Me hallo en una encrucijada. No sé en realidad qué escribir. Apenas hace un par de días comencé a acercarme a la figura de José Saramago (1922-2010). Todo a propósito de su deceso. Si no se hubiera despedido de este mundo continuaría con una serie de ideas preconcebidas en torno suyo.
Preconceitos, creo que se dice en portugués, prejuicios, simples y flagrantes, en español. De Saramago repelía, y no poco, su lucha social. Las buenas conciencias en México, y en otras partes supongo, veían sus apariciones y discursos públicos como meras formas de llamar la atención, hilvanados con palabras torpes, sin esos ecos del discurso económico y político que vuelven todo tan creíble y atildado. Alfaguara, el sello editorial donde Saramago publicaba en español, ha caído en un cierto tedio, por no decir desprestigio, entre tantos lectores con ciertas exigencias. Confieso que las escasas veces en que me topé con una novela de Saramago me desanimaban hasta las portadas. Ese amarillo canario, tan contrastante, en El viaje del elefante (2008) como fondo, más la efigie del paquidermo en lila, violeta o índigo, un color que resulta indefinible, provoca una impresión demasiado agogó, por decir lo menos. Alguna vez incluso hojeé otro volumen, no recuerdo cuál, y ante la traducción tan española, a lo peninsular se entiende, además del retintín constante de ciertas ideas previas por parte del autor, quien pretendía como ilustrarlas, me alejaron al instante de su obra. Cundo se inmiscuyó en los asuntos de Chiapas y el Plantón de Reforma hasta le di la razón a los ultraconservadores, a quienes no les faltaron ganas, e incluso realizaron algunas diligencias, para expulsarlo o por lo menos para restringir su entrada al país en un nuevo viaje. Todo en vano. Saramago era cuidadoso en sus declaraciones expresas, contaba con numerosos simpatizantes, algunos incluso con cierta influencia política. Estaba muy fogueado.
El periodista y locutor Guillermo Rocha lo trató en persona y dijo algo excepcional, para alguien que no es escritor ni crítico literario, en José Saramago el gran hombre superaba al gran escritor. No es literal la cita pero ésa es poco más o menos la idea. Ahí radica justamente la clave para comprender la hondura humana del mensaje universal de la figura pública que fue Saramago que, si bien de orígenes modestísimos y agrestes, llegó a elevarse hasta el puesto de subdirector de Diário de Notícias, el más importante de Lisboa, pasando por reportero, recensor de libros y otros oficios manuales, mecánico de coches, por ejemplo. Su afiliación temprana al Partido Comunista Portugués (1969) le valió asumir una postura de principio respecto de los problemas más graves que aquejan a la humanidad en nuestro tiempo. Sus mayores novelas son quizás Memorial del convento (1982), Historia del cerco de Lisboa (1989) y Ensayo sobre la ceguera (1995), esta última le valdría el Prémio Camões ese mismo año y el Nobel en 1998. Diez años más tarde, el realizador brasileño Fernando Meirelles llevará la novela a la pantalla con el título en inglés Blindness (2008).
José Saramago se hallaba ligado al mundo hispano por una serie de accidentes: el primero que en 1925, a la edad de tres años, su familia se estableció en Buenos Aires, donde el padre habría de prestar sus servicios como policía, si bien por breve tiempo, ése no fue impedimento para que Saramago conservase algunas tradiciones argentinas como el gusto por el mate y el dulce de leche; en 1986, a los 63 años de edad conoce a su última esposa, la periodista española Pilar del Río (Granada, 1950), quien se convierte en su traductora oficial al castellano; en 1991, tras la publicación de El Evangelio según Jesucristo y el veto oficial de la presentación del libro, a raíz de quejas por parte de católicos recalcitrantes, la pareja decide abandonar el país y mudarse a Lanzarote, una de las Islas Canarias, donde permanecerá hasta su muerte, no sin haber reunido una respetable biblioteca. En diciembre de 1997 tuvo lugar en México la matanza de Acteal (45 muertos incluyendo mujeres preñadas y criaturas). A principios del año siguiente, y antes de recibir el Nobel, Saramago viaja a Chiapas y entra en contacto con el movimiento zapatista. En 1999 en la FIL de Guadalajara declarará, impugnando la versión oficial de Ernesto Zedillo: “Hay guerras que son guerras y hay no guerras que son igual de guerras. La no guerra en Chiapas es una guerra”. Lejos de ser declarado persona non grata, Saramago recibe las llaves de la Ciudad de México, prologa libros en apoyo al zapatismo, publica artículos críticos, cuestiona la transparencia en los procesos electorales de México y advierte sobre la infiltración del narco en las más altas esferas oficiales.
Saramago no sólo se interesó por los pobres de México, sino por los del mundo entero, comenzando por su propio país, Portugal, con sus sindicatos de trabajadores. Erigiéndose en crítico acérrimo de la globalización, advirtió sobre los peligros de la pauperización del mundo y la inminente muerte de millones de personas, comenzando por África, un territorio que queda a escasos cien kilómetros de donde él había asentado su domicilio. Con su última novela, Caín (2009), volvió a agitar los ánimos entre los fervorosos católicos. Un clérigo de su país lo calificó como un jacobino a deshoras, a la vieja usanza del siglo XVIII. Este último comentario no sé si habría sido considerado ultraje o alabanza por parte de Saramago. Me inclino más bien por lo segundo. Hay en todo su estilo, y en la lengua portuguesa en su conjunto, un empeño por conservar la claridad y frescura del espíritu renacentista, ése que entre nosotros se estila calificar de cervantino. Las traducciones al castellano son engañosas porque, a condición de no haber sido pergeñadas por un consumado estilista del idioma, difícilmente permitirán ver las bondades y sutilezas del original.
Saramago está irremisiblemente vinculado con su tradición nacional y le ha recordado al mundo la importancia de Camões y Pessoa. Esta afición que se ha desatado por Lisboa, en los últimos decenios, tiene no poco que agradecerle a la aparición de la novela El año de la muerte de Ricardo Reis (1984). Antonio Tabucchi, Wim Wenders, Madredeus, junto con Lobo Antunes y otros escritores, han venido a recoger los frutos. No sé por qué razón los distribuidores en el mundo hispánico no introducen libros en portugués (de Portugal, Brasil y las ex colonias portuguesas). Es una lengua que leída resulta la más afín que existe a la española. Saramago sí supo sacar buen partido de su relación con el vecino mundo hispano y, en su lusitano castellanizado, iba por media América y España arengando a las masas y moviéndolas a la reflexión. ¿Qué es la democracia? Una palabra mágica, una ilusión, “una santa de altar de quien ya no se esperan milagros”. ¿Dónde está el verdadero Poder? No en los políticos, por cierto, sino en los dueños del capital. The World Bank, The International Monetary Fund, The World Economic Forum. Las palabras de José Saramago siguen ahí vivas, sangrantes. ¡Ojalá pronto haya una respuesta! ®
Ana Mtz. C.
Interesante revisión, admito que me agradó esa especie de reconocimiento de haber encontrado algo bueno tras la ‘negación’ por distintos factores a acercarse a él.
De igual modo, el reconocimiento a su persona, cosa que se puede hacer sin ser lector ávido de sus obras. Este señor fue una figura sin duda, y responsable de una huella que abarca todas las orillas que se describe aquí.
Me gustó mucho el texto, quizá quedó corto para todo lo que Saramago fue, pero bastante acertado en esa impresión que dejó. Afortunadamente, me he encontrado con más personas que voltearon a verlo y lo reconocieron, quizá lamentablemente después de su muerte, pero muy a tiempo para promoverlo.
Lo considero de mis autores favoritos, sin dudar admiro su labor social y su ideología tan inmersa en la realidad que quisiéramos negar… y que ahí está.
Igual, sus escritos son de promover también, pero no es el objeto de este texto tan bueno en su reflexión. Así que ahí la dejo.
Saludos.