en su dimensión falible y humana. Lo deleznable es que se aproveche el momento (¿Replicante hubiera publicado este artículo de no haber muerto el Monsi?) para redactar un panfleto como este, tan falto de sustento y tan hinchado de bilis.
Pero en fin…
Saludos
ODV