Desde la imaginería social más antigua se asocian con frecuencia los fenómenos de la magia y el furor amoroso, pues el amor suele observarse como una suerte de manía, una desmesura de la atención y una anomalía de la conducta.
El amor romántico es, acaso, el vínculo interpersonal más intenso que pueda experimentar un individuo y generalmente aspira a la exclusividad y la fusión con el objeto amado. Una figura para denominar el proceso de seducción y creación de apegos es precisamente “amarrar”. De hecho, los “amarres” son parte de una oferta de hechicería erótica que, se supone, obnubila la voluntad del objeto de amor y genera una atracción irresistible. Ciertamente, desde la imaginería social más antigua se asocian con frecuencia los fenómenos de la magia y el furor amoroso, pues el amor suele observarse como una suerte de manía, una desmesura de la atención y una anomalía de la conducta. Los enamorados comparten un embrujo que les infunde un apego irracional y los conmina imperiosamente a estar juntos. Como metáfora del amor, la noción del amarre es muy precisa pues el deseo amoroso es, en muchas de sus manifestaciones, un ánimo de posesión, una pulsión inmoderada de pertenencia, amalgama e indiferenciación. A partir de este sentimiento exaltado de afección, tan ambiguo como plagado de significados culturales y esotéricos, los seres enamorados establecen compromisos y toman decisiones, que a menudo parecen irracionales.
En la novela El amarre, de Margarita Peña [UNAM, 2011], Miranda, una abogada huérfana y con pocas amistades que ejerce en un pueblo, se hace amante de Alonso, un exitoso ingeniero que se encuentra de paso en el lugar. Ante la angustia por la inminente partida de su amante, Miranda acepta la sugerencia de hacerle un “amarre” que propicia que Alonso experimente hacia ella una ferviente adhesión erótica que, sin embargo, no lima las diferencias de carácter ni las distintas expectativas. Comienza, como efecto de este amarre, un exilio laboral del ingeniero al que lleva a Miranda, quien se descubre a sí misma en el conocimiento de otros países, en el trato con otras personas y, sobre todo, en el amor profuso con otros.
Ciertamente, desde la imaginería social más antigua se asocian con frecuencia los fenómenos de la magia y el furor amoroso, pues el amor suele observarse como una suerte de manía, una desmesura de la atención y una anomalía de la conducta.
Miranda, la mujer que apenas había salido de su terruño, sigue a Alonso en un azaroso itinerario profesional por distintos países. Para Alonso, un hombre práctico y poco sensible, el viaje significa poco, pero para Miranda es una auténtica revelación y en sus apuntes de los paisajes y los individuos se percibe un paulatino proceso de formación, autoconocimiento y conversión. Miranda visita museos, absorbe los olores y sabores de las ciudades, platica con la gente y busca los lugares esotéricos para renovar su hechizo. Pero no sólo se trata de un viaje por diversos lugares del mundo, sino de un viaje por el propio cuerpo y las emociones. En el caso de Miranda se trata de un auténtico autodescubrimiento que quizá sólo puede experimentar con el intermedio de la distancia. En particular, la protagonista descubre su cuerpo, su atractivo y sus distintas posibilidades de comunicación en un periplo erótico y amoroso. La protagonista observa el sexo en sus más variadas y contradictorias facetas: como un corolario del afecto y la atracción, como un acto a la vez de intenso relajamiento y concentración, como simulacro de desahogo y ternura, como ejercicio de revancha y acto de protección, como una pulsión primitiva y como un máximo gesto de urbanidad.
Miranda, a partir del conocimiento de otros hombres, logra mirar con distancia al objeto de su amor, aunque ello no obsta para que desarrolle hacia su pareja una indulgencia teñida de simpatía. La novela contiene entonces un magnífico relato de una relación de pareja poco convencional, incursiona con gran claridad intelectual y emocional en lo que podemos llamar el laberinto del amor y demuestra que los antídotos contra la rutina y la solemnidad en una relación son la risa y la piedad. Por eso, lo que parece un hechizo, el amarre, termina como un acto de libre albedrío, como una pedagogía del afecto liberal, en la que la vinculación entre dos seres antagónicos no corresponde a la magia, sino al prodigio de la tolerancia afectiva. ®