Inspiración ineludible de la contracultura, la célebre novela de Jack Kerouac puede ser leída como un muestrario de la decadencia estadounidense, plasmada en las caras y acciones de sus personajes circunstanciales.
Los “policías de botas altas” se entremezclan con “negros violentos siempre riendo con gorras bop” y “ministros metodistas de mangas deshilachadas”. Hay otros arquetipos pululando en Los Ángeles y Sal Paradise confiesa: “Hubiera querido conocerlos a todos”. Pero debe resolver la pobreza urgente que se cierne sobre él y su ocasional novia mexicana. Más tarde, ya en San Francisco, sus ojos captarán otra postal urbana que no tiene desperdicio pues allí la mezcolanza arroja “corredores de coches”, “decadentes casanovas” y “rubias de motel de ojos hinchados”.
En rigor, En el camino es una auténtica crónica del “desperdicio”, una radiografía de la marginalidad hecha como al pasar y al mismo tiempo con precisión y cierta densidad. La novela, uno de los libros más robados en Estados Unidos, no sólo es esa (tantas veces celebrada) exaltación de la espontaneidad y la vida intensa. Creo que su magia tampoco se agota en el registro de la bohemia de sus famosos protagonistas, aunque con ojos de 2011 ciertas “locuras” han quedado definitivamente rancias.
La novela fue —y es— una buena hendija para entrever los lados oscuros de la sociedad estadounidense de entonces. Aquí no se ven familias contentas (ni tristes). “En el camino” directamente no hay familias sino individuos abandonados a su suerte que desfilan por el borde de la carretera o se amontonan como cucarachas en un cine dormitorio que se parece más a un campamento de refugiados.
Kerouac, afortunadamente, no era víctima del tono políticamente correcto. Por eso podía calificar como “de lo peor” al crisol de marginales que se cocinaba en las periferias de las ciudades yanquis. Así, en Detroit observará “Negros destrozados que habían venido desde Alabama a trabajar en las fábricas de automóviles y no tenían contrato; viejos vagabundos blancos; jóvenes hipsters de pelo largo que habían llegado al final del camino y le daban al vino sin parar; putas; parejas normales y corrientes y amas de casa que no tenían nada qué hacer, ningún sitio al que ir ni nadie en quién confiar. Si se pasara a todo Detroit por un tamiz no quedarían reunidos mejor sus deshechos”.
Lo interesante sobre los retratos pseudos-sociológicos que esboza Kerouac es que su propia posición también aparece insinuada: “Quería ser un mexicano de Denver e incluso un pobre japonés agobiado de trabajo, lo que fuera menos lo que era en un modo tan triste: un ‘hombre blanco’ desilusionado”.
Los viajes de Kerouac y los suyos incluyeron miles de kilómetros y atravesaron la superficie de más de veinte estados. A pesar de la velocidad (automovilística y literaria) con que se transitaron muchos tramos, el encuentro con personajes fugaces pero estereotípicos tiene lugar a cada rato: un joven incapaz de decir su estado natal sin deletrearlo; un vagabundo especializado en vivir de la Cruz Roja; dos granjeros de mejillas rosadas haciendo tambalear su camioneta por las praderas de Nebraska para “jugar” a marear a los autostopistas que llevan.
La travesía también describe la mirada que los mira como en esos “amodorrados pueblos de Illinois, donde la gente es tan consciente de las bandas de Chicago que pasan igual que nosotros en coches grandísimos”y dónde la sospecha toma forma de un recaudo: “Cuando nos detuvimos a por Coca-Colas y gasolina en la estación de un pequeño pueblo la gente vino a vernos pero no dijeron ni una palabra y creo que tomaron mentalmente nota de nuestras señas personales y estatura para caso de futura necesidad”.
Lo interesante sobre los retratos pseudos-sociológicos que esboza Kerouac es que su propia posición también aparece insinuada: “Quería ser un mexicano de Denver e incluso un pobre japonés agobiado de trabajo, lo que fuera menos lo que era en un modo tan triste: un ‘hombre blanco’ desilusionado”.
Aquí asoma ese Estados Unidos que no necesariamente reconoce razas para pasarla bien o mal. Tampoco ciudades o grados de integración al sistema. Y, más interesante aún, la marginalidad más temida —estar “al margen” de la felicidad y la libertad— anida bajo el peso aplastante del frenesí neoyorquino. Al final del primer viaje este fragmento lo condensa todo: “Había viajado trece mil kilómetros a través del continente americano y había vuelto a Times Square, y precisamente en una hora punta, observando con mis inocentes ojos de la carretera la locura total y frenética de Nueva York con sus millones y millones de personas esforzándose por ganarles un dólar a los demás, el sueño enloquecido: cogiendo, arrebatando, dando, suspirando, muriendo sólo para ser enterrados en esos horribles cementerios de más allá de Long Island”. ®