Allá lejos

Un viaje familiar degenera en mareo, carnicería y juegos de azar.

© Aleksandra Waliszewska

© Aleksandra Waliszewska

Yo tenía una prima mucho mayor, a mis diez años ella ya estaba casada y tenía un hijo casi de mi edad. No la veíamos con frecuencia porque vivía en un pueblo de la provincia, una zona chacarera. Era un lugar que a mí me gustaba mucho, mezcla de campo y ciudad, con calles de tierra y muchos árboles, veredas de pasto bien cortado, casas con parques inmensos. Una vez me invitó a pasar unos días en su casa, y por suerte me dejaron ir. Estuve feliz de cambiar de aires, de vivir las siestas en la calle, de andar a caballo, mejor dicho en pony. Uno de esos días que estuve en su casa me dijo que íbamos a ir al campo de unos amigos de la familia, saldríamos al día siguiente bien temprano. Nos levantamos con su hijo muy animados, tomamos un tazón inmenso de café con leche con tostadas y nos fuimos a la terminal. Teníamos que tomar un micro que nos dejaría en la ruta a la entrada del campo. Cuando bajamos del micro nos estaba esperando un señor en un carro, era Alfredo, el amigo de mi prima, nos saludó con una sonrisa debajo de sus inmensos bigotes. Nos subimos al carro y él azuzó al caballo, recorrimos un camino bastante largo entre dos filas de árboles altísimos con unas hojas doradas que filtraban el sol. Íbamos contentos y cantando al ritmo del sonido de las ruedas, a las que me parece que les faltaba un poco de aceite. Llegamos a la casa y tuvimos permiso para jugar y corretear por cualquier lado, había un galpón inmenso lleno de herramientas enormes y raras, un tractor, fardos de pasto, aperos y correas de cuero, en el patio había animales sueltos, gansos, patos, gallinas, dos o tres perros, me parecía una especie de paraíso. Nos pusimos a jugar a la pelota y después de un rato nos subimos a un árbol muy frondoso que parecía un ombú. Más tarde nos llamaron, ya era media mañana y mi prima quería saber dónde estábamos porque Alfredo iba a sacrificar y carnear una vaca, así dijo.

Yo no sabía qué quería decir sacrificar, y mucho menos carnear, pero fui con ellos. Llegamos a un corral al lado de un galpón que no habíamos visto, detrás de la casa grande, y los peones trajeron una vaca atada a una soga y la metieron por una especie de pasillo hecho de maderas altas. La sujetaron en medio de ese pasillo, un peón de cada lado con sogas atadas al cuello, la vaca estaba muy nerviosa y se movía, quería irse para atrás, pero alguien desde atrás la pinchaba con un aparato de hierro del que salía un cable. En eso que la tenían ahí, medio quieta, vino otro peón de costado, levantó una maza enorme y la dejó caer con fuerza en la cabeza de la vaca, se oyó un sonido fuerte y seco y la vaca tambaleó y abrió mucho los ojos, yo me sobresalté y contuve la respiración, nos miramos con el hijo de mi prima asustadísimos, volvimos a mirar a la vaca y justo en ese momento el peón le dio otro mazazo en el mismo lugar, ahora la vaca movió un poco la cabeza, miró hacia donde estábamos nosotros y dobló las patas delanteras, intentó levantarse y no pudo, entonces se desplomó de costado, sosteniendo todavía el cuello un poco en alto con la cabeza floja y enseguida dejó caer el cuello y la cabeza golpeó el suelo de tierra seca con un sonido apagado. Yo estaba petrificado del susto, no me animaba ni a llorar, tenía la garganta cerrada y no dije nada, lo miré de reojo al hijo de mi prima y él estaba igual, de modo que nos quedamos quietos. Después recuerdo cosas sueltas, arrastraron a la vaca cerca del galpón, a un lugar que tenía piso de ladrillos y un árbol de ramas desnudas no muy altas. Los perros se acercaron, ladraban mucho, parecían nerviosos o enojados. Dos hombres ataron las patas traseras de la vaca y la levantaron entre todos, colgándola de una de las ramas del árbol cabeza abajo, sin tocar la tierra. Después vino la carnicería. Le cortaron la cabeza, empezó a salir sangre a borbotones y a chorrear por el piso metiéndose entre los ladrillos y haciendo pequeños arroyos colorados. Los perros olían la sangre con ansiedad, se les erizaron los pelos del lomo y sus ladridos se hicieron más fuertes y continuos, iban y venían rodeando el cuerpo colgado. Todos los hombres se juntaron alrededor de la vaca con botas altas de goma y mamelucos, empezaron a tasajearla con cuchillos y a sacarle el cuero hasta que la dejaron desollada. El suelo estaba totalmente cubierto de sangre y había muchas moscas gordas y zumbonas volando lento y rondando por todas partes. El aire se llenó de un olor dulce y fuerte, un olor asesino, crudo, salvaje. Los hombres seguían con sus cuchillos alrededor de la vaca y la empezaron a cortar en pedazos, por partes.

Yo me empecé a marear y descomponer y me fui caminando para alejarme de la sangre y de los cuchillos, fui hasta el árbol en que habíamos estado antes y me acosté en la sombra. Tenía ganas de vomitar, pero no pude hacerlo. Me quedé un rato largo en silencio abajo del árbol hasta que mi prima vino a buscarme y me preguntó si no quería ir a comer. Le dije que no me sentía bien y entonces me preguntó si quería dormir la siesta en una de las piezas y acepté. Ella me dijo que descansara tranquilo, que después íbamos a ir a pasear. Me acosté en una pieza con techo altísimo y la persiana de madera cerrada a través de la que entraban rayitas de color amarillo que se proyectaban en el piso y en la cama. Sin darme cuenta, de a poco, me dormí.

Cuando me desperté no sabía adónde estaba, la luz había cambiado, era mucho más suave y había un silencio enorme en el cuarto. Entonces escuché voces a lo lejos, me levanté y salí a un corredor, caminé hacia las voces y llegué a la enorme cocina donde estaban todos tomando mate. Me saludaron riéndose y Alfredo me preguntó si estaba impresionado, tenía un sombrero negro muy grande y un pañuelo rojo que me hizo acordar a la sangre de la vaca. No le dije nada, pero moví la cabeza para un lado y para otro en silencio y me fui a sentar en un rincón al lado de mi prima que me abrazó y me dio un beso.

Estuvimos ahí un rato, cuando terminaron de tomar mate me dijeron que íbamos a ir a pasear y nos subimos al carro de Alfredo. Salimos por el mismo camino de antes y tomamos un desvío que había antes de llegar a la ruta, ya el sol estaba cayendo, era esa hora en que las nubes se ponen rosadas y todo parece moverse y transcurrir más lento. Llegamos a un lugar amplio donde había una casa grande al lado del camino y varios caballos atados a unos palos. Bajamos del carro y mi prima me dijo: “Es el almacén de don Segundo, vení, vas a ver qué lindo”. Entramos. Era enorme. Había un mostrador de madera larguísimo y muchas bolsas de arpillera apoyadas al lado, estaban abiertas y llenas de porotos, arroz, garbanzos, maíz, papas. Había cosas colgadas en una pared: riendas, correas, lazos, estribos, palas, cuchillas de arado, cueros de oveja. Detrás del mostrador las estanterías estaban repletas de frascos de todos los tamaños, botellas de muchas formas y colores con etiquetas muy lindas y llamativas, paquetes de papel y tela y cajas de varios tamaños. Encima del mostrador había dos o tres balanzas y en la parte de adelante una gran reja de barrotes de hierro dividía el salón, tenía un hueco en el medio por donde pasaba el dueño para un lado y para el otro, y en el salón, delante de las bolsas, tres o cuatro mesas cuadradas con sillas de madera alrededor. Había hombres con sombreros sentados en dos mesas, me pareció que estaban jugando a las cartas. Las ventanas a los lados de la puerta por la que entramos estaban abiertas y tenían rejas también. La luz del sol que se estaba yendo entraba oblicua y dibujaba en el suelo la forma de las ventanas, en el aire que era atravesado por la luz había pelusitas de polvo bailando en suspensión, me quedé viendo eso un ratito. Lo que más me impresionó del lugar fue el olor, un olor fuerte pero rico, una mezcla de aromas, a semillas y granos, a tierra húmeda porque el piso era de tierra, a cuero y a tabaco, este último como sobrevolando por encima de los demás. Era un olor que quedaba bien en ese lugar, me pareció que no podría haber sido diferente. Los hombres que estaban jugando en las mesas ni nos miraron cuando entramos. Nos sentamos en la mesa vacía y mi prima pidió un café con leche para mí y otro para su hijo y para ellos una cerveza. Cuando terminaron nos dijeron que nos quedáramos ahí un rato que ellos tenían que ir a la casa de no se quién y después nos pasaban a buscar. Así que le dijeron a Segundo: “Le encargamos los chicos, en un rato volvemos”. Segundo les dijo: “Vayan tranquilos nomás”, y se fueron. Y nosotros nos quedamos en el almacén, que uno de los hombres de las mesas nos dijo que se llamaba pulpería.

Se estaba haciendo de noche, empezaron a prender velas y unos faroles a querosén que colgaron de unas vigas. Nosotros nos acercamos a una de las mesas y uno en cada punta nos pusimos a ver cómo jugaban al truco. Anotaban los tantos con porotos con los que hacían montoncitos al lado de cada jugador y cada uno tenía una copa de ginebra. Todos fumaban, el humo se elevaba zigzagueando y salía del círculo de luz para esconderse en la sombra del techo. Hablaban poco, se miraban y de vez en cuando hacían alguna seña al compañero, tiraban una carta y esperaban. El que tenía que jugar miraba la carta, observaba al que la había tirado y después a su compañero. Después ojeaba sus cartas y volvía a mirar a su compañero, era su turno de hablar y decía solamente una palabra: “Voy, pongo, empardo, mato”, y recién entonces apoyaba lentamente su carta en la mesa, al lado de la otra. Y se volvía a repetir todo el proceso, el otro jugador lo miraba a él y a la carta que había jugado, miraba a su compañero, ojeaba sus propias cartas y también decía su palabra, diferente a la que había dicho el jugador anterior. Me parecía que todos hacían lo mismo y muy lentamente. No entendía bien cómo era el juego. Después de apoyar la carta en la mesa tomaban un trago, daban una pitada al cigarro y tosían, o nos guiñaban un ojo, o se peinaban el bigote con la mano. Así mucho rato, hasta que anotaban con los porotos y barajaban y daban de nuevo y todo volvía a empezar. Aburridísimo.

Ya era de noche, el lugar había cambiado mucho con las luces de las velas y los faroles, había sombras por todos lados cerca de las paredes y en los rincones. La luz hacía un círculo y más allá de eso todo era oscuridad, las sombras se movían, era un mundo oscuro y animado el que nos rodeaba. Ahí fue que vi a un par de gatos sentados en las bolsas, arriba de los granos. Les brillaban los ojos en la penumbra. Nosotros no nos movíamos de al lado de la mesa y no nos venían a buscar. No hablamos en todo el tiempo, de vez en cuando nos mirábamos con mi primo y se nos veía el miedo en los ojos. Los dos pensábamos lo mismo. No iban a venir más a buscarnos. Don Segundo nos trajo unas sillas para que nos sentáramos y un poco de salame cortado con rodajas de pan que puso en un costado de las barajas. La cosa mejoró un poco, pero no mucho. Los hombres jugaron dos o tres partidos de truco, ahora entendíamos un poco más el juego. A mí me estaban dando ganas de llorar, no sabía si por el humo de los cigarrillos o por el miedo. Una vez miré para afuera por la puerta que todavía estaba abierta y se veía todo negro, y por las ventanas también. Ya no quería estar más ahí. Y en eso escuchamos el ruido de las ruedas del carro y el caballo que llegaba, y la voz de mi prima que gritaba: “Chicos, llegamos”. Salimos corriendo sin saludar y nos subimos al carro, le dimos un beso a mi prima y a Alfredo, nos tiramos atrás y nos tapamos con una lona. Mi prima saludó y dijo: “Adiós, don Segundo, y gracias”. Y el carro empezó a moverse hacia la casa de Alfredo, el suave traqueteo hizo que nos durmiéramos enseguida. Al otro día nos levantamos temprano, tomamos otro tazón de café con leche gigante y nos fuimos a esperar el micro a la ruta. ®

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Publicado en: agosto 2013, Narrativa

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