Bajaron de sus habitaciones decenas de hombres y mujeres,
viejos, jóvenes. Eran las 10 de la noche. Estuvimos en Huari
y tuvimos que ir a la central para tomar el bus a las 11.
Había sólo dos taxis y la gran mayoría decidió
caminar. Y así, con maletas en ruedas, sobre los hombros,
conversando, algunos con puchos, en el silencio del pueblo
de cuatro mil habitantes, al pasar el mirador y oler las hierbas
del campo en la noche, sin saber exactamente dónde
queda la central, uno tras otro, a la espera de amigos,
viendo a los más locos entre nosotros con sus ojos
que penetran el decoro y los disfraces, temibles
por haber vuelto pasado, con el cigarro como fuego lento
de aniquilación, perdón, se me pasó. Fuimos invitados
por la Casa del Poeta, la excursión anual del gremio,
como maestros jubilados en indagación de los lugares
más escondidos del país antes de morir, bajando
en la noche, sombras y vivos, noche lluviosa, calles
con charcos, hacia la central, un puesto con techo de lata,
un lote de arena donde los buses llegan para dejar
su carga de la ciudad a las cuatro de la mañana,
los dos choferes en busca de desayuno y una cama
antes de subir al volante, esta vez con 75 poetas
de carga, viejos, jóvenes, abrazando la noche
como si fuera mujer, u oso de peluche, atrapada,
la respiración en picada, mientras la anaconda
del sueño empieza a envolver el cuello
hasta que se despierta el poseído con un golpe
en la espalda y el piropo más bello para el poeta
espantado por las culebras de las tinieblas,
qué bello tu poema del amanecer. ®