Agradecida mascota

Esther no me vio como prosélito ni mucho menos como víctima, sino como amigo o, más bien, como mascota. Un perrillo o un gato para un humano, ni más ni menos, era lo que yo significaba para ella. Le pregunté si no existía otra opción. Sí la había pero era preferible no pensar en ella.

Sayna, «Misterious girl».

Alguna vez espero oír su llamado. Su voz llegará desde lo más profundo de la noche. Es el momento en que habremos de reunirnos para siempre. Así pensaba. Ese pensamiento me ayudaba a seguir adelante. Desde que nos habíamos separado nunca pude volver a ser el mismo. En vano intenté hallar su sombra en otras. Mi suerte había sido trazada por una mano caprichosa, cuyos designios eran inescrutables. Llevaba años buscándola y nada hasta ahora. Jamás había logrado dar con ella. Una noche, cuando éramos niños, se presentó de improviso. Estaba frente a mi ventana, sus cabellos ondeaban y me pedía que la dejara entrar. Es raro ver a una niña por fuera de un edificio, en particular cuando se vive en el quinto piso. Era de noche y la luna brillaba con una intensidad inusitada. Ni tardo ni perezoso la dejé pasar. Debía estar aterida de frío pero no, el que temblaba era yo. No sé si por la impresión de mirar esos ojos profundos de pupilas dilatadas —de seguro había permanecido mucho tiempo en lo oscuro— o por la ráfaga de aire helado que azotó el postigo de la ventana. Vivíamos en un edificio en la parte antigua de la ciudad, desde ahí podían columbrarse los torreones de la catedral, ahora menguados en su magnificencia por otras construcciones más altas e imponentes. Yo, sin embargo, siempre fui amigo de lo antiguo. Es una costumbre que, creo, heredé de mi abuela. Se me contagió de ella, debido al estrecho trato que tuvimos mientras vivió. Me gustaba mirar las viejas torres de aquella edificación gótica, de la que en ocasiones alcanzaban a recortarse incluso las quiméricas siluetas de las gárgolas.

Su nombre era Esther y me dijo que vivía en el apartamento contiguo, cuya puerta siempre permanecía sellada. Yo hasta llegué a pensar que debía estar deshabitado, aunque días antes había oído unos rumores extraños, como de alguien que rascara con una punta de metal los muros. En los edificios viejos los crujidos repentinos, provocados por la contracción de los materiales, en especial la madera, eran frecuentes. Así que cuando alcancé a percibir esos rasgueos –y más tarde unos como sollozos– no me asombré más allá de lo habitual. La niña estaba ahí, ataviada en camisón de dormir, jamás había visto sus ojos pero algo en ellos me comunicó que no iba a ser aquélla la última vez. Más de cincuenta años han trascurrido desde que Esther me dejó y no pierdo la esperanza de volver a verla, aunque sea una última vez que, presiento, ha de marcar sin defecto el final. Recuerdo cada noche que pasamos juntos, pues era exclusivamente de noche cuando me visitaba. El pelo, largo y negro, le caía sin ceñir sobre los albos hombros. Desde el principio me dijo que no era una niña, si bien parecía tener la misma edad que yo, quince años. Por supuesto, no le creía, di más crédito a mis ojos y a mi suspicacia que algo me insinuaba que Esther escondía. En realidad, nunca ocultó nada de su ser, al contrario, se mostró tal cual era desde el primer momento, sólo que mis ojos no estaban hechos para discernir su forma. Era una niña, sí, pero en su voz había algo que delataba a una mujer de experiencia. Más que nada era el tono que empleaba y la manera, dulce y firme, en que modulaba su voz. Me dijo que nunca me abandonaría, siempre velaría por mí, aunque yo no la viese más, como justo sucedería días después. Si alguien me lo solicitara podría reproducir sin titubear cada una de nuestras conversaciones. Fueron extrañas y difusas, se extendieron por horas hasta muy entrada la noche pero siempre concluyeron antes de que despuntara el día. Cada noche me ganaba el sueño y, al despertarme, ella se había esfumado. Lo curioso era que la ventana permanecía cerrada. ¿Por dónde se escabullía? De seguro, franqueando la puerta de mi recámara, recorriendo el pasillo y abriendo, sin hacer el menor ruido, la puerta de la entrada. No existía otra explicación posible.

Una noche, justo la víspera de mi aniversario número dieciocho, simplemente se marchó y no volvió más. Cuántas veces la esperé en vano. Hasta dejaba la ventana entornada. Nunca más se oyó nada en el apartamento de al lado. Su encuentro se desvaneció como un sueño, aunque no exactamente. En una de nuestras conferencias nocturnas me entregó un cofrecillo. Era una antigua caja de música, de esas que se abren y dejan escapar las notas de una breve y contundente melodía. Esta caja, sin embargo, tenía la peculiaridad de no tener llave alguna para darle cuerda y la melodía —siendo siempre la misma— jamás se repetía de manera puntual. Era una suerte de canon perpetuo que iba enriqueciéndose con las imitaciones de voces cada vez más numerosas y exaltadas hasta que acababa en un zumbido saturador y luego llegaba el silencio. Intenté, sin conseguirlo, desmontarla pero carecía de clavos o tornillos, sólo un suave cojincillo de cuero. Un material peculiar del mismo tono que la piel humana aunque de consistencia más rugosa, como si fuera la estriada piel de una anciana. También la caja un día, precisamente la víspera de mi boda, desapareció sin dejar rastro. Debió haberse caído en la mudanza, porque nos cambiamos a otro viejo edificio del centro, más modesto que el de mis padres. Esther había pasado a ser una figura que, en ocasiones, recreaba en sueños. Siempre tenía la misma edad. Fui yo el que fue envejeciendo.

El recuerdo o, más bien la ilusión, de reconstruir en mi memoria la figura de Esther me acompañó todas las noches. Creo que únicamente volveré a verla poco antes de mi muerte. A mi avanzada edad temo que ese instante postrero sobrevenga en cualquier momento, si bien privilegio la noche como el marco indispensable de la aparición.

Tuve hijos, tuve nietos. Todos ahora se han ido. Los que no murieron nunca regresaron de la guerra. Mi mujer también falleció y me quedé solo, aunque no del todo. El recuerdo o, más bien la ilusión, de reconstruir en mi memoria la figura de Esther me acompañó todas las noches. Creo que únicamente volveré a verla poco antes de mi muerte. A mi avanzada edad temo que ese instante postrero sobrevenga en cualquier momento, si bien privilegio la noche como el marco indispensable de la aparición. Desde hace años he tenido sueños confusos que le han ido forjando a Esther una existencia con todos sus diarios avatares. Tengo la impresión de que en ella —de alguna manera— se halla cifrado el misterio de la vida eterna, en el sentido de la muerte incorrupta. Resulta casi imposible exponer esta paradójica noción pero me he percatado de todo mientras duermo. Mi espíritu flota en el éter y voy en pos de ella. Planeamos por las capas superiores del aire como un par de gaviotas diestras o más bien como dos avezados cuervos. Una cosa me inquieta: puedo reproducir en la mente sus manos, sus hombros estrechos, incluso sus incipientes senos pero jamás su púber sexo. Tengo la vana impresión de haber refocilado con ella varias veces y haber explorado delicias inimaginables. Pero todo esto no es más que un ensueño vago y sensual, bien puede ser que se trate más bien de un producto de mi desordenada fantasía.

A Mariana, mi esposa, nunca le hablé de la otra, la eterna doncella, la virgen perpetua e inmaculada. Más que inmaculada, inaccesible, sellada de patente, desprovista de esos vitales orificios. En mis pesadillas más extremas descubro las partes pudendas de mi amada y no hay nada. Es decir, todo está liso como tienen en medio de las piernas esas muñecas de celuloide con las que juegan las niñas. El eco de sus palabras resuena en mi cabeza: “No soy una niña”. Ni niña ni mujer ni incluso humana. Cada mañana al despertarme, después de pasar la velada juntos, tenía unas como cosquillas en mi cuello y, en ocasiones, incluso había marcas que, de manera inexplicable, se difuminaban en el trascurso del día. La luz de sol y el aire tibio parecían desvanecerlas. Cuando me casé fui feliz por un tiempo. Mariana me complacía todas las noches y ella poseía un cuerpo perfecto, normal, lleno de tibios recovecos. Hasta el año en que resultó preñada y rechazó por sistema toda suerte de arrumacos. Entonces me vi en la necesidad de dormir varias noches en la biblioteca. Allí había un cómodo sofá. Se dispusieron mantas y almohadones. En esa época no vi a Esther pero tuve sueños, los más extraños que es posible concebir. Remontábamos los aires e íbamos a comarcas ignotas pero siempre había de ser en la noche. Se paraba en tabernas sórdidas, se bebía fuerte y siempre acabábamos entre carcajadas vesánicas, totalmente eufóricos. Puede decirse que se trataba de un extraño teatro de lo oscuro, poblado de los caracteres más amenazadores y, a la vez, más desenfadados y ridículos. Luego Mariana se aliviaba, yo volvía a nuestra recámara a hacerle otra criatura y, por un tiempo, aquellas visiones osadas y variopintas cesaban por completo. Tuvimos cinco hijos, espaciados casi todos uno o dos años. Más tarde mi esposa enfermó gravemente y decidimos dormir en habitaciones separadas. Siempre esperé que aquellas alegres y abigarradas visitaciones volviesen pero nunca más se presentaron. Con todo, yo sentía una mirada vigilante sobre mí, incluso sobre mis actos más insignificantes. Como cuando iba al servicio y creía atisbar el resplandor de una sonrisa, en un destello en el espejo, una boca sensual de afilados y amarillos dientes. Nada en concreto. Todo, materia de reflexión y deseo. Por más que me esforzaba en atar cabos, en buscar una explicación coherente, no existían pistas concretas. No tenía ni una sola prueba de la existencia de Esther y, por tanto, debía hacerme a la idea de que mi compañera de sueños no era sino una más de las ficciones que había urdido mi pensamiento. Ella era una imagen de todo lo prohibido (la violencia, la carnicería, la sevicia, la sangre).

La amé desde esa noche, cuando tenía quince años y la encontré del otro lado de mi ventana. Desde entonces me aferré con fervor a sus palabras y pensé que siempre iba a estar conmigo, de alguna forma misteriosa, que escapaba a la comprensión.

Con esta idea he vivido en esta última mitad de mi vida. Todos a mi alrededor han fallecido. Sólo quedo yo, incólume vencedor de la muerte, al menos, hasta ahora. Sé que el momento de la partida no debe estar lejos. Desearía una cosa, nada más, verla por última vez. Los rasgos de su rostro y, no se diga de su cuerpo, han ido empañándose con el correr de los años. Ardo en deseos de averiguar si es real o un puro figmento de mi facultad imaginativa. No puedo quedarme así. Cada noche abro la ventana de par en par, así duermo, con la esperanza de que cuando venga no halle obstáculo alguno. A la mañana siguiente intento hacer memoria pero nada, mi mente está en blanco. Eso sí, de manera extraña mi sueño siempre es continuo y reparador. Sin duda alguna, poder dormir bien es la causa de haber llegado a tan avanzada edad. Pero no me conformo con permanecer en la ignorancia, en la vacilación, en la duda más atroz acerca de la existencia de Esther. Qué tal si ella no es más que una proyección de mi propia personalidad, el lado femenino, o asexuado, o simplemente tétrico, que todos tenemos. Pero no, soy demasiado imperfecto para amarme a mí mismo y yo a ella la amo con locura. La amé desde esa noche, cuando tenía quince años y la encontré del otro lado de mi ventana. Desde entonces me aferré con fervor a sus palabras y pensé que siempre iba a estar conmigo, de alguna forma misteriosa, que escapaba a la comprensión. Pero no, Esther me ha abandonado, como todos. No espero otra cosa sino morir.

Esa noche, después de largo tiempo, volví a la biblioteca y decidí quedarme a pernoctar ahí, tendido en el amplio diván. Estaba demasiado cansado para volver a la recámara. No tenía mantas pero llevaba encima un grueso batón de casa. Dispuse un ampuloso diccionario a manera de almohada y me eché a reposar. Al principio fue difícil conciliar el sueño. Dormir había dejado de ser aquella actividad reparadora y continua del pasado. Padecía un sueño sobresaltado, interrumpido varias veces por ansiedades y sofocos. Por más que me empeñase, había dejado de recordar el contenido de mis sueños. Había algo o alguien que servía de impedimento. Sin saberlo de cierto, lo presentía. Fue entonces cuando volvió Esther. Regresó investida de un aura de eterna juventud y virginal hermosura. Tenía aquellos quince años con que la había conocido. Venía por mí. Ahora podríamos estar juntos, sin ser yo un niño, ni siquiera un hombre o un anciano, sino una sombra. Así me convenía más que si ella, de manera egoísta, pensando sólo en su propio deleite, me hubiera hecho como ella, uno más de aquellos malditos miembros de su raza. En fin, no todos son tan desalmados. Esther no me vio como prosélito ni mucho menos como víctima, sino como amigo o, más bien, como mascota. Un perrillo o un gato para un humano, ni más ni menos, era lo que yo significaba para ella. Le pregunté si no existía otra opción. Sí la había pero era preferible no pensar en ella. Con el estado de decrepitud en que me hallaba incluso, si por caridad, me hubiera convertido en uno de los de su progenie, yo habría tenido innumerables dificultades para desplazarme y conseguir alimento. Esas habilidades sólo puede adquirirlas un hombre cuando tiene uso pleno de sus facultades, me explicó, que una vez convertido excluyen el disfrute de otras ocupaciones más vigorosas.

No había otra solución. Sería la sombra de otra sombra, como quien dice. Un ánima cautiva, en el limbo informal y privado, el ámbito de influencia de Esther. “De aquí en adelante, si me aniquilan, tú habrás de seguir mi suerte, porque es mi mente en el único lugar donde habitarás”. No quise sondear más al respecto. Ésa era la única manera en que nuestro platónico y casto amor podía consumarse. Y con un certero movimiento de su uña —más bien debo decir garra— sobre mi garganta me ayudó para que diera el paso de uno a otro mundo. Desde entonces no sé si vivo o muero. Más bien sé que estoy muerto, pero aún tengo conciencia y me alegro de revolotear al lado de mi ama. Ella colma todos mis anhelos. Me hace subsistir en esta nueva dimensión, me llena de alegría y a veces —siendo una niña inocente— me mueven a risa los lances inesperados con los que atrapa a sus víctimas. Sé que alguna vez le pueden clavar una estaca en medio del pecho, terminar entre las llamas o bien puede sorprenderla el canto del gallo. Eso no debe inquietarme. Ya llevamos una eternidad juntos y jamás ha sucedido. Habrá que ver hasta dónde llegamos. Ahora me parece un sueño mi vida precedente, cada vez se desvanece más y más. Cuántas cosas podemos ser, somos ya sin saberlo, después dejamos de ser, sin siquiera darnos cuenta. La conciencia es más firme que la vida. Existe antes de ella y se prolonga después de su término. Eso he descubierto y, no sé si estoy contento, pero me tranquiliza el sentimiento de aún considerarme yo mismo. ®

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Publicado en: Narrativa

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