Amor de chocolate

Me senté en la banca que está justo en la esquina del parque y esperé a que pasara. Cuando lo vi venir saqué mi pieza y mordí la capa de chocolate endurecida.

Hace tiempo que nos queremos. Tengo esta certeza porque, aunque él no recuerde mi cumpleaños ni nuestros aniversarios, lo siento cerca de mí. Es algo que va más allá, estamos unidos por una dulzura que se ha derretido con un montón de chocolates compartidos.

Lo vi pasar antes de entrar a la chocolatería. Me quedé observándolo varios segundos porque no lo reconocí de inmediato. Iba vestido con un short de futbolista, una camiseta muy pegada al cuerpo y unos tenis de corredor. Ha adelgazado tanto que no le podré decir “Gordo” cuando volvamos a ser novios. Caminaba por la acera contraria, muy rápido y con expresión de seriedad. Sé que últimamente anda atareado con nuevos proyectos, por eso entiendo que vaya de prisa, pero, ¿serio, por qué?

No se volvió para mirarme, iba tan ensimismado en la coordinación de su cuerpo que no notó ese olor a vainilla que dicen se percibe cuando estoy cerca. Estuve a punto de llamarlo, de levantar los brazos y hacer aspavientos para que se detuviera, pero su cara adusta me paralizó.

Venciendo la tentación que el olor del chocolate produce en mí no entré a la chocolatería y crucé la calle para seguirlo. El deseo de saber a dónde iba era más fuerte que nada. No soportaba pensar que podía tener una nueva novia; una flaca, de ésas que salen en las revistas de modas. Aunque ambos siempre hemos preferido los cortes gruesos que las costillitas, su nueva silueta podía poner en peligro sus gustos. De tanto caminar mirando su espalda me pregunté si alguna vez me habría seguido él a mí. Al pensar eso quise estar parada entre un par de espejos que me permitieran mirar mi trasero. Es importante revisar de vez en cuando lo que no se tiene a simple vista. Sobre todo porque últimamente, para consolar la pena, he comido demasiados chocolates y empiezo a perder cintura.

Pienso en eso y me deprimo por un instante, no quiero ser persecutora, no me gusta serlo. De inmediato me da risa porque recuerdo las caricaturas del coyote y el correcaminos; si soy honesta, ambos hemos sido a veces uno, a veces el otro.

Siguiendo sus pasos me cuestionaba también si he sido yo quien lo ha buscado con más ahínco durante todo este tiempo. Pienso en eso y me deprimo por un instante, no quiero ser persecutora, no me gusta serlo. De inmediato me da risa porque recuerdo las caricaturas del coyote y el correcaminos; si soy honesta, ambos hemos sido a veces uno, a veces el otro.

Debo confesar que me he hecho adicta a la feromona que segrego al estar cerca de él, porque el amor mutuo me hace sentir libre para expresar mi deseo. En ese momento mi Gordo y yo somos dioses porque nos reconocemos y nos valoramos. Este estado perfecto no nos dura todo el tiempo, ni aunque lo alimentemos con dulzura y chocolates. La grieta de la desconfianza craquela la cobertura. Yo invoco al poder de la pareja para no perder lo que tenemos. Pero aparecen los celos y la paranoia crece, ambos queremos ocupar el puesto del poder para controlar al otro. La sensación de estar separados se incrementa.

A pesar de todo, a veces yo, a veces él, insistimos en seguir juntos. Tal vez aprendamos, algún día, a girar con ecuanimidad en el infinito círculo que representa la rueda de la vida amorosa. La realidad es que uno es ciego ante las cosas más simples cuando está enamorado. Tal vez un curso de Braille podría sernos útil, sobre todo si, gracias a la textura, podemos leernos con fidelidad por dentro y por fuera.

Caminé tras él hasta que sentí taquicardia. Eso de estar gorda y caminar tanto no es bueno para el corazón. Al pasar de nuevo por la confitería entré sin pensarlo. Los chocolates rellenos de turrón de almendra y whisky son irresistibles. Un gusto irlandés que heredé de mi padre y que, de todos los chocolates que él prefería, se quedó entre mis favoritos.

Me atendió la dueña, una antigua compañera de la universidad. Sin preguntar empezó a despachar mi pedido habitual. Cuando puso la bolsa en la báscula me miró con detenimiento.

—Te siento triste —dijo ofreciéndome un chocolate—. Estoy por cerrar. Siéntate en la mesita de afuera, espérame un momento y platicamos. Te llevaré un té y una rebanada del nuevo pastel.

La idea me agradó sobremanera no sólo por probar el pastel, sino también porque estaba agotada y los pies me dolían. Además, así podría ver pasar a mi Gordo otra vez.

—¿Qué te pasa? —preguntó al sentarse con el plato de pastel de trufa en la mano.

Traía puesto un pantalón de mezclilla a la cadera y una diminuta camiseta que dejaba ver su vientre plano, mostraba una pequeña lonja en la cadera. Esta moda es odiosa, pensé, pocas se salvan. Esos pantalones no hacen más que resaltar la lonja más difícil de bajar, la lonja del chocolate.

—Terminé con el Gordo —dije después de un sorbo de té blanco.

—¿Por qué?

—Lo sentía raro, muy seguro de mi cariño, como si tuviera la garantía de tenerme para siempre. Ya no me compraba chocolates ni me los ponía en la boca. Se pasaba horas frente a la tele viendo modelos delgadas que se movían como lombrices en la pantalla. Luego invirtió sus ahorros en aparatos para hacer ejercicio y se puso flaco.

—Cómo no se va a poner flaco si ya no viene a comprar chocolate. Él ha perdido peso, tú, el novio y yo a uno de mis mejores clientes.

—Dejó de quererme —dije antes de probar el pastel de trufa.

—¿No será que lo empalagaste?

—Pero si tiene años endulzándose la vida con los mismos chocolates, ¿cómo es posible que se empalague con quien le endulza el corazón?

—La dulzura también harta.

—¡A mí no! —dije relamiendo el chocolate de mi boca—. No sé qué hacer, estoy desolada. Cuando hemos terminado no tardamos tanto en regresar. Quizá ya tiene otra novia, mira que delgado se ha puesto.

—Espera, vuelvo en seguida, yo tengo el remedio, conozco a mis clientes.

Metió tres chocolates en una bolsa y me dijo:

—El cacao que se usó para hacer estos chocolates es muy especial, muchos chocolateros lo desean y pocos podemos conseguirlo. Asegúrate de que se coma el primero, y no dudes de que el tercero lo compartirán boca a boca.

Salí con una bolsa roja en la mano y con la convicción de que el Gordo volvería conmigo. Era cuestión de hacer girar de nuevo la rueda del deseo. Me senté en la banca que está justo en la esquina del parque y esperé a que pasara. Cuando lo vi venir saqué mi pieza y mordí la capa de chocolate endurecida. Tronó ligeramente. Sabía que el aroma del cacao se atravesaría en su camino. Cerré los ojos y deslicé mis dientes en la suavidad del mazapán que se deshizo en mi boca. ®

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Publicado en: Narrativa

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