Voltaire escribió que nuestro primer deber con los muertos no son los responsos ni las coronas florales ni ninguna otra de las honras fúnebres, sino la verdad. En el caso específico de dos ilustres difuntos recientes (el novelista portugués José Saramago y el proteico escritor mexicano Carlos Monsiváis) esa verdad debida sólo puede construirse con la suma testimonial de cada uno de sus lectores.
Va, modestamente, el testimonio de uno de uno de esos lectores, que sólo habla de su experiencia personal ante la vasta obra de ambos autores, quienes compartieron algo más que una postura política, a la izquierda del espectro ideológico: el hecho de haber pertenecido a un tipo de intelectual que nace formalmente, a fines del siglo XIX, con Émile Zola: el del écrivain engagé, el escritor comprometido con una causa social, y de manera preponderante con la reivindicación de los desheredados o de las personas que son víctimas del poder, ya sea político, económico, religioso o de otra índole.
Como activistas intelectuales, tanto Saramago como Monsiváis mantuvieron una posición a favor de los oprimidos, frente —y con frecuencia también en contra— de los poderosos, lo que no pocas veces hizo que su buen nombre fuera usado para legitimar a líderes de dudosa calidad moral o movimientos de no muy clara reivindicación social.
Por otra parte, hay cierta clase de escritores que, por causas extraliterarias, acaban siendo más admirados que leídos.
Por otra parte, hay cierta clase de escritores que, por causas extraliterarias, acaban siendo más admirados que leídos. Infortunadamente, hay razones para pensar que los recién fallecidos no fueron la excepción a esta fama equívoca.
Pero más allá del entusiasmo fácil y hasta gratuito, o de las afinidades políticas e ideológicas entre Saramago y Monsiváis, quienes en su momento ensalzaron, por citar un caso particular, al Subcomandante Marcos, se encuentra lo verdaderamente importante: la relevancia de la obra literaria de uno y otro.
Por lo demás, una obra muy distinta. Primero, porque mientras la escritura de Saramago tuvo como centro de gravedad a la novela, Monsiváis jamás practicó este género literario, pues lo suyo fue, sobre todo, el ensayo y la crónica, en los que acabó siendo un consumado maestro.
Con la obra de Saramago la “verdad” de este lector comenzó, a mediados de los noventa, con una obra de pocos quilates literarios: El Evangelio según Jesucristo, una novela menor sobre un tema mayor. Pero contra lo dicho por algunos agentes de la curia romana, lo que se le puede reprochar a esta novela no es que se meta con la historia bíblica, pues la literatura consiste precisamente en eso, en tergiversar o en fantasear con lo preexistente. No, en todo caso lo reprochable estaría en otra parte: en que su autor no consigue hacer buena ficción.
Y, desde un punto de vista puramente literario, lo de menos es que se tergiverse o se trate de desacralizar la vida de Cristo, lo que por supuesto puede llegar a molestar —como de hecho ha sucedido— a no pocos creyentes. Porque en la mencionada novela de Saramago, Cristo es concebido luego de un torpe coito del carpintero José que deja “preñada a María”, y cuya descripción está muy lejos de ser gran literatura.
El gobierno de Carlos Salinas instituyó la entrega de becas vitalicias a la cúpula intelectual mexicana. Con ello logró acallar la voz de varios de nuestros cocos pensantes, comprar la voluntad de otros y aun permitir que algunos más incurrieran en prácticas editoriales no demasiado congruentes: pegar con la izquierda y cobrar con la derecha, por ejemplo. Carlos Monsiváis no fue la excepción.
El narrador pinta a “el esposo de María” no sólo como un carpintero mediocre y “sin talento para las perfecciones”, sino como un ser egoísta y cobarde e incluso como un asesino por omisión al no alertar a los habitantes de Belén sobre los planes siniestros de Herodes.
Aquí, definitivamente, Saramago no hace literatura, sino trampa, pues en ninguno de los evangelios (canónicos y apócrifos) se dice que san José estuviera enterado del plan de Herodes para pasar a cuchillo a los niños de Belén. El Evangelio de san Mateo, el único texto canónico que se refiere al asunto, consigna, a la letra, que “el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: ‘Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto y estate allí hasta que yo te avise porque Herodes va a buscar al niño para matarlo’”.
Más claro ni el agua: de lo único que estaba enterado san José era de que Herodes pretendía matar al niño Cristo, pero no a los niños betlemitas, quienes después serían reconocidos como los Santos Inocentes.
Por lo tanto y aunque se trate de una novela —es decir, de una obra de ficción— no hay ningún motivo para inculpar a san José como “criminal”, así sea por omisión, tal y como se lo pinta en la novela de Saramago.
Pero venturosamente para la literatura y para sus lectores, un caso muy distinto son Memorial del convento, Historia del cerco de Lisboa y Ensayo sobre la ceguera entre otras obras mayores de ficción de José Saramago.
Por lo que hace a Carlos Monsiváis, la parte más consistente de su vastísima obra se encuentra en sus excelentes ensayos y crónicas sobre tópicos y asuntos de lo más diverso: la cultura popular, incluidos algunos personajes de la farándula; la gazmoñería y la doble moral en los grupos ultraconservadores del país; la afición a lo rimbombante y al ridículo entre la clase política mexicana; los movimientos civiles en la capital del país; el clandestino y casi secreto historial de la cultura gay en México… Y, por supuesto, la literatura, de la que el autor de Días de guardar fue un lector omnívoro y lúcido.
El trabajo periodístico de Monsiváis fue menos bueno, pues a pesar de haber sido una persona bien enterada sobre numerosos asuntos de la vida pública de México, y de poseer un punto de vista original, potenciado con un filoso sentido del humor, por momentos pareció haber acumulado demasiados intereses, que a menudo limitaban, cuando no inhibían, su libertad expresiva, mellando también sus capacidades intelectuales y periodísticas.
Con frecuencia Monsiváis mantuvo con el poder —o, mejor dicho, con los poderes públicos, constituidos y fácticos— una relación ambigua como, por lo demás, ha ocurrido también con otros intelectuales mexicanos, que han terminado recibiendo toda clase de beneficios, prebendas, favores, mimos y halagos oficiales.
El gobierno de Carlos Salinas de Gortari, por ejemplo, instituyó la entrega de becas vitalicias a la cúpula intelectual mexicana. Con ello logró acallar la voz de varios de nuestros cocos pensantes, comprar la voluntad de otros y aun permitir que algunos más incurrieran en prácticas editoriales no demasiado congruentes: pegar con la izquierda y cobrar con la derecha, por ejemplo. Carlos Monsiváis no fue la excepción.
Y lo anterior lo suscribe un modesto lector de los dos ilustres escritores fallecidos; un lector agradecido con ellos, pero que busca tener presentes las palabras de Voltaire: a los muertos, la verdad. ®