Para Rodrigo Márquez la literatura parece no tener el propósito de crear una realidad paralela (simulada) ni de retratar lo extraordinario de ella: se concentra en lo cotidiano, en la rutina. No narra historias sino reflexiones, casi todas en voz de yo y, salvo excepción, en tiempo presente. Es como cuando uno va por ahí como si nada, pero en la cabeza revolotean un montón de pensamientos, ideas que se rumian, creencias que se repiten o ensoñaciones inconfesables.
Así, en Todas las argentinas de mi calle (Moho, 2010), volumen de una docena de relatos, prevalece una especie de realismo bruto; es decir, no hay cambio. Ni siquiera el azar alcanza a intervenir en las rutinas de sus personajes, que tienen en común una voluntad adormecida entre la frustración y la resignación; subordinados a sujetos despreciables y atrapados irremediablemente en sus circunstancias. Los de la voz introspectiva no tienen “sueños” —esa melcocha de la mitomanía televisiva— que “luchan por alcanzar”, sino fantasías, tan irrealizables como irrealizadas: “Si al menos una de las argentinas de mi calle me hablara”, por ejemplo. La esperanza muere al principio (nunca al final), pero la fantasía es inmortal. Después de leer aleatoriamente un par de relatos uno puede estar seguro de que no habrá entre los demás algún final sorpresivo, que nadie será envuelto por una sábana que lo eleve al cielo. Ni siquiera habrá alguien con el valor para arrojarse a las vías del Metro.
Márquez comete el error de ser el mismo (o él mismo) en varios relatos en los que no marca una diferencia en el lenguaje de manera concordante con el personaje que representa, como un actor igual a sí mismo en distintas películas. Esto funciona cuando cada texto permanece aislado de los otros, pero no al reunirlos en un solo volumen. El discurso introspectivo de un asistente editorial pierde credibilidad cuando no es distinto al de un repartidor de pizzas, o viceversa, aunque las emociones o las ideas fuesen idénticas. Apenas disimula su identidad en uno de los textos al salpicarlo de caló chicano entre una redacción cuidadosa y expresiones refinadas. Sin embargo, tiene el mérito de cumplir con lo principal, que es saber escribir, y perfila un estilo que es o parece propio. Posee un arsenal de recursos metafóricos sorprendente, descripciones ingeniosas y vocabulario inagotable. Parece no tener otra pretensión que precisamente esa: escribir bien. No trata de probar nada ni de dar moralejas ni de visibilizar miserias o injusticias. Lo cual agradezco. Qué falta hacen —para mí— escritores que no quieran ser redentores, conciencias críticas, autoridades morales o dizque comprometidos. Tampoco se vale de lo sórdido como recurso de provocación o como pretexto para hacer de sí mismo el personaje central de —toda— su obra. Por eso también puede llamársele realismo bruto: no hay un discurso entre líneas ni una tesis que se pretende probar.
“Hojalatería y pintura” es un texto atípico en este volumen, con el que desquita su precio. Sale de su norma porque es una noveleta que ocupa la cuarta parte de las 82 páginas. Se trata de una pequeña joya que prueba a Márquez como un escritor con talla para grandes ligas. Demuestra su capacidad para compaginar la diacronía y la sincronía, así como para desdoblar las voces que narran. Después de leerlo puede dar la sensación de que nos quedó a deber en algunos de los relatos que lo preceden, como un chef haciendo hot dogs. Paladéese este bocado de un platillo de alta cocina: “Las calles lo ignoraban todo. La dirección hidráulica del coche cedía con suavidad inesperada: hombre y auto flotaban sobre el asfalto de un mundo diluido. A Pedro le parecía que las fronteras entre los objetos y él se habían adelgazado. Los contornos que solían aprisionar a las personas y las cosas perdían fuerza ante el atronador impulso de la niebla… Antes, las minas estuvieron repartidas pero nada estalló, cualquier chispa con ínfulas de catástrofe nuclear desembocaba siempre en el mismo sitio, un páramo estéril y gris, que lejos de expulsarlo petrificaba la herrumbre que lo sostenía”. ®