¿Qué nos permite asociar ciertas imágenes con otras casi de manera inmediata? Existen ramificaciones ocultas, rimas extrañas, misteriosas asociaciones, gestos perennes a los que siempre se puede acudir: referentes constantes.
En su texto Echoes at ground zero de otoño de 2003, aparecido por vez primera en Omnivore, Lawrence Weschler (California, 1952) presentó una serie de asociaciones a partir de la exposición fotográfica que el fotógrafo Joel Meyerowitz realizó en la galería de Ariel Meyerowitz, su hija, en Nueva York a partir de los atentados de 2001. El texto nos guía, a través de una conversación con Meyerowitz, por los vínculos ocultos o pretendidos entre las imágenes. La primera de éstas es una reproducción del cuadro de Vermeer de 1658, Panorama del Delft. De acuerdo con Weschler, este cuadro “resonaba” en su interior cuando observó una fotografía que Meyerowitz tomó para su serie Looking South en la que se mostraba un paisaje de Nueva York.
La fotografía de Meyerowitz fue tomada a mediados de los ochenta del siglo pasado, mucho antes de que cayeran las torres del WTC. Podríamos decir que la razón por la que Weschler escogió esta imagen como un “espejo” de la pintura de Vermeer se debe sobretodo a las semejanzas cromáticas o a la posición que inevitablemente adopta el espectador ante ellas, como si estuviera viendo un paisaje montañoso a la distancia, donde las torres se vuelven el punto más alto de este paisaje. Sin embargo, estas imágenes y sus semejanzas poseen una carga de sentido mucho mayor cuando Weschler, en su conversación, le explica a Meyerowitz:
Después del desastre del 11 de septiembre, por supuesto, toda esa serie [de fotografías] se volvió, en retrospectiva, una especie de premonición —ciertamente así fue como se sintió en la exposición de la galería de tu hija. Pero lo interesante sobre ello, en este contexto, es que el Panorama del Delft, a pesar de que hoy para nosotros es ocasión de paz, tranquilidad y más, cualquier persona que lo hubiera visto en el tiempo en que fue hecho el cuadro, habría tenido una reacción completamente distinta. Pues también trata sobre un agujero en el paisaje —sólo que después del hecho, en lugar de, como sucede en el tuyo, antes de él.1
En efecto, el cuadro de Vermeer se pintó unos pocos años después de que la armoría de la ciudad, entonces llena de explosivos (recién salían de un prolongado periodo de guerra), explotó accidentalmente, provocando, entre otras, la muerte del pintor Carel Fabritus. El horizonte de edificios representado en el cuadro echa en falta el edificio donde se almacenaban armas y explosivos (un edificio que hubiera sido el más alto y prominente de este paisaje, un centro en el que ahora, en la pintura, sólo se encuentra un “charco de luz” entre dos edificios más).
Weschler, al permitirse estos vínculos, estas “convergencias”, da por sentado que el significado de una imagen es contextual. Y quizá con mayor importancia, que las imágenes constituyen un lenguaje. Uno que puede ser acomodado y reinterpretado de acuerdo con un fin determinado.
Everything that rises: a book of convergences es un libro plagado de asociaciones de este tipo. Todas sorprendentes en su campechanía, en la increíble capacidad que posee Weschler para observar estas imágenes desde el punto de vista de quien se topa con una repentina sinapsis, un por supuesto, estas imágenes tienen que estar juntas. Un libro que, de algún modo, aboga más por una fe que por una explicación causal de esas asociaciones. No debería sorprendernos que Weschler tomara el título de la sentencia del antropólogo jesuita Pierre Teilhard de Chardin: “Everything that is faith must rise, and everything that rises must converge”.
Weschler, al permitirse estos vínculos, estas “convergencias”, da por sentado que el significado de una imagen es contextual. Y quizá con mayor importancia, que las imágenes constituyen un lenguaje. Uno que puede ser acomodado y reinterpretado de acuerdo con un fin determinado. Antes que Weschler, John Berger (Londres, 1926) ya había adelantado esta capacidad discursiva de las imágenes.2 Un lugar donde esta idea es presentada con una fuerza beligerante es en el famoso Ensayo 1 de Modos de ver, en el que Berger muestra un detalle del Trigal con cornejas (o Cuervos sobre un trigal, de 1890) de Van Gogh. Luego nos pide que realicemos un pequeño ejercicio: observar la imagen tras leer la siguiente frase “Este es el último cuadro que pintó Van Gogh antes de suicidarse”. En efecto, como apunta Berger, “es difícil definir exactamente en qué medida estas palabras han cambiado la imagen, pero indudablemente lo han hecho. La imagen es ahora una ilustración de la frase”.3 Pero, ¿es esto todo lo que queremos decir? ¿Que el peso de una palabra incide en la apreciación de una imagen? Esto casi es una obviedad. Una obviedad muy antigua, como nos recuerda Román Gubern, en La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas, donde citó un conocido caso del modo en que las palabras afectan el modo en que percibimos imágenes, el escándalo del Veronese:
El cuadro que motivó el escándalo fue una Última Cena (1573) que pintó para el refectorio del convento de los dominicos de San Juan y San Pablo de Venecia. Se trataba de una tela gigante (de 555 x 1.305 cm) que incluía personajes tan poco ortodoxos como bufones, borrachos, soldados alemanes (de pésima reputación tras el saqueo de Roma y la herejía luterana), un criado al que le sangra la nariz, etc. La Inquisición, sensibilizada por la herejía protestante, se interesó inmediatamente por aquella extraña versión de la Santa Cena y sometió a proceso al Veronese. El pintor compareció en julio de 1573 ante el tribunal, presidido por el patriarca de Venecia, y fue sometido a interrogatorio.
La Inquisición condenó a Veronese a eliminar algunos personajes demasiado irreverentes en el plazo de tres meses.4 Pero, recuenta Gubern, bastó con cambiar el título del cuadro La Última Cena a Cena en casa de Levi, episodio bíblico que permitía la introducción de personajes menos ortodoxos.
Sin embargo, tanto en Berger como en Weschler parece existir una suposición más. Ambos plantean esta pregunta: ¿qué nos permite asociar ciertas imágenes con otras casi de manera inmediata?5
Existen ramificaciones ocultas, rimas extrañas, misteriosas asociaciones, gestos perennes a los que siempre se puede acudir: referentes constantes. Estas asociaciones, cuando están acompañadas de una frase o un contexto determinado (y en ocasiones por sí solas) pretenden, según Berger, argumentar.
El sentido de la obra de arte
Lo que vemos y lo que sabemos emerge cada vez que asociamos. Se asume una distancia entre lo que se representa y el modo en que lo percibimos. “Lo que sabemos o lo que creemos afecta el modo en que vemos las cosas”, nos explica Berger.6 Tanto para Weschler como para Berger (y en realidad, para cualquier persona que se permite conmover por una imagen pues le remite a algo) la percepción humana es más que un mero ejercicio mecánico. Cuando percibimos como seres humanos una imagen somos capaces de reconocer elementos involucrados que no se reducen al proceso que padece nuestra retina:
Pero el hecho de que la vista llegue antes que el habla, y que las palabras nunca cubran por completo la función de la vista, no implica que ésta sea una pura reacción mecánica a ciertos estímulos. (Sólo cabe pensar de esta manera si aislamos una pequeña parte del proceso, la que afecta a la retina.) Solamente vemos aquello que miramos. Y mirar es un acto voluntario, como resultado del cual, lo que vemos queda a nuestro alcance, aunque no necesariamente al alcance de nuestro brazo.7
Mirar implica comprender: interpretar, hacer, de algún modo, el mundo a nuestra escala. Colocamos, estemos de esto conscientes o no, una carga de sentido sobre aquello que miramos.
Cuando Weschler revisó su texto Fathers and daughters, compilado también en su colección de ensayos Everything that rises, en la página virtual de su editorial (McSweeneys), advirtió que las fotografías sobre las que había basado su ensayo (de una serie de Tina Barney) remitían a algunos de sus lectores a distintas imágenes. Una de las imágenes de Tina Barney que utiliza Weschler son los retratos de Peter y Marina, de 1997:
La imagen a la que este retrato remitió a una de sus lectoras, y que le escribió a Weschler para hacérselo saber, es a Lady Agnew of Lochnaw, de John Singer Sergeant (1892-1893). De nuevo, uno podría decir que existen algunas similitudes cromáticas (la cama y el vestido) pero sin duda lo que se tenía en mente al realizar esta convergencia era el gesto de ambas mujeres.
De acuerdo con Berger, la función inicial de la imagen es “evocar algo ausente”.8 Evocar es la palabra precisa, pues no se invoca a través de los sentidos, y es a través de éstos que se “traen” unas imágenes a partir de otras.
Lo que nos muestra Weschler a partir de esta sugerencia es que una imagen no es entonces sólo la deliberada vista que almacena el fotógrafo. Se trata también del gesto que adopta el sujeto fotografiado o retratado. Adoptamos un lenguaje particular, de imágenes y gestos que aprendemos a reconocer y reproducir, ya sea a través de un registro o a través de una pose que, deliberadamente o no, efectuamos. La pose adoptada, el modo en que queremos ser percibidos confronta el presente con el pasado, de la misma forma en que lo hacen las imágenes. Como bien señala Berger, “hoy vemos el arte del pasado como nadie lo vio antes. Lo percibimos de un modo realmente distinto”.9 En efecto, el arte del pasado lo vemos en cuanto imágenes, susceptibles de reproducción, como parte de un lenguaje que se soporta y alimenta a sí mismo, y no como parte esencial de un edificio particular (cuando uno piensa en la Mona Lisa piensa en la imagen, no en su lugar en el Louvre o su historia particular).
Cuando miramos una imagen (por ejemplo, una reproducción de una obra que podemos “bajar” de la red mundial) realizamos una especie de pacto, muy similar al que hacemos cuando leemos un libro de historia. Así como para el historiador existen documentos que avalan hechos pasados, para el espectador este papel lo toma la obra original o sus reproducciones. Confiamos en que una imagen nos dice algo verdadero —pero no para que nos diga una verdad sobre un momento determinado de la historia (aquí se rompe el símil; las visiones tan distintas que tenían Renoir o Lautrec del Montmartre de su tiempo son contraejemplo suficiente) sino la verdad sobre su particular visión de un tiempo determinado (confiamos, por ello, que las pinturas de Lautrec nos dirán algo verdadero sobre el modo determinado de mirar que tenía este artista).
Ahora bien, al descontextualizar imágenes, su significación cambia la percepción del espectador: es aquí donde Berger encuentra el vínculo entre la reproducción pictórica y la noción del arte como información que por sí sola no posee autoridad alguna, sino por el uso que se le da: “En la era de la reproducción pictórica la significación de los cuadros ya no está ligada a ellos; su significación es transmisible, es decir, se convierte en información de cierto tipo, y como toda información cabe utilizarla o ignorarla; la información no comporta ninguna autoridad especial”.10 Esto es precisamente lo que nos permite elaborar asociaciones entre distintas imágenes. Habíamos dicho ya que a partir de esto Berger podrá afirmar que estas convergencias, estos nuevos órdenes particulares que se les da a las imágenes, se volverán un tipo de argumento. Pero, ¿qué tipo de argumentación es ésta?
Tanto en Modos de ver, de Berger, como en Everything that rises, de Weschler, se incluyen apartados ocupados sólo por imágenes (rimas, convergencias y otras asociaciones que parecen “decir algo”), desprovistas de cualquier texto. Ambos confían plenamente en las sugerencias que podrían despertar estas “misteriosas asociaciones” en sus espectadores-lectores. En cierto sentido, esa “argumentación” apela a un esfuerzo comprensivo del lector-espectador, le pide que “vea” las obras bajo la misma perspectiva de quien realizó la asociación en primer lugar. Le pide, en fin, que conceda, no necesariamente que esté convencido por un argumento duro o lógico. En este aspecto se asemeja a la argumentación ética y al silogismo práctico.
Existe una postura política y ética en el acercamiento que realizan Berger y Weschler a sus sujetos de estudio. Por ejemplo, en el ensayo The graphics of solidarity Weschler hace un hincapié en el modo en que las personas parecen estar preparadas para las imágenes icónicas que impulsan ciertos movimientos —en este caso, la imagen (a decir de Weschler, “casi un arquetipo”) de una mujer que guía a una muchedumbre, tal y como nos la presenta Delacroix en su famoso cuadro de 1830, Libertad guiando al pueblo.
Weschler está convencido de que ésta es la imagen que los polacos recordaban cuando vieron las fotografías de los eventos sucedidos en Poznan, Polonia, durante junio de 1956.
Pero sólo puede apelar al convencimiento. Se trata de una sospecha. Pero algo es cierto: esta imagen no podría tener fuerza alguna ni podría ser retomada más adelante por otros movimientos si no fuera porque “la autoridad del arte político, finalmente, existe en proporción a la autoridad de las políticas que propone”.11 En efecto, otros movimientos polacos, como el de Solidaridad, durante la década de los setenta, retomaría, por ejemplo, la imagen de la bandera polaca manchada de sangre.
Por supuesto, estas consideraciones superan los fines con los que quiere ser utilizado un lenguaje determinado pues tienen como sujeto al arte y lo entienden como algo susceptible de ser contextualizado conforme a fines distintos a los que inicialmente poseían: hay verdades en las obras de arte que sólo pueden ser descifradas a través de asociaciones. Escribe Berger en su El sentido de la vista: “Y puede que sea esto lo que se le escapa a los historiadores del arte, pero no a quienes hayan pegado postales con pinturas de Modigliani en las paredes de sus cuartos”.12 No hace falta, parece decir, argumentar con un fuerte aparato crítico (en el sentido académico) cuando las imágenes procuran “brincos” argumentativos. Por supuesto que el ensayo es el medio perfecto para este método, o para presentarlo —ello no significa, sin embargo, que sea una especie de balsa de rescate cuando la razón hace agua. Al menos estos dos autores están convencidos que se trata del método apropiado, el que le da la autoridad, de nuevo, a la imagen. ®