En medio de la violencia el arte se abre paso. La poesía, la pintura y hasta la filosofía florecen en un entorno envilecido. Valdivia, Montes, Sánchez, Vásquez Apolinar y García, con ustedes.
Benjamín Valdivia, poeta y filósofo hidrocuevanense
Olor a tinta: es su recuerdo más antiguo. Su padre —linotipista de profesión— lo llevaba a la imprenta y lo sentaba en una mesa enorme repleta de papeles. Desde entonces el niño no supo más de juegos que ver danzar los signos en la página blanca e inventar personajes que iban y venían de su mesa a todos los espacios del taller de impresión.
Mientras aprendía a leer florecían mil ritmos al compás de las prensas, flotaban las palabras en una danza etérea hacia un embalse tinto de historias por contar: las aes eran torres encantadas, las haches escaleras de ascenso sigiloso; portales a mundos mágicos las emes; las oes espantajos fauniles con las fauces abiertas. Serpientes desflorando portales y escaleras y torres encantadas, las farfullantes eses.
Para entonces —me dice— Aguascalientes era un valle marchito de casas jorobadas, y sólo las imprentas con sus letras vibrantes le daban a aquel tedio un aire de ciudad.
Hace ya muchos años descubrió este secreto: el escritor es sólo un guardabosques que trata de restituir al árbol transmutado en papel el follaje de sus mejores tiempos.
Las letras encantadas aún discurren desde aquel linotipo. A sus casi sesenta, Benjamín, ese niño sentado en las resmas de papel, sigue formando imágenes con las letras brillantes que brotan de la tinta. Hace ya muchos años descubrió este secreto: el escritor es sólo un guardabosques que trata de restituir al árbol transmutado en papel el follaje de sus mejores tiempos. Palabras son las hojas de este bosque a la inversa, y de papel la tierra volviendo a la semilla. De ahí que las hojas de papel vacías de palabras sean una aberración. Hojas que han olvidado su ser de árbol.
Porque “cuando el bosque avanza es inútil la huida, sobre todo si se es, uno mismo, árbol”, escribe Tahar Ben Jelloun.
Jesús H. Montes, pintor irapuatense
De pronto los colores brotaron de su mano, sin motivo preciso, sin dirección quizá, pero aquel joven supo de inmediato que algo ocurría en él, más fuerte que su propia voluntad. “Cómo cuando se encuentra el amor que le va a cambiar a uno la vida para siempre”, nos confiesa el pintor. “Mi infancia transcurrió de dolor en dolor: fui raptado, golpeado, escarnecido, y cuándo apenas tuve fuerzas y un algo de edad, escapé y me fui a buscar mundo. En esos años la hice de albañil, estibador, mozo de café, y terminé de marinero. Es curioso, en el mar, territorio del extravío, tropecé con mi sombra y me encontré. Ya sosegado fue que empecé a pintar”.
Y sí, mucho dolor debió de haber habido para que los personajes de sus pinturas casi salten sobre el espectador, grotescos, implacables, desmesurados, enarbolando gestos amenazantes, siempre emergiendo de los tonos ocres de su infancia.
Mi infancia transcurrió de dolor en dolor: fui raptado, golpeado, escarnecido, y cuándo apenas tuve fuerzas y un algo de edad, escapé y me fui a buscar mundo.
Veamos aquel ángel agorero que anuncia la inundación de 1973 en Irapuato. Observemos sus figuras oníricas ascender de alcantarillas nauseabundas entre penachos no de plumas sino de espadas sanguinolentas bajo lunas de queso agusanado y babeante. Veamos sus mutantes enormes diciéndonos que las máscaras humanas de supuesta decencia y mansedumbre enconden púas dañinas y afiladas.
El niño Jesús H. Montes continúa allí, en el centro neurálgico de su pesadumbre. El mar no lo cambió, sólo le dio colores (el barco de su vida amotinando el mar) para contar su historia. Su pintura es su cielo. Su pintura es su infierno.
Gerardo Sánchez, poeta celayense
La cotidianeidad toma tintes de humor cruel. El verso se despoja del indumento clásico y vaga libremente con cierto desenfado. Los objetos comunes, los gestos familiares, abordan la poesía y la convierten en una casa amable donde todos los ojos, las puertas, las ventanas, observan hacia dentro: el exterior —si existe— debe pasar primero por las finas membranas de festivo dolor del poeta Gerardo Sánchez.
Todo ocurre en él y a través de él, para gracia y desgracia, como el juego de un niño asombrado para quien todo es nuevo siempre. En su infancia, mientras los demás niños juegan, él ocupa su recreo mirándose las piernas atrofiadas por la poliomielitis. Los niños son crueles con él, y desde entonces tiene el sueño de ser maestro de primaria para enseñar a los infantes a convivir sin hacer escarnio de los defectos de la gente. También sueña, como era de esperarse, con juegos más difíciles a los observados, al amparo de unas piernas sanas. Sueña con largas caminatas a lugares portentosos.
Un fotógrafo Un fotógrafo vino a retratarnos. Entró a la escuela muy sonriente. Salimos al patio y nos acomodó sin gritar, era tan amable que nos dio miedo. Las niñas pusieron su mejor cara, en sus casas las habían peinado con pulcritud; nosotros, con un gesto de valentía, nos enfrentamos a lo desconocido El fotógrafo nos advirtió: —nadie debe cerrar los ojos— Todos nos endurecimos para no ver quién era el cobarde. La fotografía reveló que las mujeres —aún desde niñas— tienen la mirada más hermosa.
De cierta forma Gerardo Sánchez alcanzó lo soñado. Se convirtió en maestro de primaria. En su poesía ha recuperado los juegos y la risa mordiente del niño que no fue. Tomado de la mano de Manrique, Whitman, Pessoa, Sabines, ahora sale a volar como si nada: en ellos descubrió que Dios y la poesía, desde antes de nacer, le habían dado alas en vez de piernas fuertes.
Demetrio Vázquez Apolinar, poeta y filósofo leonés
Se sabe mensajero de los ángeles. En algunos de sus textos aflora, a veces cruel, la letanía. El tono jaculatorio caracteriza su obra. Poeta de Dios, y de “los dioses” que después de divagar se concentran en la tarea única de crear significados a la estancia del hombre en el territorio creado por sus ojos.
Aunque ese “Dios” nombra previamente lo que los dioses miran. El ojo siempre es subalterno del habla, en la poesía de Vázquez Apolinar: de ese mirar de los dioses (las imágenes) asciende el hombre a conversar con su Dios único (la poesía), a detentar la voz ante su dueño original. Y son, nuevamente, los dioses, el ojo que contempla —y justifica— tal encuentro, pues la experiencia poética sólo tiene sentido ante un testigo que la asuma. Aún más: para Demetrio Vázquez Apolinar hay un levísimo instante en que Dios mismo se encuentra desposeído de sí: cuando el poeta —su molde más amado y cercano— logra alcanzar la gracia y comprensión del verbo divino, por quien todo fue hecho: la palabra sublimada, don de dones, enmudeciendo a Dios. Y recomienza, en un juego de ecos infinito, el habla que nombrará las cosas y las transformará en mundo vivo. Y habrá hombre impuro y —a contrasentido de imagen/semejanza— nuevamente habrá Dios. Sólo ante la existencia pecaminosa del hombre, dios es “Dios”. En aquel brevísimo tiempo de gracia verbal de su molde encarnado, es cuando Dios es hombre.
Se sabe mensajero de los ángeles. En algunos de sus textos aflora, a veces cruel, la letanía. El tono jaculatorio caracteriza su obra.
Según la tesis de Vázquez Apolinar, Dios lo ilumina todo para que el hombre encarnado lo opaque de sombra humana, lo enmugre, lo emponzoñe, y aparezca el poeta —ojo endiosado, enjundioso hado— a alumbrarlo de nuevo. Los ángeles que brotan del verbo poético —encarnado— ambulan disipados en estanques de luz, pero necesitan creaturas pecaminosas que los salven de ese limbo proveyéndoles alas embebidas de mundo, de tinta, de poesía, para ser percibidos. La única forma en que el bendito obre su cometido terrenal es abismándose en la miseria humana. Sólo a través de tal tamiz abyecto vive el ángel.
A momentos Vázquez Apolinar es también ángel profano. Díganme si no es perverso el crear diosas mudas como Plocia —que de tanto atesorar imágenes reventará algún día— o pueblos —como el de los Schudas— que erigen edificios con muros de insomnio eterno, en donde mueren los hombres en el hecho fortuito de pensarse a sí mismos.
Alejandro García, narrador leonés
“De tanta imagen ese verso se cae. Te digo que se cae. Y en sus alas en fuga se lleva hasta el poema, hermano, se lo lleva. ¿Qué tal y en vez de acometer una gran aventura que quede en intención, te miras, te respiras y nos das tu mejor texto, ese que te refleje sin flores ni oropel?
Y mira, hermano, vigila el adjetivo, controla los gerundios, cuida los participios, atempera el lenguaje y sé tan sólo tú, el prietillo que eres, pero que canta bien. No te sientas galope, sosiégate en la voz. El juego no se trata de que haya tanto adorno que no te reconozcas. Mírate con cuidado y vuélvete a mirar, y cuando estés seguro de que te has aprehendido con toda propiedad, búscame y me platicas: tengo una seña aquí, un tic en la nariz cuando estoy tenso, me exasperan los odios gratuitos, me sonrojo al mentir…”
“La tuya, la entrañada, es la única historia que tienes que contar, una y otra y otra y otra vez, desde diversos fondos y con diversas formas, hasta que se produzca el milagro y tu mejor poema seas tú frente al texto, reproduciéndote en muchas más historias: rostros tuyos diversos, ampliados en un juego de círculos concéntricos.”
Y mira, hermano, vigila el adjetivo, controla los gerundios, cuida los participios, atempera el lenguaje y sé tan sólo tú, el prietillo que eres, pero que canta bien.
Y Alejandro García insistía en lo mismo (ante un grupo de diez aprendices de escritor, hace más de treinta años) una y otra y otra vez como el crisol del alquimista, hasta que creímos entenderlo. Y aquí me tienen hablando de lo mismo, todavía aguardando el milagro que convierta la urdimbre en hilo de oro. ®