Amanda

Al principio no la quería ni mirar. Caminamos rumbo a casa y el silencio, como un fuego negro, había dorado las palabras para que éstas asomen en la escena ya cocidas, indefectibles.

—Sus hermanos mayores sienten envidia —dijo al fin cuando pasamos por la vereda del parque.

Planta

Se me escapó una sonrisa y la miré de reojo mientras la llevaba con las dos manos y frente a su pecho.

Habíamos hecho todo el camino sin dirigirnos la palabra. Cuando yo andaba con esa cara, Elizabeth sabía que mejor era no hablarme, como también sabía que siempre esperaba que ella hiciera el primer intento de acercamiento. Así y todo, sin importarle los orígenes de mis rabietas, de repente me había abandonado para meterse en el vivero. ¿Es que pensaba darme una flor en irónico premio a mi infantil comportamiento? Tenía esas cosas, ese humor ácido, y la imaginé realizando infinidad de preguntas inverosímiles acerca de la botánica, haciendo tiempo para que madurasen mis eternos desvaríos. Pensé en seguir caminando solo a casa, pero únicamente por mis ganas de prolongar aquella discusión silenciosa me quedé esperándola afuera, mascullando mis demonios, y estuve un rato imaginando qué es lo que la había llevado a tomar la decisión de meterse en un vivero hasta que la vi salir con su habitual sonrisa, acunando lo que en ese momento me pareció un bonsai. Es como si se me hubiera hecho costumbre ponerme, para llamarlo de alguna manera, de modo hostil; por una estupidez se me ponía jeta de culo y la mantenía, por más que ya hubiera olvidado los motivos, por mi fidelidad a la consigna. Para cuando llegamos, la regó y la puso a asolearse en el marco de la ventana, yo ya no me sentía enojado.

Desde que ella había ingresado a nuestras vidas, a Elizabeth se le daba por darme sorpresas. La primera vez, ni bien llegué, abrí de golpe la heladera buscando algo fresco para tomar y allí estaba.

—¡Piedra libre para Amanda! —dijo desde la cocina.

¡El susto que me pegué! Otras veces le ponía un moño rojo, o sentaba a un playmovil bajo su follaje a la espera de la iluminación.

En aquel entonces vivíamos en un monoambiente frente al parque Chacabuco. Por las tardes, cuando ambos llegábamos de trabajar, yo solía sentarme en el living, que consistía tan sólo en un sillón con posabrazos de madera y una mesa pequeña a su lado; así teníamos delimitados los espacios. Entonces, yo me sentaba a leer o a fumar, o tan sólo a contemplarla mientras asomaba a Amanda a la ventana para que recibiese el suave sol de la tarde. La posaba en el marco con mucho cuidado y la regaba con una dulzura que enternecía. Hasta había veces que cantaba y yo por primera vez caía en cuenta de que lo hacía realmente bien. Cantaba al volumen adecuado, sin invadir, casi un poco más fuerte que un susurro y, mientras le daba de beber, su cálido aliento hacía estremecer alguna rama y yo allí tendido, en el living, miraba reconfortado.

Durante una larga temporada, las tardes se convirtieron en el momento más esperado del día; luego de la tragicómica rutina diaria teníamos un recreo íntimo sólo para nosotros tres. Ya no pude concebir más a Elizabeth sin Amanda y me preguntaba cómo es que me había enamorado antes de que ella llegara a nuestras vidas.

Cuando había sol, los domingos se nos daba por cruzar al parque. Y nos pasábamos el rato sacándonos fotos. Elizabeth sentada en una punta del banco, Amanda en la otra, ambas mirando para el lado contrario como si no se conocieran. Otra: Elizabeth leyendo la revista del domingo y por detrás de su hombro Amanda asomándose como si también quisiera leer el horóscopo. Recuerdo que ésta en especial nos había causado mucha gracia. Otras veces poníamos a Amanda camuflada entre otras plantas y tomábamos varias fotos, cambiándola de lugar, para luego revisar las imágenes tirados en la cama y jugar a nuestra propia versión de “Buscando a Wally”.

Para mi cumpleaños, antes de que me fuera a trabajar, me regaló un bolso increíble para la cámara, con mil compartimientos y bolsillos. Si bien el que yo tenía ya estaba bastante vetusto, me lo regaló justo en el momento en que había menos trabajo y peligraba mi empleo. Pude imaginarla entrando a la tienda, tomándoselo muy en serio, haciendo mil preguntas al vendedor, contándole lo buen fotógrafo que era su marido; le encantaba decir que era su marido, aunque nunca nos habíamos casado oficialmente. Fue como la vez que mi madre me regaló los botines el mismo día en que me habían expulsado del equipo de fútbol; cada vez que me regalan algo termino por quedar hecho polvo.

Esa tarde fue diferente; yo estaba abatido, cansado, como si durante todo el día me hubiese estado moviendo en una frecuencia muy baja. Ni siquiera pude mirarla a los ojos cuando llegué a casa. Ella, leal a nuestra rutina, se dispuso a cargar con agua la pequeña regadera de plástico, pero inmediatamente comencé a apurarla para que me acompañase a hacer unas compras antes de que llegaran las visitas y cerrara el supermercado. Tengo que asumir que estaba fatal; había sido un día de mierda, tenía conciencia de que nos estábamos atrasando con la cuentas, me puse cargoso y la rematé diciéndole que se dejara un poco de joder con la plantita. Me sentí malvado. Y tuve que controlarme para no decir cosas de las cuales estaba seguro de que me arrepentiría, motivado por ese sentimiento extraño, conjunción de placer y dolor, que suele aparecer cuando somos crueles con alguien que amamos. Ella me lanzó una mirada terrible y luego, como siempre, regó a Amanda, sólo que aquella vez lo hizo de un modo descuidado; ni siquiera la sacó a la ventana.

Ya en el supermercado, no podíamos coincidir en nada. Todo me parecía vulgar; el color de las etiquetas, el fastidio de las cajeras, el andar de Elizabeth, su fingida lejanía. Mientras caminábamos de vuelta como dos desconocidos, con las bolsas de nylon que cortaban la circulación de los dedos, me pareció notar sus ojos húmedos.

—Elizabeth —esbocé al fin.

Ella ni me miraba y yo no sabía muy bien qué decir.

—Lo que pasa —agregué—, lo que pasa…

—Lo que pasa es que vos no querés a nadie —me interrumpió.

Me quedé callado y pensé: “Al diablo, será lo que tenga que ser”, y seguimos caminando sin dirigirnos la palabra.

En casa ella se puso a guardar los víveres. Yo fui al baño. Me lavé las manos y la cara, y me quedé unos instantes mirándome en el espejo. Estuve contemplándome, absorto en pensamientos, hasta que escuché un débil grito. Salí apresurado y allí estaba Elizabeth casi de espaldas a mí, con los ojos clavados en Amanda que agitaba sus hojas sobre la mesa del living.

—Mirá —dijo—. Se hizo pis.

La abracé desde atrás y apoyé el mentón sobre su hombro. Cual criatura con dos cabezas observamos el hilo de agua que se escurría por el agujero que tienen debajo las macetas; cerré los ojos, la abracé un poco más fuerte y la besé en la nuca. Allí, en silencio, Amanda hasta parecía avergonzada. ®

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Publicado en: Febrero 2013, Narrativa

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