UN BUEN ELEMENTO

La historia de Fito, que nunca soñó con ser narco…

Quien crea que la vida del narcomenudista es placentera y plena de emociones peliculescas apenas tiene una vaga idea de lo que se trata. Aquí se trazan algunos pasajes de la vida de un joven iniciado en los rudos menesteres de la venta de drogas.

Lo primero que uno nota de El Fito es su panza. Y más si va sin camisa. Tiene un vientre descomunal y prieto surcado de cicatrices de navajazos, marcas gordas y encimadas como estrías descoloridas.

Sus ojos son dos rendijas que brillan con la inocencia de las caritas totonacas, igual que su sonrisa llena de pequeños dientes afilados. Lleva el pelo cortado al rape, no porque así lo exija el patrón, sino porque odia que los compañeros se burlen de sus ricitos apretados.

—No quiero que me digan Kalimba, loco. Yo soy El Fito —explica orgulloso, y se golpea en el pecho con la manaza. Sus dos papadas se sacuden como gelatina.

El Fito nunca soñó con ser narco, aunque en su tiempo fue ratero, asaltante y drogadicto. De eso último le quedó sólo el vicio de la marihuana, después de haberse pasado la adolescencia fumando piedra, todos los días. Las cosas cambiaron cuando supo que su mujer había quedado embarazada.

—Cómo iba yo a andarle quitando el pan a mi hija —decía. Su niña, una versión a escala de él mismo, igual de oronda y achocolatada, nos presume sus largos rizos mientras reguetonea con la misma pericia que las bailarinas de Óskar Lobo (za za zá, ya tu sa’). El Fito dice que no le importa fumar enfrente de ella, pero no puede ocultar la vergüenza que le embarga cuando, en medio de una nube espesa, la nena se retuerce para escapar de sus besos y llorando, extiende las manitas hacia su madre.

Porque El Fito hace todo por ellas. O eso es lo que dice. Hace un año estaba sin chamba y sin dinero, sufriendo porque el techo de su casa de interés social se desmoronaba sobre sus muebles a causa de las lluvias y la indolencia de los constructores. Lo habían corrido de la agencia aduanal donde trabajaba por culpa de la crisis económica; los dueños hicieron un recorte de personal y su carencia de estudios le valió el despido. Penó por varias oficinas del centro: gordo, sudoroso, con ese rostro de malandro que, serio, provoca temor, y un currículum enteco, con faltas de ortografía.

—Es un buen elemento —comenta El Chilango, ex compañero de la agencia aduanal—. Aquí El Fito chambeaba puros rojos. Cuando caía la luz roja en el semáforo de la Aduana la jefa siempre lo mandaba a llamar a él; sabía que se quedaría hasta despachar la mercancía, aun así dieran las tres o cuatro de la madrugada, y que al día siguiente iba a estar a las ocho en la oficina. Y eso que nomás le pagaban como cuatro mil pesos mensuales.

El Chilango suspira. Revuelve el último trago de cerveza en la botella como si se tratara de coñac, antes de dar el último sorbo.

—Ese pinche gordo es noble, es bien chido: es capaz de quitarse la camiseta por uno, si sabe que pasa frío. Lástima que ahora ande con esos vatos y no sepamos nada de su vida.

El Fito ingresó a La Compañía gracias a un viejo amigo que venía del norte. Esa noche fumaron unas motas y cenaron tortas de El Gallo. El amigo le confesó que trabajaba con los Zetas y al día siguiente El Fito se presentó a una entrevista. Eran tres los candidatos. El patrón los golpeó a todos con la cacha de la pistola y amenazó con matarlos si se rajaban.

—¡Aquí nadie se pasa de verga! ¡Aquí vienen a chambear, hijos de la chingada! —bramaba el patrón, gerente de la plaza y reciente prófugo del penal de Saltillo. El corazón de El Fito se estremeció de pavor cuando le recitaron el nombre de su mujer, el de su hija, la dirección de su casa y los rumbos en los que se movían.

Pero el gordo no rajó. Lo secuestraron quince días pero pasó la prueba. Comenzó a ganar dos mil quinientos pesos a la semana, más el bono de “lealtad”, sólo por maquilar bolsitas de dos gramos de cocaína. Trabajaba dos o tres días seguidos, a veces hasta una semana entera, en una casa de apariencia abandonada a las orillas de la ciudad. Lo sentaban en una mesa, le ponían enfrente un tabique y El Fito aprovechaba la agilidad de sus dedos para raspar la coca y confeccionar bolsitas que luego se venderían en tiendas abiertas las 24 horas. Una vez que terminaba con su tanda, El Fito podía relajarse y hasta dormir, o jugar Play Station con los otros chambeadores. No tenía que preocuparse más que por su producción: había una señora que les llegaba a hacer la limpieza y otra que les cocinaba.

Los días más duros eran los de la prueba de calidad. Entonces llegaba el patrón con su equipo de sicarios y de químicos, y con básculas electrónicas y reactivos comprobaban la calidad de la mercancía. Y pobre del maquilador al que le faltara un solo gramo: el culpable recibía una tunda en las nalgas desnudas con un leño de sesenta centímetros de largo, que se turnaban entre todos para no fatigarse. No había reincidencia porque a la segunda o desaparecían al infractor o lo “guisaban”, que para el caso es lo mismo.

Ahora El Fito puede comprarse un par de tenis nuevos cada quince días. Es un buen elemento, con buena estrella, le dicen los jefes; lo han ascendido a otro departamento dentro de La Compañía. Ya acabó de arreglar el techo de su casa y no pasa apuros, aunque ya no puede ver a su mujer ni a su hija cuando se le antoja y carga con la cruz de saber que en cualquier momento puede sucederles una desgracia.

Incluso, de vez en cuando, se permite el lujo de enviar mensajes de texto a sus antiguos amigos. Ya no cuenta detalles y pide siempre que borren su número del aparato, pero al menos la flota sabe que El Fito sigue con vida, que su cabeza se halla a salvo y no sobre la plancha del servicio forense o pudriéndose entre las yerbas de un terreno baldío. ®

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Publicado en: Abril 2010, Apuntes y crónicas

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