EL TRISTE ESPECTÁCULO DEL NACIONALISMO PATRIOTERO

Infiernos empedrados de buenas intenciones

México es un país en ruinas urgido de ideas a debatirse. Pero todavía son tiempos difíciles si no se es anticuario: naturalmente contentos con los escombros, sin importarles la gente debajo de ellos, los nacionalistas por sistema y del sistema quieren hacer ver en la construcción de un nuevo y habitable edificio nacional un acto de traición a la patria.

No importa ser estéril y peligrosamente conservador sino gritar sin pena que se es mexicanamente progresista. Por aquello de que percepción es realidad. La patria es primero… siempre que haya que dar discursos. Y que se fusile a los disidentes. A través de la crítica analítica, este texto deja una invitación argumentada a seguir el ejemplo de José Emilio Pacheco: cometer “alta traición”: correr el riesgo de generar ideas para beneficio de un país en ruinas.

“Como México no hay dos… para fortuna del planeta”. Es un sólido y certero chiste políticamente incorrecto que merece ser contado con mayor frecuencia. Porque en este país falta autocrítica y sobra autocomplacencia. Que chillen los que —siempre según ellos mismos— son “muy mexicanos”, los que no son “vendepatrias”. Los auténticos “nacionalistas revolucionarios”. Que chillen (argumentar analíticamente no pueden, convencer tampoco). Y aun más: el chiste que no les parece chistoso, porque son “mexicanos bien nacidos” (ni duda cabe; aunque regularmente, también unos malnacidos inhumanos), debería ser contado con dedicatoria permanente a toda la corte de xenófobos, racistas, ignorantes de la historia, encubridores, cínicos, verborreicos y exaltados que forman, consciente o inconscientemente, los nacionalistas patrioteros: aquellos miembros o supuestos miembros (Ernest Gellner concluyó que el nacionalismo, como ideología, llega a crear naciones, mejor dicho nacionalidades, donde no las hay) de una nación que se entienden, alientan, justifican y consuelan a sí mismos estricta y simplemente como tales, no como individualidades asidas de iguales derechos y obligaciones (individuos libres). O, dicho de otro modo, aquellos en cerrada, impermeable y orgullosa posesión psicocultural de un origen (raramente racial en realidad, generalmente geográfico), idioma (o variante de alguno) y tradiciones exclusivos dentro de las fronteras de un territorio (o no generalizadas fuera de uno específico) y que, además, practican y creen en las bondades del culto a los “héroes” y demás símbolos de la patria. Sí, esos mismos que en México hoy se dicen liberales juaristas sin serlo y, al mismo tiempo, denuestan al liberalismo porque no tienen la menor idea de lo que es y no es (no saben que no es igual al neoliberalismo, ni qué es éste), mucho menos son capaces de contextualizarlo para “verlo” y comprenderlo en el tiempo y el espacio. Ellos, enfermos. Porque el nacionalismo —tenido también como doctrina político-cultural purista— no es sino una enfermedad social (infantil, según Albert Einstein). Así como el patrioterismo es un levantamiento de la irracionalidad, del desquiciamiento por lo absurdo.

Cuánta razón tuvo George Bernard Shaw: el patriotismo no es otra cosa que “la convicción de que un país es superior al resto de los países porque tú naciste en él”. Nada más. Una tontería. Una convicción impresentable desde una perspectiva democrática y humanista.

Cuánta razón tuvo George Bernard Shaw: el patriotismo no es otra cosa que “la convicción de que un país es superior al resto de los países porque tú naciste en él”. Nada más. Una tontería. Una convicción impresentable desde una perspectiva democrática y humanista. Porque haber nacido en uno u otro país no es sino un accidente —“aquí nos tocó”, resumió Carlos Fuentes en voz de Ixca Cienfuegos— y, evidentemente, ningún país es superior a otro en ese sentido. Esa creencia estúpida ha sido y es fuente de incontables, sangrientos y costosos procesos y conflictos sociopolíticos. No se olvide que todas las dictaduras latinoamericanas del siglo XX tuvieron vena nacionalista. ¿O será que hay naciones superiores e inferiores y, por ende, nacionalismos buenos y nacionalismos malos? ¿Unos que “no sirvieron” (¿?), como alguna vez escuché, y otros que pueden llegar a hacerlo? ¿Y dónde se establece cuál es cuál? ¿En las cámaras ideológicas de la nación? En esta materia, la liebre y el gato son un mismo plato: el binomio nacionalismo-patrioterismo significa un maximalista común denominador antidemocrático: amor a la bronceada (de “historia de bronce”) abstracción del purismo colectivo. Que, no hay duda, ha engendrado una gran parte de las tragedias que han sufrido los seres humanos. Cuando se ha buscado con vehemencia un Estado auténtica, mera e inflexiblemente nacional, la homogeneización étnica requerida y convocada ha tenido como condición necesaria la prescindencia de los casos de “desviación”, es decir, de los culturalmente distintos o distantes, lo que conlleva políticas ya de expulsión geográfica ya de desaparición física (exterminio), y no de integración. Contemporáneamente, no es casualidad que en donde el nacionalismo es principal los derechos humanos sean secundarios. ¿Por qué? Porque no importa ser un hombre o una mujer sin más (que debe y puede ser suficiente) sino ser “de los míos”, “de los nuestros”. Regresando para ir más lejos: el caso extremo: el totalitarismo fascista, tanto en versión alemana como italiana, es, en principio y en esencia, un nacionalismo. No faltará quien diga para sus adentros o incluso en voz alta: “Ah, pero es que no todas las naciones somos como la alemana (lo que es una verdad de Perogrullo) ni llegaríamos a hacer lo que hicieron allá (lo que es una falacia, en sentido argumentativo)”. Pues bien: permítanme presentarles a los nacionalistas que incuban el fascismo. En una paradoja, lo que en México nos salva de ellos es esa maldita mentalidad local derrotista y sufrida. Las víctimas perpetuas. Que —otra vez las paradojas— lo fueron, son y serán de ¡los nacionalistas! Nos “choca” e indigna que Estados Unidos se comporte como se comporta. Pero ¿de dónde surge o de qué se alimenta su comportamiento? En efecto, señoras y señores: de la creencia (falsa y falsable) de que son superiores, esto es, de que son mejores por ser ellos, siendo lo que son nada que no sea más ricos, fuertes y triunfalistas (ser rico, fuerte y creerse ganador a nadie hace intrínsecamente mejor a alguien más). La verdad es que ni los “gringos” son mejores que los mexicanos ni éstos que aquéllos. No, de ninguna forma, por ser mexicanos unos y “gringos” otros. Hay mexicanos mejores que algunos “gringos” y viceversa. Y ello es así en cuanto individuos, no en cuanto representantes de una comunidad imaginada (léase a Benedict Anderson) a partir de ciertas características socioculturales, raciales o, más ampliamente, étnicas. Mas parece que nada importa. Nada. Ni la congruencia ni la lógica ni la claridad. Lo que en “ellos” es malo en “nosotros” es bueno. Porque ellos son ellos y nosotros… nosotros somos… los impolutos herederos de un (históricamente inexistente) paraíso indígena conquistado por unos españoles desgraciados. Punto. (Aunque, como ha señalado el honesto líder del 68 Luis González de Alba en su valioso libro Las mentiras de mis maestros, México no pudo ser ni fue conquistado por 300 españoles al mando de Hernán Cortés. Tres razones: 1) México aún no existía; 2) de haber existido, los mexicanos habrían sido cientos de miles de torpes y cobardes para ser vencidos a pesar de su enorme superioridad numérica; 3) “ni fueron sólo españoles, sino indígenas[,] los miles de guerreros que tomaron Tenochtitlán y la arrasaron con el odio y la furia de los humillados largamente por el régimen de terror azteca”). Los nacionalistas mexicanos que quieren todo para su patria, porque es la suya, se quejan de que los estadounidenses, por nacionalistas, hagan uso del poder del que disponen para que su patria tenga todo lo que sea posible tener. Y, de nacionalistas a nacionalistas, ¡les exigen y esperan que dejen de ser tan ensimismados y aprovechados! Ambas partes constituyen indeseables. Pero tengo otra pregunta: ¿no es tonto e inútil argumentar y discutir nacionalistamente con un nacionalismo? Desde luego: es arar en el mar, dar vueltas sin fin. Diálogo de sordos. Y círculo vicioso. Pero la cabeza nacional-patriotera es dura, dura como piedra. Y entonces tira cabezazos que son como pedradas del salvaje. Un ejemplo: las universidades de Estados Unidos (todas, sin matices) están chupadas por el diablo, son malas (de “maldad”) porque sólo forman tecnócratas que nos vienen a explotar por órdenes del Fondo Monetario Internacional. Como si los tecnócratas —bien entendidos genéricamente como técnicos administrativos— sólo fueran neoliberales. Como si no se formaran también en México y hasta en universidades públicas. Como si las universidades “gringas” no fuesen plurales y muchas de ellas pluralistas (Berkeley, Columbia y la Universidad de California en San Diego a la cabeza).

Las universidades de Estados Unidos (todas, sin matices) están chupadas por el diablo, son malas (de “maldad”) porque sólo forman tecnócratas que nos vienen a explotar por órdenes del Fondo Monetario Internacional. Como si los tecnócratas —bien entendidos genéricamente como técnicos administrativos— sólo fueran neoliberales. Como si no se formaran también en México y hasta en universidades públicas. Como si las universidades “gringas” no fuesen plurales y muchas de ellas pluralistas (Berkeley, Columbia y la Universidad de California en San Diego a la cabeza).

Como si no hubiese egresados de ellas que demuestren que una cosa son los cuentos de quienes nada saben ni quieren saber porque es muy cómodo disparar en automático y otra cosa es la realidad en su carácter complejo (Lorenzo Meyer, crítico serio del neoliberalismo, estudió felizmente un posdoctorado en la Universidad de Chicago, y Gerardo Esquivel, el principal asesor económico de López Obrador candidato presidencial, obtuvo su doctorado en economía en Harvard. ¿O el “Peje” tenía planeado ser un presidente neoliberal de manual?). Como si los funcionarios técnicos fueran absolutamente prescindibles (¿qué más se podría necesitar, por ejemplo, en la Auditoría Superior de la Federación?). Y como si ellos solos fueran los responsables de todos los males habidos y por haber en este país (¿dónde queda la responsabilidad de los últimos “gobiernos de la Revolución”, de los “políticos-políticos”, de los partidos todos, de los medios, de la sociedad, de los ciudadanos electores?). En fin.

Nos guste o disguste, son tiempos de globalización (que obviamente incluye procesos de “americanización”, pero también, entre otras cosas, inundaciones chinas y regionalizaciones con grados variables de antinorteamericanismo). Ahí está y sigue su marcha, aunque no nos guste. Es una realidad objetiva. ¿El nacionalismo es necesario? No. Es necesaria la inteligencia, al igual que la voluntad y capacidad políticas, para aprovechar de ella todo lo que contribuya a mejorar la calidad de vida de la gente, de una población (conocimiento científico; innovaciones tecnológicas limpias; lecciones sociales, políticas, gubernamentales y económicas; manifestaciones artísticas, competencia empresarial en telecomunicaciones; turismo; cooperación internacional; cooperación civil transnacional), así como para identificar y eludir o combatir todo lo que efectivamente la mine o ancle (acuerdos comerciales descontextualizados e inequitativos; decálogos financieros; fuga de cerebros; calcas políticas). Específicamente, en México se necesita desneoliberalizar liberalizando autónoma, estratégica (parcial), ecuánime y reguladamente a la vez que fortaleciendo el espacio público democrático. ¿Eso implicaría políticos patriotas? No. (En el ejercicio del poder, el patriotismo no es garantía de buen gobierno. El patriota es quien tiene el impulso de hacer algo “bueno” por la patria, no quien consigue hacerlo. Las buenas intenciones de nada sirven en ausencia de experiencia, carácter, habilidad, sensibilidad, humildad, honradez, prudencia, realismo, vocación comparativa, un gramo de cerebro estratégico e ideas viables, elementos que no componen la definición de patriota. Todo para escoger colaboradores, diseñar políticas, negociar, pelearse y tomar decisiones. Los políticos que apelan al patriotismo son los que carecen de la mayoría de los atributos citados y que, por ende, suelen lastimar a la patria.) No implica siquiera políticos altruistas. Sí, en cambio, responsables, o sea, no enamorados de recetas y atajos resultantes del casamiento con la izquierda o la derecha, y con visión democrática de Estado (la cual no supone la ausencia absoluta de ambición individual; de hecho, la tolera, reencauzándola); políticos de weberiana ética de las responsabilidades y, por consiguiente, de ética pública basada en el respeto (miramiento, consideración) a la dignidad de la personas que sufren los efectos de decisiones que ellas no toman, y que en no pocas ocasiones nunca conocen.

Una digresión: nacionalismo, migración, maíz mexicano y multiculturalismo

Hay que preocuparse por las personas, no del sello de (y en) sus pasaportes. ¿Por qué debe el Estado mexicano velar por la vida de los paisanos que ingresan ilegalmente en Estados Unidos? Por ahora dejemos de lado tres hechos: que ese Estado no ha cumplido su deber de asegurar una economía interna que cuando menos permita a sus ciudadanos vivir dignamente en su tierra natal; que, dado tal incumplimiento y sus circunstancias, la migración ilegal al vecino país del norte es tanto un auxilio gubernativo como un alivio en términos de gobernabilidad nacional, y que, cuando lleva a cabo esa vela, lo hace por cálculo político. Debe hacerlo, simple y llanamente, porque está en riesgo la integridad física y moral de seres humanos de los que tiene noticia. No para probar el nacionalismo de sus funcionarios. En consonancia, los centroamericanos que entran a México deben recibir de su parte (del Estado) el mismo trato migratorio digno que hoy se les niega. ¿O se acepta la locura de que por ser mexicanos podemos medir con varas distintas y negar lo que razonablemente exigimos? ¿Por qué para nosotros sí pero no para otros? ¿No es precisamente eso lo que subyace a la actitud estadounidense que perjudica al mexicano?

Hay que preocuparse por las personas, no del sello de sus pasaportes. Pero, como siempre, habría una excepción, que confirma la regla: los estados europeos frente a casos de árabes musulmanes nacionalistas que se declaren, in situ y sin ambages, enemigos del modelo de sociedad (democracia representativa, derechos humanos, Estado laico y libre mercado) presente en el país al que hayan llegado y del que, contradictoriamente, sin reciprocidad, esperen respeto sin reparo a su cultura antieuropea y segregacionista.

Hay que preocuparse por las personas, no del sello de sus pasaportes. Pero, como siempre, habría una excepción, que confirma la regla: los estados europeos frente a casos de árabes musulmanes nacionalistas que se declaren, in situ y sin ambages, enemigos del modelo de sociedad (democracia representativa, derechos humanos, Estado laico y libre mercado) presente en el país al que hayan llegado y del que, contradictoriamente, sin reciprocidad, esperen respeto sin reparo a su cultura antieuropea y segregacionista. Lo que no dejaría de ser paradójico, hipócrita y cínico de su parte: para resistirlo y enfrentarlo desde una posición minoritaria, apelar a lo que le es dado ofrecer a ese modelo social. Vaya truco: “Tú eres el tolerante, tolera mi intolerancia”. Los Estados europeos en cuestión se verían (se están viendo) obligados a tomar cartas en el asunto de una forma distinta (poner barreras a la migración, primero, negar la ciudadanía a los inintegrables inmigrados en cuestión, después) más que por nacionalismo por gobierno y seguridad: conjurar el riesgo de conflicto con violencia por la imposibilidad de convivencia real. (Esta imposibilidad no se cumple en los casos de los sudamericanos en España y los mexicanos en Estados Unidos, estos últimos, para pesar de Samuel Huntington, más allá del catolicismo patriótico de algunos, integrables. El problema es, recordémoslo, el nacionalismo de franjas españolas y estadounidenses.) Una cosa es ser no nacionalista y otra, muy diferente, tonto. Un país puede estar abierto a otras nacionalidades salvo tratándose de nacionalidades de un nacionalismo tal que vaya contra ese país en sí mismo, matando toda posibilidad de “fertilización recíproca” (Sartori dixit).

Aprovecho la oportunidad para hacer mía una insistencia de Giovanni Sartori, vacuna contra la malinterpretación: “Mi argumento no presume que el musulmán [todo musulmán] sea un fundamentalista en su casa, es decir, de partida. Da incluso por descontado, en hipótesis, que no lo sea. Lo que no quita que pueda serlo, una vez llegado a Occidente. Porque el desarraigo lo deja con el único refugio de la fe y de la mezquita. Y hoy el fundamentalismo islámico se concentra y anida precisamente ahí” (La sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros).

Por otro lado, este 2008 se dio la apertura comercial total del campo mexicano en el marco del famoso tratado con Estados Unidos y Canadá. Muchos han dicho que ello provocará una crisis agrícola. Falso: ésta preexiste a un Tratado que —es cierto— en nada contribuye positivamente, y en el hipotético caso extremo de morir el apartado respectivo, la crisis, sin duda, lo sobreviviría. El campo mexicano no ha sido protegido ni ayudado estatalmente (de verdad) ni antes ni ahora. TLCAN o no TLCAN de por medio. Al final del día, la actual reacción organizada pro campo, o antiTLCAN, es, en buena medida, política: estrategia para intentar reverdecer nacionalmente lo que se conoció como “voto verde” priista, hoy muy debilitado en varios estados en los que el PRI se limitó a explotar electoralmente a los campesinos y ya no es el partido dominante, manipulando y azuzando el descontento y temor de los productores. Pero la reacción que interesa confrontar aquí es la ideológica de los profesionales de la “política de la identidad”: para ellos, el gran peligro de un campo abierto a las economías de Estados Unidos y Canadá es un debilitamiento de la “identidad mexicana”, por lo que sostienen que la defensa pública debe orientarse al maíz en tanto que “ordenador de nuestra cultura”. Nacionalismo de nuevo. Craso error. Ante todo, la defensa pública debe orientarse al campesino como tal: como sujeto socioeconómico. O, dicho de otro modo, a la supervivencia, estabilización, perfeccionamiento y rentabilización de su trabajo, de su forma de ganarse la vida. Dada su pobreza, por eso, y no por las implicaciones culturales de su relación con el maíz, habría que apoyar estatalmente al pequeño productor agrícola mexicano. Si hay supervivencia del arreglo cultural, bien. Pero primero está el ser humano y después la cultura (nótese que sin el primero tampoco se tendría la segunda y que la segunda no siempre da herramientas al segundo para lograr una vida mejor). En general, la conservación perfecta de una cultura no puede ni debe privilegiarse si equivale a la continuidad de condiciones socioeconómicas miserables. El valor real (humano) de una cultura en existencia es una función contextual, algo históricamente relacional, no transhistórico: no depende de su duración en el tiempo sino de la calidad de vida que provee y hace posibles a sus miembros dentro de un contexto espacio-temporal general/particular específico. De esta suerte, por ejemplo, una cultura milenaria que ate a sus niños, jóvenes, hombres, mujeres y ancianos (si los tiene) a una vida precaria e injusta que pudiese superarse no tiene valor real. Repito: así sea su esencia milenaria.

Exactamente en el punto anterior hace su aparición la “política del reconocimiento” empujada por el proyecto político-ideológico multiculturalista nacido de la obra de académicos de cuna y experiencia primermundistas como Will Kymlicka y, sobre todo, Charles Taylor. Proyecto conservador en tanto descontextualizada defensa normativa (“deber ser”) de todo elemento cultural vuelto identitario para un grupo humano. La política no es otra que la institucionalización (formalización) de las diferencias de índole sociocultural realmente existentes, así como de las que se detecten. Los usos y costumbres son parte del pliego petitorio multiculturalista. “Mientras más conservadoras las ideas, más revolucionarios los discursos”, sentenció el genial Oscar Wilde.

La política no es otra que la institucionalización (formalización) de las diferencias de índole sociocultural realmente existentes, así como de las que se detecten. Los usos y costumbres son parte del pliego petitorio multiculturalista. “Mientras más conservadoras las ideas, más revolucionarios los discursos”, sentenció el genial Oscar Wilde.

El carácter antipluralista —por tanto, antiliberal y antiigualitario— del multiculturalismo ha sido expuesto con contundencia lógica por Sartori. Resta mostrar la conexión entre nacionalismo y multiculturalismo (cosa no tratada explícitamente por el italiano). Su similitud en términos de contenido y resultados y, por extensión, su llamado mutuo, así sea inintencionado, y compatibilidad política posibles. En un primer momento, parecen no converger: a priori, el nacionalismo es un detractor de la diversidad y el multiculturalismo su porrista. Sin embargo, puesto que con sus particulares porras remarca, reenvasa fragmentariamente y puede aumentar las diferencias todas, el multiculturalismo suele acabar jugando, al lado del nacionalismo, contra la diversidad democrática: interfiere o rompe la unidad de sus unidades. Así pues, uno advierte contra la diversidad, el otro le coloca una amenaza. (Luego, son antónimos del pluralismo.) Cuando trabaja con nacionalidades, las cuales son conglomerados culturales, el multiculturalismo está diciendo: séase nacionalista: cóbrese plena conciencia de una identidad nacional y no se tema expresar, como sea, el cariño a la patria. Y por eso fracasa en su intento de hacer convivir pacíficamente a dos o más culturas dentro de un territorio. (La Bélgica de flamencos y valones se mantiene en pie como Estado porque así conviene a los intereses políticos y económicos de ambas partes en el marco de un sistema democrático con federalismo reformable, no porque el proyecto multiculturalista se haya materializado. Vamos, sus nacionalismos no han muerto pero tampoco se han generalizado.) Asimismo, al final del día, uno y otro creen que, culturalmente, “todo vale” y merece conservación si se ha hecho “desde siempre” y le es propio a X o a Y: si lo hizo y hace ser X o Y. Pero como ha razonado Sartori: “Si todo vale, nada vale: el valor pierde todo valor. Cualquier cosa vale, para cada uno de nosotros, porque su contraria ‘no vale’”. El valor de una cultura lo conceden nacionalistas y multiculturalistas a partir de su historicidad y la conservación la piden en consecuencia. El problema es de efectos: por ese camino terminaríamos por salvaguardar creencias y prácticas nocivas al ser violatorias de los derechos humanos o contrarias a una verdadera —y potencialmente enriquecedora— convivencia intercultural. Efectos perversos. Como en el caso de usos y costumbres discriminatorios y perjudiciales para la mujer, e.g. su trato no paritario y subordinación al hombre en el mundo indígena y en el musulmán. ¿Usos y costumbres como la no participación político-electoral, en el primero, o la ablación del clítoris, en el segundo, deben ser reivindicados no obstante su agresión a la mujer? ¿Reconocidos o, lo que es lo mismo, institucionalizados por el Estado (no islámico, se entiende) aun en oposición a derechos y libertades consagrados en su orden jurídico general? Me parece que no. Se equivocan quienes dicen que vivir bajo usos y costumbres es un derecho humano: en primer lugar, ello no sería sino un derecho sectorial; en segundo lugar, un derecho cuyo ejercicio requiere aplastar derechos humanos no puede ser uno de éstos. Que “así hacen ellos las cosas” no es un buen argumento. Lo saben mujeres como Eufrosina Cruz Mendoza, quien no podrá ser alcaldesa de su municipio indígena en Oaxaca porque gobernar es cosa de hombres (concluyeron los hombres), y Ayaan Hirsi Ali, amenazada de muerte por fundamentalistas a causa de su crítica del Islam. Lo confirman los linchamientos indígenas y el apedreamiento musulmán como medidas de castigo a delincuentes y adúlteros, respectivamente.

La conservación perfecta en comento no crearía sino separación: de un Estado (nacionalismo centrífugo, como el vasco), de un Estado con respecto a partes del mundo y su cooperación (nacionalismo estatal) o de una sociedad (multiculturalismo y, dentro de él, abundante en académicos blancos y barbados, nacionalismo indígena; mayor separación de la que socioeconómicamente existe y que en nada beneficiaría al indígena en ese sentido). Sobre esto último: el multiculturalismo y el nacionalismo indígena, tema actual latinoamericano por excelencia, son ya, de hecho, lo mismo: el reclamo del reconocimiento de los usos y costumbres indígenas como excepción reguladora de actividades en una porción determinada de un territorio gobernado con otras reglas. Reglas que pueden ser deficientes (lo son), pero de lo cual no se deduce que otras sean mejores por el hecho mismo de ser diferentes. He ahí la razón del acento cultural en la defensa a ultranza de usos y costumbres: son sus reglas. “Y debe quedar claro”, apunta Sartori en La sociedad multiétnica, “que el pluralismo no reclama la asimilación de las poblaciones originarias (como los indios de América Latina). El pluralismo respeta las identidades que existen y con las que se encuentra. Pero combate, en su caso, su inflación artificiosa y ‘revanchismo’”. Evidentemente, muchos de esos indios ya están asimilados. En México, para decirlo con Rogelio Villarreal a la luz de las fotografías de Martin Parr (cf. El periodismo cultural en tiempos de la globalifobia), “la mayoría viste ropas occidentales y le reza desde hace siglos a los santos cristianos. Muchos cambian su lengua por el español y emigran a las tierras del norte en busca del trabajo que escasea en su país. Van y vienen y apuntalan con sus dólares la endeble economía nacional y construyen casas con antenas parabólicas y, por lo visto, lucen felices con sus cachuchas con logos de Coca Cola, Nike, 49ers y Miami Dolphins y estampas de la Virgencita y de USA”. El punto es que si ha de haber “oficialmente” usos y costumbres en un Estado constitucional liberal-democrático, no todos: no aquellos que cancelen derechos de la persona.

La sociedad verdaderamente pluralista es la sociedad no nacionalista. Lógico-objetivamente, el multiculturalismo es una escopeta de línea intelectual atractiva pero ineficaz, con una culata cada vez más maltrecha gracias a todos los tiros que ha visto salir.

Frente a la idea de Estado-nación, todo nacionalista reniega del multiculturalismo. Dentro del dominio de un Estado, el nacionalista que no es parte de una minoría se opone al multiculturalismo, porque es nacionalista… y más poderoso que “los otros”. Cuando no es parte de una mayoría lo convalida, porque es nacionalista… y se encuentra en una posición de debilidad. Derrotado con el multiculturalismo, pensará en la secesión. Al nacionalista no le parece correcto el multiculturalismo si él no es el beneficiado, si su nacionalismo será afrentado multiculturalistamente a favor de otra nacionalidad. Simpatiza con él si se beneficia: si le sirve para desplegar su nacionalismo. El multiculturalista (usualmente universitario) es, en el fondo, un nacionalista múltiple, si bien el (un) nacionalismo llega a estorbarle en su gestión. Para acabar: como ingeniería social, el multiculturalismo podría estar revelando el boceto de un inflamable Estado multinacionalista merced de la oposición a la integración bajo un solo orden jurídico-político-social, la creación o el reforzamiento de una conciencia de la identidad nacional y el encendido, directo o indirecto, de una llama patriótica.

La sociedad verdaderamente pluralista es la sociedad no nacionalista. Lógico-objetivamente, el multiculturalismo es una escopeta de línea intelectual atractiva pero ineficaz, con una culata cada vez más maltrecha gracias a todos los tiros que ha visto salir.

Vía pública

México. O donde sea. “Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer”. Mejor: ¿qué vamos a hacer ahí donde nos tocó, que no sea emigrar? Siguiendo las líneas de la obra fuentiana, propongo metafóricamente una respuesta: transparentar los aires de la región habitada. Airearlos, ni más ni menos. No porque ésta sea hermosamente nuestra, no, sino porque aquéllos y no otros son los que respiramos sin falta, siendo los que, entonces, pueden ahogarnos directamente, sean cuales fueren sus componentes del momento. Racionalidad ética: hacer todo lo que convenga hacer con arreglo a fines de calidad de vida, siempre y cuando no sea atentatorio de la dignidad de terceros. Sentimentalismo no. ¿Cómo lograrlo? De entrada, ejerciendo una mayor y mejor crítica de las instituciones públicas, los políticos y sus partidos, los medios, la sociedad civil, el ciudadano, la cultura, uno mismo. La crítica racional, sustentada, abierta, seria, honrada, iconoclasta, constante y oportuna es, a la vez, denuncia, sanción, antecedente, advertencia, incentivo y oportunidad. Quien realmente desee que el país en el que vive mejore, que lo critique. Ello debería ser el patriotismo. Lamentablemente, no lo es. “Mi patria no la critico porque es mía, es buena y bonita y yo no soy un traidor”. Carajo: ¿qué hacer: carcajearse, llorar? Lo que no se critica no se corrige ni se mejora. De ahí que todos esos espíritus pequeños, ciegos, resentidos y tramposos que se solazan con las “maravillas” vernáculas y se consumen en el ocultamiento o justificación de fallas, debilidades y despropósitos, así como en el menosprecio y denuesto de todo lo “ajeno” por el solo hecho de serlo, sean una desgracia para el país. Un lastre.

Aviso

Es evidente que no soy nacionalista ni patriotero. ¿Patriota? Jamás cometería la vulgaridad de sugerirme o autocalificarme como tal. Diré que no admiro, no solapo, ni siquiera respeto todo lo que es característicamente mexicano. No puedo. Culpo al Renacimiento, a la Ilustración y a la brillante generación liberal de la Reforma decimonónica. Y a veinte años de vivencia mexicana. No estoy orgulloso de lo que reconozco como mi país a partir de la lengua y la familia (i.e. mi nacionalidad es mexicana, no mi convicción). No lo estoy porque, a diferencia de millones, no me basta ni me bastará con comida rica, paisajes bonitos, murales inflamados, usos y costumbres que hacen buenas fotografías, chistes ingeniosos, Hugo Sánchez, un campeonato mundial juvenil de fútbol, Lorena Ochoa y películas mediocres pero premiadas de Alejandro González Iñárritu. Son más fuertes la corrupción, el “transar para avanzar” personalmente, el irrespeto al derecho ajeno, la envidia, el ninguneo, el valemadrismo, la improvisación, el derrotismo, la cerrazón, la intolerancia, el machismo, el revanchismo, el abandono religioso (fundamentalmente católico), la resignación sufrida, la sumisión, el conformismo, la apatía, el conspiracionismo, el provincianismo, la corrección política. El nacionalismo patriotero. La contaminación, la inseguridad, la impunidad, la pobreza, la desigualdad socioeconómica, la futilidad, el abuso, la hipocresía y el cinismo políticos. Carlos Slim. Televisa. Los Emilio Gamboa Patrón, Ulises Ruiz, Mario Marín, Salvador Aguirre Anguiano, Norberto Rivera Carrera. Elba Esther Gordillo. Martha de Fox, Diego Fernández de Cevallos, Roberto Madrazo. El López Obrador postelectoral. Una supuesta izquierda y sus “idiotas útiles”. El Yunque. El PRI, el PAN y el PRD. De cualquier manera, si todo esto no existiese o se destruyese, no sería nacionalista. No idolatraría al país ni lo elevaría por encima de cualesquiera otros. No me emocionaría. Sí lo valoraría, tal vez le estuviese agradecido. Pero no dejaría de guardar una sana distancia y criticarlo. ¿Deseo lo mejor para México? Sí, por eso deseo que cambie: que no sea todo lo que es. Pero lo deseo sólo por racionalidad y por ética: sería bueno para mí, como ciudadano mexicano e individuo, y para quienes quiero, pero también para quienes no y para el enorme resto —connacionales, naturalizados mexicanos y extranjeros residentes en México— sin apellidos como los citados mas afectados por ellos.

Apéndice

No está de más ofrecer ahora algunas definiciones de raíz académica, especialmente dado el arcoiris de lectores de Replicante: habrá algunos que no estén al tanto o ciertos del significado conceptual preciso de varias palabras usadas.

“Nación”, si bien hoy día puede y suele usarse como sinónimo de Estado, país y hasta de población gobernada, es igualmente un grupo humano, con origen común, que comporta la presencia de un idioma y ciertas tradiciones compartidos. “Nacionalidad”, siguiendo al historiador Carlton J. H. Hayes en su extraordinaria obra Nationalism. A religion (de 1960 pero plenamente vigente), un “grupo cultural de personas que hablan una lengua común (o dialectos íntimamente ligados entre sí) y que tienen cierta comunidad de tradiciones históricas (religiosas, territoriales, políticas, militares, económicas, artísticas e intelectuales)”. En palabras de Hayes, así, el nacionalismo es “el resultado de la fusión del patriotismo con la conciencia de la propia nacionalidad”. Implica aprecio y ensalzamiento del idioma y las tradiciones comunes, así como del origen (patria; o, desde el francés, patrie, que equivale a la nación de la que deriva la familia de uno). Pero no sólo: también, en consecuencia, descalificación y desprecio de lo extraño. “Patriotismo” es una emoción positiva con respecto a la patria y “patrioterismo”, como se entiende líneas arriba, la ostentación de patriotismo puro y duro, incondicional e inconmovible, a partir de un código pretendidamente histórico impuesto por el poder político-público mediante un programa educativo. Por último, cabe apuntar que la nación es un descubrimiento de la política moderna, la nacionalidad una creación sociopolítica y el nacionalismo una invención e instrumento políticos —la fusión de la que habla Hayes, al igual que el patriot(er)ismo cabal, se hace en, con, por y para la política. ®

[Publicado en Replicante no. 15, “La sociedad del espectáculo”.]
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Publicado en: Julio 2010, Política y sociedad

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  1. Soberbias publicaciones, ahora mismo iré a tirar mis banderitas, jaja. Muy buena página me encantó…

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