Éste es un texto que hubiera querido nunca tener que escribir. Antonio Alatorre, el gran filólogo, ensayista, académico y humanista murió el 21 de octubre de 2010, en su casa, en aparente calma tras haber padecido durante varios meses de neumonías y otras enfermedades.
Tres semanas antes de su muerte tuve la suerte de visitar a Antonio. Acababa de salir del hospital por una infección pulmonar más. Estaba extremadamente flaco y se le veía cansado, había estado entrando y saliendo de hospitales durante varios meses, pero esa noche estaba de buen humor. Hablamos por un buen rato de libros, de las óperas que había estado viendo en DVD. Por supuesto, también hablamos de los gatos de la casa: el Conde Olaf, el Cachetón y Apolonia, quienes como siempre ocupaban buena parte de las conversaciones. Ya estaba caminando de nuevo, poco y lentamente, pero ya no podía separarse del tanque de oxígeno.
Como cualquier otro siempre sentí una gran admiración y respeto por un gigante intelectual de su talla. Me imagino cómo se burlaría de mi por decirle: gigante intelectual. Pero más allá de eso siempre le tuve y le tendré un enorme cariño y gratitud por su generosidad y amistad. Aún me parece increíble que dedicara tiempo no sólo a leer mis libros publicados sino también a corregir mis inéditos. Hace menos de un año le di mi última novela inédita, la cual leyó con una paciencia sobrehumana, aunque por error le di una copia en la que se habían borrado los guiones de diálogo, lo que hacía muy difícil la comprensión del texto. En alguna ocasión presentó una novela mía al lado de la roquera Rita Guerrero (quien pasa ahora por momentos muy difíciles), Jordi Soler y Jaime Ramírez Garrido. Nunca supe cómo agradecer su solidaridad y entusiasmo.
Regresé a México el 16 de octubre pasado y pude visitar a Antonio ese mismo día y el siguiente. Mi llegada coincidió con que lo habían dado de alta del hospital porque ya no podía hacerse nada y Miguel, su compañero y esposo, decidió llevarlo a casa, para que pasara ahí sus últimos días. Estaba inconsciente, aparentemente tenía momentos de conciencia, pero ya no volvió a hablar. Cuando finalmente me despedí de él levantó los brazos y quiero creer que lo hizo deliberadamente, que sabía que me iba y que no nos volveríamos a ver.
Recuerdo muy bien la última vez que vino a Nueva York, hace ya bastantes años, y al despedirnos le pregunté cuándo regresaría. Me dijo que no sabía pero me pareció claro que no lo haría. En vez de venir, en 2007 me pidió buscar en la biblioteca pública algunas referencias oscuras a Sor Juana en revistas y libros extraños para el libro que preparaba entonces, Sor Juana a través de los siglos, el monumental catálogo comentado en dos volúmenes de todas las referencias hechas año por año, desde 1668 hasta 1910, a Sor Juana y su obra. Este trabajo es fascinante y revelador por la manera en que muestra con sus agudos comentarios la forma en que Sor Juana era entendida y apreciada con el paso del tiempo, no sólo en la Nueva España y México sino en el mundo.
Entre las muchas cosas que siempre admiré y disfruté de Antonio era su habilidad para poner en perspectiva cualquier situación, dilema o fenómeno cultural, para no perder de vista de dónde venían las cosas y lo que en realidad significaban, al mirarlas a través del gran angular de la historia.
Entre las muchas cosas que siempre admiré y disfruté de Antonio era su habilidad para poner en perspectiva cualquier situación, dilema o fenómeno cultural, para no perder de vista de dónde venían las cosas y lo que en realidad significaban, al mirarlas a través del gran angular de la historia. Así, era famosa su actitud despreocupada y su afirmación de que “el español goza de buena salud”, mientras otros se lamentaban al considerar que la “contaminación” del castellano por incontables anglicismos era una tragedia. Para Antonio, los que veían el futuro de la lengua como una catástrofe simplemente no entendían que el español había sobrevivido a siglos de influencia árabe, francesa y muchas más, y que estos contactos no hacían más que vitalizarlo. En un artículo en Letras Libres escribió: “Estoy completamente de acuerdo en que otros usen anglicismos recién hechos, sin pátina alguna, como escanear (pues ¿cómo decirlo de otra manera?). Pero dentro de mí, en mis anticuerpos, veo que nunca haré mía la palabra escanear. Me parece fea. Todos los neoanglicismos me parecen feos. Jamás diré carro en vez de coche”. Las palabras de Antonio, siempre cargadas de humor eran contundentes para desarmar a los puritanos de lengua, a los retrógradas y a los ignorantes. Pero su visión de la cultura como algo en constante cambio iba mucho más allá de la lengua. Sus intereses abarcaban desde la alta cultura hasta las profundidades de la cultura popular, aunque jamás se entregó al populismo como tantos otros intelectuales con aspiraciones de volverse estrellas. Su curiosidad era fabulosa y la diversidad de sus intereses daba vértigo, leía cuanta novela reciente podía, así como ensayos sobre los temas más inquietantes con la misma voracidad con que leía mensualmente el New York Review of Books y de vez en cuando el Scientific American de tapa a tapa. Sin embargo, nunca tuvo una computadora ni el menor interés de someterse a la dictadura del procesador de palabras.
Antonio estaba convencido de que sus libros tenían más “hojeadores” que lectores, que los temas que le apasionaban eran del interés de poquísimos, pero eso no lo desilusionaba en lo más mínimo. Por el contrario, se interesaba en casi todo lo que caía en sus manos y nada le parecía demasiado insignificante ni ajeno.
Podría terminar diciendo que perder a Antonio en un tiempo de frivolidad rampante, devaluación moral, chabacanería arrogante y grotesca superficialidad es una tragedia inmensa, que quedarnos sin referentes como él en la era del desconcierto hiperinformativo de Google y la confusión megainformada de Wikipedia es devastador, pero eso sería ponerme del lado de los mojigatos asustadizos que se horrorizan al leer corn flakes, klinex o troca. En vez de eso me conformo con decir que su sabiduría, su humor corrosivo, su generosa conversación y su amistad serán irremplazables. ®
María de Guerra
Sí, andamos justos de genios, como dice la canción de Mecano. Un poemínimo para auyentar la muerte y la enfermedad de los muy pocos «gigantes intelectuales»: ¡Todos quietos, que nadie se muera!