Atenea Bless America

Desde Montevideo, tierra de Isidore Ducasse, conde de Lautréamont

El otro sábado salimos los tres a caminar para disfrutar de una hermosísima tarde soleada de otoño a las puertas del invierno por venir. La incomparable bendición llegaba, además, de la mano de cierto tiempo libre: mejor era difícil. Anduvimos por las inmediaciones del lago del Parque Rodó mientras cruzábamos en un alevoso rumbo a la rambla, que lucía deslumbrante y serenísima.

Montevideo tiene lo suyo, especialmente para quienes por edad o temperamento se sintonizan fácil con el canal contemplativo. Felices los habitantes de esta ciudad, sobre todo cuando Apolo pasa por alto tanto la geografía casi polar como las estaciones mismas y nos termina regalando sus rayos, tibios y dorados, en ejercicio de su siempre santísima voluntad. Por eso, por toda la rambla y el parque podíamos ver familias, parejas, caminantes solitarios que aprovechaban la tregua.

© Guzmán Sánchez

Cerca del lago, pasamos por un estanque bastante turbio, lleno de lotos y camalotes, en cuyo borde se aprecia una estatua que representa al dios de los mares, Poseidón.

—Este Poseidón está de mucho mejor ver que aquel Neptuno flacucho de Querétaro… —comenté yo. G. hasta se había olvidado de aquella estatua tan famélica y sin garbo, que más que al (supuestamente) majestuoso dios de los océanos parecía representar a algún perdido soberano de los charquitos. Nos reímos—. Ahí, frente a la embajada de Estados Unidos, hay una estatua muy linda de Atenea. Buen lugar para ubicarla —dije.

G. entonces le sacó una foto a Poseidón y seguimos en soleado periplo mitológico rumbo a la deidad de los ojos de lechuza. Astor, mientras tanto, iba pateando penales por todas partes.

Caminamos por la rambla del Parque Rodó hasta llegar frente a la estatua de Atenea. La diosa se veía impresionante, con su porte bélico, su mirada decidida y su cuerpo fuerte, coronada la cabeza por un yelmo (cual debe ser, de acuerdo con el arquetipo guerrero e inconmovible que encarna). Por detrás, la bandera flameaba al viento desde su imponente fortaleza consular; su embajada está enclavada frente a la rambla, seguramente por la previsión de tener una vía de salida (o escape) al mar. O de llegada, quién sabe: uno podría pensar que para ellos lo importante es conservar siempre la capacidad de autodeterminarse, incluso frente al gobierno del país que los aloja.

También es, por cierto, uno de los puntos más bellos de la ciudad, especialmente en un día soleado de otoño.

—Esta estatua sí que es linda —dijo G., y empezó a sacarle fotos. Salvo de espaldas, no hay otra forma de fotografiarla que con la embajada como marco. Tampoco la perspectiva fue inocente, desde luego, pero —la aclaración, si no sale sobrando, entonces debería dar miedo— la realidad y la arquitectura y las casualidades semánticas están todas allí, a la vista, para que uno pueda hacer las composiciones que se le antoje con ellas.

La escultura tenía dedicatoria y el relieve de un perfil, elementos en los que nunca había reparado pues siempre había visto de lejos a esta Atenea. Por esa fuerza simbólica y arquetípica con que suele sacudirme, la mitología griega es una de mis debilidades confesas: se me hace un prodigioso hilo de Ariadna para la vida misma, incluso en sus versiones más cotidianas. No negaré que me siento más cómoda cerca de Poseidón y de Atenea que de Yemanjá o de Confucio, quienes también posan en el mismo parque. Me acerqué para leer la información y ver quién había sido el artífice de la diosa de bronce, tan certeramente enclavada como salvaguarda del país más poderoso de la tierra. Una especie de cancerbero de acero gélido, una soldada fiera pero impávida, una estratega certera y cerebral. Ahí recordé que en uno de los ejercicios de mi taller virtual, el de creatividad y mundo simbólico, les pido a los participantes que organicen una Manzana de la Discordia de nuestros tiempos, con diosas encarnadas en figuras públicas más o menos contemporáneas. Resulta que Condoleezza Rice ha sido —por lejos— la símil Atenea más registrada.

Habíamos terminado con las fotos —además de que Astor quería jugar a la pelota, tomar un helado, ir al baño, llamar a su primo y varias cosas más al mismo tiempo— y ya nos aprestábamos a irnos de allí cuando uno de los vigilantes de la embajada nos llamó desde su casilla. Sin moverse del lugar; sólo agitaba la mano como para que nos acercáramos. Yo miré para atrás y no vi a nadie más. “¿Es a nosotros?”, le hice señas, y él asintió.

Esas situaciones con policías, guardias, soldados, vigilantes, porteros, no sé: cualquier uniformado con cierta credencial de autoridad, de control selectivo para franquear o negar el paso, y ni hablar de cuando complementan el outfit con algún arma, toca una fibra sensible en aquellos que llevamos una dictadura militar en el inconsciente personal y colectivo.

Esas situaciones con policías, guardias, soldados, vigilantes, porteros, no sé: cualquier uniformado con cierta credencial de autoridad, de control selectivo para franquear o negar el paso, y ni hablar de cuando complementan el outfit con algún arma, toca una fibra sensible en aquellos que llevamos una dictadura militar en el inconsciente personal y colectivo. Quizás en este país se haya terminado hace como un cuarto de siglo, pero falta que un vigilante cualquiera aposentado a las puertas de una embajada lo llame a uno, para comprobar que (al menos por unos instantes) caemos en el mismo angustioso loop del que una vez salimos, o creímos haber salido. A G. no le causó ninguna gracia; de hecho, le hizo señas al guardia para que viniera él, que era el interesado en comunicarse. Pero el tipo nos mostraba su aparato de radio y seguía gesticulando. Al final nos acercamos; Astor percibía nuestra tensión y preguntó algo, pero ni le contestamos. Yo ya podía imaginar en qué derivaría todo, pero no quería creerlo.

—¿Qué pasa, oficial? —dijo G. con cara de pocos amigos, mirando hacia abajo desde su metro noventa. El hombre estaba sentado contestando por radio; al final dejó de hablar y nos dijo que tenía que avisarnos, antes que nada, que en un rato iban a poner un cordón policial rodeando el edificio. Que él no podía dejar su puesto, su casilla, para ir a decirnos. Pero que además —ahí como que se disculpó con nosotros antes de seguir— desde la embajada le avisaban que no podíamos tomar fotografías.

—¿Qué qué? —dijo la rabia acicateada por el loop de las dictaduras añejas. Miramos instintivamente hacia el enorme edificio, con la clara sensación de que eran ellos en realidad los que nos estaban mirando (o incluso fotografiando) a nosotros tres, al tiempo que seguían dándole instrucciones por radio al pobre gendarme de la casilla. El edificio se veía sólido, impenetrable; ninguna fotografía hubiera revelado más que su tosco concreto, su aburridísima falta de color, su formato estándar (de seguro algún modelo prediseñado y a prueba de todo, que además posiblemente sea el mismo para todas las embajadas de Estados Unidos sobre la faz de la tierra). Pero nosotros, esa —en apariencia— inofensiva familia paseando en una soleada tarde de sábado, bien podíamos tener vínculos con el Talibán o ser parte de una red internacional de espionaje. Muy sospechoso nuestro comportamiento. Sobre todo el niño: el niño está puesto allí para distraer, pero vaya uno a saber qué explosivo podría llegar a cargar esa pelota.

—¡Si están paranoicos, por algo será! Si yo estuviera dentro del edificio tendrían derecho a decirme que no puedo tomar fotografías, pero no afuera —explotó G.—. Estamos sacando fotos de la estatua, de una obra de arte pública que está en la rambla de mi ciudad. Si no les parece, cambien la embajada de lugar… ¡o constrúyanle muros de diez metros para que nadie los pueda ver! —exploté yo. —Mamá, papá… ¿qué pasa? —susurró Astor, en cambio, al ver que seguíamos argumentando furiosos una suerte de tácito Yankees, go home-o-por-lo-menos-dense-cuenta-de-que-están -en-nuestro-país. El vigilante suspiraba y hacía la cuenta mental de cuántas horas le faltarían para regresar a su casa y tirarse frente al televisor.

© Guzmán Sánchez

Finalmente, nos fuimos de allí echando humo por las orejas. En el fondo, el loop activado agradecía la misericordia de que no nos hubieran requisado la cámara o tomado huellas digitales. Pero no podíamos dejar de sentir el acero gélido de los ojos de Atenea que, a medida que nos alejábamos, seguían observando cada uno de nuestros movimientos desde adentro de la embajada.

Otra vez en el lago del Parque Rodó nos encontramos con todo un espectáculo montado: escenario, luces, micrófonos, gente. Era un festival por la legalización de la marihuana, lleno de jóvenes alivianados (con algunos rucos ex hipillos) a quienes lo único que les interesaba era la música que vendría a continuación y pasársela lo mejor posible.

Por supuesto que a ninguno se le dio por acercarse a la dichosa embajada, que se quedó acordonada prudentemente para contener a las hordas de aquel sospechoso festival. Es que el mundo es un lugar muy peligroso, lleno de enemigos que te atacan porque sí. Por eso la embajada de Estados Unidos en Montevideo tiene los hierros de Atenea como emblema: ¿quién podría meterse con semejante diosa? En cambio, los jóvenes de la música, la fumata y el loveandpeace del festival, esos parecían preferir nadar en las aguas de la creatividad y el inconsciente de Poseidón. Aguas que también pueden volverse las de la ira, cuando se pasan de la raya con él. ®

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Publicado en: El otro monte, Junio 2011

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