El autor escribe en torno a la puesta en escena de Anatomía de un suicidio, de Alice Birch, por Cristian Magaloni. Creada para un universo femenino, ésta es una fábula afirmativa, de renuncia a la vida, con final eficaz y postfeminista.

Contando además, por encima de todo, con el hecho de que, si bien toda mujer no tiene necesariamente una hija, sí tiene necesariamente una madre, de la que es hija. Y en ese fondo común de experiencia compartida de la maternidad, los hechos no tienen más remedio que adquirir significación.
—Aldo Naouri, Hijas y madres (Tusquets Editores)
Los hijos ven conductas ahí donde las hijas ven prácticas.
—Nora Domínguez, De donde vienen los niños (Beatriz Viterbo Editora)
Lo que más me preocupa cuando la regaño, cuando le digo algo, cuando no le hago caso, las veces que la ignoro por el trabajo o por cualquier otra cosa… Lo que más me preocupa todo el tiempo es que todo eso no le vaya a dejar una sensación o sentimiento feo al día siguiente, o después…
—Karina Fonseca, 36 años, madre de una adolescente de once
En definitiva, se rechaza el suicidio porque es un acto de rechazo absoluto. Todas las falacias tradicionales [acerca del suicidio] son formas de negar ese amargo triunfo pírrico y despojarlo de significado. […] Esto implica que el suicidio surge de la nada, como un acto divino, un rayo que golpea a la involuntaria víctima súbitamente, sin previo aviso, «bajo alteración del equilibrio mental». Y también se dice que, como el rayo, nunca cae dos veces en el mismo lugar. Cada falacia es una estrategia para devaluar un acto que no se puede negar ni revertir.
—Al Álvarez, El dios salvaje (Emecé)
A partir de 1958 tres jóvenes mujeres separadas por más de un cuarto de siglo en su línea de descendencia, Caro, Ana e Ivonne, coinciden en rechazar las psicoterapias por conocidas y estériles. Caro, además, porque le estorban a su vida, le restan autonomía e incrementan su angustia existencial; Ana, porque habiendo refugiado su deriva dolorosa en las adicciones y la rebeldía familiar/social/sexual, el paliativo terapéutico ya le es insuficiente; Ivonne, médica, porque busca una ruta alterna a la terapia y al punto final de su madre y su abuela, aunque su solución deba ser igual de tajante: “Necesito saber que yo soy donde se acaba todo esto”.
Al inicio de la obra, casada, la Caro de Fernanda Castillo ya intentó suicidarse. De regreso en casa, luego de la hospitalización, la vemos con un marcado distanciamiento de personas, ilusiones y placeres —como no sea el cigarro y su arreglo esmerado—, realizando los quehaceres domésticos mecánicamente, rehuyendo las discusiones sobre su salud con el marido. Aunque tenga chispazos de alegría y sugiera a su hija vivir intensamente y tanto como pueda, no disfruta de la vida. Melancólica, no se resiste al acercamiento honesto, cariñoso y comprensivo (para el que su marido y su cuñada están poco dotados), ni muestra un trastorno de personalidad, como sí lo padece Ana por el uso de las drogas mezclado con una soledad originada por el abrupto abandono materno, ni está crispada de los nervios como su nieta, amenazada —eso cree ella— por la maldición suicida de sus antecesoras.

Caro —según dicen, “la tragedia personificada”— porta a simple vista una especie de serenidad del alma que recuerda a la apathia de los estoicos, esa liberación de las pasiones, templanza del juicio e indiferencia o aceptación pasiva de los males; una disposición existencial que, unida a la belleza y cuidado de su persona, se traduce en el encanto del misterio. En ella todo es significativo: el diálogo abierto con una niña (“¿Qué te intentaste quitar la vida? Suena padre así, ¿no? Dramático”); el simple, decidido, poderoso “No. No. No. No”; la aceptación de la maternidad por presión conyugal (“Yo no quiero tener hijos” / “Nos prometimos cosas cuando nos casamos”), aunque sabe cumplir con la misión y entregar años después con alegría al mundo una hija adolescente que resplandece, dilatando hasta el límite el parto de su proyecto (“dieciséis años de habitar una casa que se está quemando”); su apertura ante una sorpresiva declaración de amor venida del pasado remoto confirmándonos que su aura hecha de la inopinada amalgama de todo lo anterior, le ha brillado desde niña, por lo que su desaparición parecerá, más bien, la necesaria evanescencia de un ángel (caído) excesivamente demorada.
La complejidad de Caro, dibujada con trazo fino y firme por la actriz, es de manual para las siempre atentas e implacables instituciones, la familiar y la médica en primerísima fila, que con mirada disciplinaria afirman el mal y lo recetan: enfermedad mental, depresión, terapia, electroconvulsiones, entrega a la familia —su marido es tradicional, práctico, aprehensivo, pertinaz—, uno o más bebés (cada uno, “una razón para ser feliz”), una casa… y en esto la fortuna es generosa, le da una casa con un jardín de cerezos, cuya floración, delicada y corta, la encandila… Lo cierto es que Caro sólo tiene un objetivo estable, diáfano, pospuesto por el cuidado de la hija.

Y, por cierto, no sabremos cómo fue la relación con su madre, como sí sabemos que Ana era alegre teniendo a la suya: la vemos adolescente, contenta, buscándola con canasta y copas para brindar las dos con su padre. Tintineo de brindis que quedará mudo para la eternidad, un silencio que quebrará a la joven Ana y la llevará por los recovecos de la inestabilidad emocional (“La estabilidad es algo maravilloso”) y la vacilación psicológica, de alegría melancólica, tierna incluso. En suma, una personalidad —mostrada con precisión de alfarera por Paula Watson— que se hunde con la tozudez del padre para sostener una mentira necia (“¡Tu madre fue feliz en esta casa!”), justamente en el punto cero de la ausencia, donde la estabilidad de Ana resbala (“¿Te sientes estable?” / “Sí. No”), es decir, la casa en la que también nacerá Ivonne, ante quien Ana, con igual carga de amor y de frustración ofrece: “Me voy a tratar de quedar lo más que pueda. Te lo prometo”.
La casa familiar, habitada para Ivonne por las indiscreciones provenientes de no sabemos quién sobre el fin de su madre y abuela, es el espacio apropiado de sus obsesiones, insuficiente para su cuerpo proyectado en permanente expansión, y el reducto donde evadir cualquier intento de habitar con disfrute el mundo. Ivonne es en Diana Sedano el brío de una tempestad: impulsiva y, no obstante, de emocionalidad contenida; autoprotegida por una racionalidad asertiva, es presa de una ansiedad persistente; dispuesta al conflicto con verborrea, puede ceder ante un reclamo justo; ideática, arriesga sus prejuicios ante una niña vivaz o una adolescente atrabancada. Pero no expresa pensamientos suicidas. Intenta, en cambio, con desesperación creciente, encontrar la forma de erradicar física y simbólicamente la herencia que siente transportar en su cuerpo.

El trabajo minucioso de las tres actrices en este montaje de Anatomía de un suicidio, de Alice Birch, es deslumbrante. Repite el estilo de concentración Cristian Magaloni, quien recientemente llevó a escena a una tríada parecida en Arte, de Yasmina Reza, en ese caso masculina y de un tema, tono y género muy distintos. Del resto del elenco en Anatomía destaca Amanda Farrah, quien se multiplica en siete personajes al dar los registros dramáticos precisos para sus apariciones acotadas, sacando partido de su carisma y presencia escénica. Montserrat Ángeles Peralta, por su parte, despliega cinco personajes dotando especialmente a Josefina del optimismo de carácter y dinamismo escénico en sintonía con los embates de Ivonne —menuda púgil—. Lucía Ribero, por su parte, modula matices distintivos para las tres niñas que encarna, y a la adolescente da un buen brochazo de diletante camino del barranco.
Creada para un universo femenino, esta fábula afirmativa, de renuncia a la vida, con final eficaz y postfeminista, ubica a los componentes masculinos en los márgenes, funcionales sólo al avance de las historias, de ahí que José (Antón Araiza), esposo de Caro, Julián (Hamlet Ramírez), esposo de Ana, y los demás hombres incidentales interpretados por Santiago Zenteno, se reparten con perfiles entre lo hiperbólico y la impotencia. Por contraste con el alto estándar de su trayectoria, la actuación de Antón Araiza sorprende al caracterizar a José en forma cosmética.

Director aplicadísimo, Magaloni demuestra una vez más su sentido rítmico, ahora aplicado al texto exigente de Birch, bien traducido —y mejor adaptado— por Paula Zelaya Cervantes, que pide simultaneidad en el desarrollo de las historias de Caro, Ana e Ivonne en tres escenarios, cada uno con su tiempo y espacio, activándose alternada, incluso simultáneamente. En esta arquitectura escénica de alta complejidad técnica —con las imperfecciones inevitables que conlleva—, la cadencia de aperturas, cierres y ambientaciones de la iluminación y el audio (a cargo de un equipo muy profesional), potencian el efecto magnético admirable de esta puesta en escena de Anatomía de un suicidio.
Nada más empezar la función un suave beat de fondo nos dispone a la polifonía y a la coreografía. En compás mixto, los diálogos alternados, en brevísimos momentos traslapados, cruzan y urden un tejido denso de ecos y reelaboraciones que acentúa el arreglo espacial de los personajes, llevándonos a sensaciones de ritornello, canon y contrapunto; un caos orquestado de realidades que en una sola línea de ataque se adentran en tragedias revestidas con retazos de melodrama (acaso a la inversa tratándose de Ivonne).

Alice Birch, genuina e implacable con su proyecto, abole paradójicamente los contornos, abunda en simbolismos, alinea una multiplicidad de situaciones asincrónicas, anima ideas de nuestro tiempo que complejizan la de por sí convulsa mezcla de maternidad y suicidio, sin temor a condensarla en mujeres jóvenes, citadinas, clasemedieras, blancas, etcétera.
Dada la cancelación de la convivencia física y cotidiana con la madre, con recuerdos directos (Ana) o vicarios (Ivonne, puesto que era una bebé cuando su madre se mató), cada vez más difusos necesariamente, Birch nos instala frente al enigma abismal del proceso que trenza el lazo emocional que lleva en sus hilos “un destino inamovible, pesado y eterno”, para decirlo en voz de la escritora Elena Piedra acerca de su primera novela (Una nota de fuego y nada más, Tusquets, 2025), que coincide con Anatomía en presentar un linaje femenino de “dolores perpetuados y heredados de generación en generación”, en el que una madre “ha decidido interponer la distancia y el silencio con su hija” (El País, 3 de junio, 2025).
Alice Birch investigó sobre la incidencia del suicidio en personas con familiares que hayan incurrido en ello, y debió encontrar los diversos estudios en el mundo que afirman que, en efecto, entre niñas y adolescentes la tasa se incrementa si la madre fue la suicida, así como las investigaciones sobre el duelo por una madre muerta que detonan su idealización (¿en todos los planos hermoseada?) e imitación por las hijas de corta edad al quedar huérfanas de madre.
“Ser madre no es sólo el lugar de una causa sino un lugar de múltiples efectos sociales”, afirma Nora Domínguez en De donde vienen los niños (Beatriz Viterbo Editora, 2007). Ivonne cree ser la siguiente estación de esa maldición familiar, personal, social del suicidio femenino presuntamente transmitida por estirpe; repudia su condición y actúa en consecuencia haciendo uso de las libertades de su tiempo que los feminismos ganaron, en particular desafía su personalísima condición de víctima de la maldición y el condicionamiento de maternar exclusivamente mediante progenie.

Por su parte, Ana se halla extraviada en los pasillos que unen el trauma de una amputación afectiva, las drogas duras, el eco del suicidio, un deseo de redención, los intentos fallidos de amor, la fatiga de quien cree intentarlo todo desde el ejercicio atinado o no de su voluntad, incluyendo el matrimonio y la maternidad (“el anzuelo que tira hacia arriba cuando quiero estar debajo”). La espléndida materialización (en Paula Watson) de esos rasgos es la gestualidad (voz, rostro, cuerpo) en el monólogo de Ana frente a Julián, en la casa de rehabilitación, aunque es excepcional también pues la sutileza no es la cualidad constante del personaje. Por el contrario, para decirlo con el antipsiquiatra Ronald D. Laing: “Cuando nuestra experiencia es perturbada, entonces nuestra conducta es perturbadora” (La política de la experiencia).

A diferencia de Ana e Ivonne deshaciéndose, cada una a su modo, en expresividades articuladas que posibilitan rutas de comprensión, con la madre/abuela nos es dable apenas observarla, describir su vida/cuerpo y sus comportamientos/órganos, como una totalidad unida, pero sin solución de continuidad, a la manera de los escenarios divididos de esta obra de teatro. Esa encarnación de la parquedad deja el paso franco a las interpretaciones lógicas de una psiquiatría científica y una familia atada a los resortes de los valores pétreos que dictan las formas de ser mujer, madre y persona viva. Confluyen en estar ante una anatomía del suicidio, especie de autómata a la que aplicarle una terapéutica invasiva y endosarle (“trasladar a alguien una carga, trabajo o cosa no apetecible”, RAE) el deber amoroso por excelencia, la maternidad. Olvidan que toda anatomía viva sigue la emergencia de la vida, en el amplísimo rango que va de la belleza sublime, digamos divina, a la indómita más propia de un Dios salvaje, para usar el título del libro dedicado a comprender el suicidio de Al Álvarez. Pero cuando finalmente se quita la vida, lo hace sin palabras, sin testamento emocional, dejando a una hija ejemplar como legado y herida. Su silencio final no es un olvido, sino una decisión radical que deja deliberadamente sin explicar (el Meursault de Albert Camus revolotea). El acto de amor que duró dieciséis años se volvió con el suicidio en abandono, un desgarramiento para Ivonne, una enfermedad mental para el resto, un acto absolutamente esencial para Caro.
Anatomía de un suicidio es la afirmación existencial de una subjetividad femenina revulsiva, inaprensible, impenetrable y contradictoria, ahí donde la sociedad, las familias y las terapias psi– se pierden. Donde cualquier pregunta por el ánimo (se insiste en Anatomía: “¿Eres feliz?”) sobra. ®
Anatomía de un suicidio esta en corta temporada en el Teatro Helénico de la Ciudad de México, del 16 de mayo al 22 de junio, más info en: https://helenico.gob.mx/cartelera/detalle/307494/anatomia-de-un-suicidio