Hepburn es la mujer que Alfonso Reyes hubiera querido volver a ver, una y otra vez, ataviada en su vestido negro de coctel, riendo sin parar, inquieta y desafiante, tan libre como obstinada. Ésta es la figura que seduce nuestro pensamiento al recordar Breakfast at Tiffany’s.
Ya lo decía Alfonso Reyes allá por 1916 en sus críticas fosforescentes: “El actor debe suicidarse al acabar su creación”, quitarse la máscara y tirarla a la basura, por el bien del cine; de lo contrario seguiría apareciendo una y otra vez bajo la misma máscara, sólo que con distintos nombres.
La afirmación de Reyes es indudable; su clarividencia, a casi un siglo de haber sido escrita, es hasta hoy una verdad categórica. Si no lo cree, véase el caso de actores explotados hasta el último momento de sus vidas por la industria, a veces utilizados por su poder de convocatoria más que por sus capacidades interpretativas, y no pronunciaré nombres pues usted, lector avispado, tendrá sus predilectos.
Pienso en las palabras de Reyes y me pregunto cuánto hubieran cambiado si el gran polígrafo mexicano hubiese conocido en pantalla grande a la hermosa Audrey Hepburn. Seguramente habría pensado un par de veces su sentencia o tal vez existiría una nota más al pie de página sugiriendo: “Por favor, no se aplique todo este rigor a esa esbelta Afrodita de mirada afilada”.
Hepburn es la mujer que el señor Reyes hubiera querido volver a ver, una y otra vez, ataviada en su vestido negro de coctel, riendo sin parar, inquieta y desafiante, tan libre como obstinada. Ésta es la figura que seduce nuestro pensamiento al recordar Breakfast at Tiffany’s, película de 1960 dirigida por Blake Edwards, basada en la novela de Truman Capote, donde Hepburn interpreta a Holly Golightly, una hermosa neoyorquina cuya única aspiración es ser rica. Debido a esto sus días se ven enmarcados por las vitrinas de Tiffany’s, joyería a la que acude frecuentemente sólo para sentirse más segura en la cercanía de los diamantes. La personalidad de Holly se ve repentinamente sacudida debido a la presencia del escritor Paul Varjak, de quien termina enamorándose y la hace cuestionar sobre sí misma y las prioridades en su vida.
Hepburn es la mujer que el señor Reyes hubiera querido volver a ver, una y otra vez, ataviada en su vestido negro de coctel, riendo sin parar, inquieta y desafiante, tan libre como obstinada.
Breakfast at Tiffany’s es la comedia romántica por excelencia, su prototipo y fundamento, de la cual nacen incontables versiones, por lo general malogradas. A esta película es a la que debemos culpar cuando al salir de la sala de proyección, todavía con algunas palomitas de maíz adheridas al pantalón, pensamos —o proferimos, si usted es sincero en voz alta— un sincero y profundo: “¡Pero qué churro acabo de ver!”, mientras nuestra linda acompañante nos mira toda ojos porque acabamos de cumplirle un capricho cinematográfico de domingo. Tal vez nos dirá: “¿Te fijaste en esa canción que cantaba la protagonista? Qué bonita era verdad, todavía la escucho. Creo que la voy a tararear toda la semana”. Si esa cinta fuera la dirigida por Blake Edwards seguramente recordaríamos la canción y veríamos a Holly cantándola en nuestro oído, ya de por sí rebosante de la miel sonora elaborada artesanalmente por Henry Mancini; esa miel puesta estratégicamente en cada escena para involucrarnos con un refrescante torbellino femenino.
Pero no culpemos a Edwards, mucho menos a Capote, incluso no debemos culpar a Mancini por crear el estereotipo que debemos aguantar cada domingo, después de todo hay comedias románticas memorables y cada quién tendrá la suya, incluso como gusto culposo. En realidad la única y verdadera culpable de este incesante género no es otra más que Audrey Hepburn, con su elegante estilo de musa —si se me permite el hastiado adjetivo— posmoderna. Culpémosla por esa mirada tan tierna y agresiva a un mismo tiempo, por su histrionismo dinámico y fresco, siempre envuelta por un perfume invisible y etéreo; culpemos a su capacidad de flotar como una nube de formas irreales y exquisitas, un cielo bañado de mujer al que todos quisiéramos asistir después de muertos.
Culpemos, pues, a Audrey Hepburn por convertirse en un mito femenino, por querer ser imitada y nunca igualada. Culpémosla, después de todo, cuando volteemos a verla de nuevo, allí estará fumando de una larga boquilla, cruzada de piernas, indiferente a nuestra inquisición; nuestra mirada se dirigirá hacia el collar colgante de un cuello finamente calado. Al verla a los ojos, Audrey Hepburn quedará totalmente absuelta.
Vuelvo a usted, señor Reyes, porque después de todo tenía razón con su ideología expuesta en “El desvanecimiento de las máscaras”, pues también escribía algo sobre el director.1 Recuerdo que “el director del film debiera, como hace el Creador en sus buenos ratos, ‘romper el molde’ (no sabemos cómo), una vez aprovechado para una ocasión”. Y es que hasta usted, con su buen gusto, se hubiera cansado de la misma Holly Golightly si se hubiese repetido hasta un cansancio caricaturesco, por ello Holly fue un momento precioso en el cine que no volverá a repetirse…
Afortunadamente Hepburn pudo reinventarse, quebrar la máscara de Holly y asumir otra personalidad para atraparnos con renovadas sonrisa y elegancia bajo el nombre de Joanna Wallace, esposa de Mark Wallace (Albert Finney), ambos protagonistas de la cinta Two for the Road (1967), un híbrido entre la comedia romántica, el drama y la road movie, todos conjugados por el director Stanley Donen (Singin’ in the Rain) y el guionista Frederic Raphael. El resultado es una reflexión lúdica sobre la relación de pareja, especialmente del matrimonio.
El viaje es el principal pretexto para el desarrollo narrativo. A este respecto es de resaltar la precisión con la que se enlazan las narraciones a pesar de las digresiones temporales, siempre con un objeto que sirve de mediador en el plano visual entre pasado, presente y futuro narrativo, así la historia puede contarse con mayor libertad e hilvanase rítmicamente.
En esta película Audrey Hepburn es una esposa que pasa por diversas etapas a lo largo de su relación, desde el primer encuentro con Mark, cuando ella es una joven sencilla, hasta el hastío total que implica llevar diez años de matrimonio, acentuado por la maternidad, la infidelidad y la forma de vida burguesa en la que se ve envuelta poco a poco.
Joanna Wallace es un personaje sumamente diferente a Holly, por eso se agradece que el molde haya sido roto, porque de otra manera no hubiéramos podido apreciar a Hepburn como una actriz capaz de adentrarse en personajes complejos, vestirse con otra piel y seducirnos de una manera tan sutil como inteligente.
Aquí Hepburn no es más Holly, sino una mujer distinta en cada escena y su estado de ánimo se refleja en la vestimenta. Su apariencia debe transmitir al espectador el proceso de transformación del que está siendo parte, para ello se requirió de un equipo de moda conformado por Georges Bouban, Alberto De Rossi y Grazia De Rossi, quienes hicieron de este nuevo personaje otro hito femenino, esta vez desde la óptica de la moda más vanguardista de la época. Aunque Hepburn luce deslumbrante en todas y cada una de las escenas, cada cambio de ropa se entiende en otro sentido, como si el personaje fuera en picada conforme avanza la cronología narrativa, pues entre más sofisticada es —y debemos entender el término de sofisticación en su sentido estricto —, más infeliz se vuelve.
Sea Holly o Joanna, su intensa mirada, contraste de su espigada figura, siempre inspira un trance inevitable al cual nos abandonamos desde el primer momento.
En Two for the Road es también Henry Mancini el encargado de la música, para que cada cuadro esté matizado por pinceladas sonoras, ya sea una escena romántica o una pelea conyugal. La música del compositor está siempre presente, pues forma parte integral de la narrativa y acentúa la emotividad de la cinta: cada sonrisa o cada lágrima de Audrey tiene un sonido propio.
Es así como Hepburn se ha reinventado después de aquella encantadora Holly Golightly, personaje que hubiera estigmatizado a otra actriz sin personalidad propia. Hepburn asume la justa proporción que necesita cada papel, dota a sus personajes de fuerza unívoca, irrepetible y atemporal.
Sea Holly o Joanna, su intensa mirada, contraste de su espigada figura, siempre inspira un trance inevitable al cual nos abandonamos desde el primer momento. Todos quisiéramos tenerla a nuestro lado, pero su presencia no está destinada para un hombre en particular. No hay que celarla pues su único y gran amor es la pantalla; nosotros, simples niños con un amor platónico. ®
Nota
1 La mente lúcida de Alfonso Reyes ya vislumbraba la noción del cine de autor que décadas más tarde imperaría dentro del séptimo arte, a veces con piedras en el camino, pulidas hasta convertirse en espejos.