Esta novela explora las relaciones humanas, la lealtad, el amor y los lazos familiares en el contexto de la revolución que comenzó en 1974, con la caída del emperador Haile Selassie, y continuó en los años del llamado Terror Rojo instaurado por la junta militar conocida como el Derg. Su verdad literaria va más allá de afirmar que la revolución la hace la gente proclive a la violencia.
El emperador no estaba seguro de cómo los soldados se colaron a sus reuniones. De alguna manera lograron salir de sus barracas y arrastrarse al Menelik Palace, el disgusto por los hombres cultos y educados era evidente en sus miradas altaneras. Se habían estado reuniendo en la sede de la Cuarta División cuando un día algunos de sus representantes entraron en sus jeeps a los jardines del emperador, empujaron a los sobresaltados guardias y se aposentaron en la mesa. Este gesto desafiante causó una parálisis atónita en el gabinete de Endalkachew, ya de por sí menguado. Endalkachew, desprovisto de toda la apariencia de poder, con la mayoría de sus ministros encarcelados, se vio forzado a renunciar, y después él mismo fue arrestado. Estos oficiales de bajo rango escogieron como primer ministro a uno de sus hombres, Mikael Imru, mientras seguían agachando la cabeza y murmuraban lealtad eterna.
Se sentía confundido de que en el palacio hubiera tantos de ellos, esos hombres de uniforme verde oscuro que ahora lo tomaban del brazo en las reuniones y le susurraban que no podía olvidarse de sus demandas ni de las de su pueblo. Ya no sabía cuántos eran. No sabía cuáles de estos diligentes soldados habían tomado el control de su estación de radio y exhalaban estas palabras en cada casa y cada restaurante de la ciudad: “No creemos en el ojo por ojo. Llevaremos a juicio a todos los que abusaron del poder. Es posible hacer justicia sin derramar sangre”. ¿Habrá sido el viento o fue su gente la que lanzó gritos de júbilo al cielo nocturno? En el torbellino y la velocidad con la que ocurrían tantas cosas, los cuerpos de esos hombres se habían desintegrado en meras voces dentro de su oído. Parecían moldeados desde las sombras que se adherían a los oscuros rincones de su palacio, fluctuando dentro y fuera de su campo visual, dejando detrás de sí huellas de humo y de aroma a leña quemada durante sus guardias. Le hablaban en su sueño, sus palabras anidaban en su cabeza, hurgando en su cerebro. El emperador pasaba los días desprendiéndose de los ruidos en sus oídos, intentando deshacerse de las peticiones recurrentes. Permítanos asistirle en gobernar el país, usted es viejo y nosotros jóvenes, usted está solo y nosotros somos muchos. Haremos lo que nos pida.
Firme esto y disuelva la secretaría y el consejo de la corona, tenemos una manera de gobernar mejor. Eran simples hombres mortales instruyendo al elegido de dios, al monarca cuya sangre se podría rastrear hasta el sabio rey Salomón de la Biblia.
La presión se acumulaba en la cabeza del emperador Haile Selassie, penetrando por detrás de los ojos. Sus pensamientos colapsaron en cientos de palabras dispersas, flotando frente a su rostro, clavadas en los folios que le colocaban debajo de su pluma. Se vio a sí mismo entumecido por las melosas sonrisas que minaban su resistencia aun más que las miradas duras y perspicaces. Su nombre aquí. Y aquí, dijeron estos oficiales que nunca había visto antes. Firme esto y disuelva la secretaría y el consejo de la corona, tenemos una manera de gobernar mejor. Eran simples hombres mortales instruyendo al elegido de dios, al monarca cuya sangre se podría rastrear hasta el sabio rey Salomón de la Biblia. No tardaron en alzarse las voces en la radio haciendo el llamado para que sus mejores hombres se sometieran a las demandas de todos y se entregaran a la cárcel. No habría derramamiento de sangre, dijo la radio, sólo justicia. Sus senadores y jueces, miembros del gabinete y los ministros, su nobleza, todos comenzaron a dejar sus puestos y se fueron entregando con una confianza desoladora. Firme aquí. Y aquí, no hay tiempo de leer, tenemos que darnos prisa, confíe en nosotros. No se siente, no tenemos descanso. Debemos demostrar que el cambio está por venir. ¿No escucha a su pueblo? El emperador se levantó. El emperador dio unos pasos. El emperador siguió las espaldas de los hombres uniformados de una reunión a la otra. ¿Qué nos habrá pasado?, se preguntaba. ¿Cuándo los ángeles nos llevarán fuera de esta contienda? El emperador Haile Selassie hizo su mejor esfuerzo para volverse inmóvil. Estar parado con rigidez sin seguir a nadie. Sentarse sin firmar. Mirar sin asentir, sin expresión, sin revelar el pánico que lo perturbaba. Las cosas, no obstante, seguían avanzando. No debemos ser lo que no somos, se recordó a sí mismo. Estamos y seguiremos estando. Estamos aquí en estos días llenos de grillos y algarabía, pero está escrito que pasarán, y así será.
Hoy no había nadie en el Jubilee Palace. Ningún paso se acercaba por el pasillo a su habitación, los sirvientes no arrastraban sus zapatillas por las cavernosas salas. Quedó únicamente un aroma a madera reseca, convertida en cenizas, intenso y picante. Un sirviente leal se movía inquieto delante de él, aguardando nuevas órdenes. El emperador Haile Selassie tomó una crujiente hoja en blanco y la tendió al hombre. Escribe lo siguiente, dijo a su sirviente, y oyó su propia voz regresar a él. Escribe lo siguiente, dijo la voz, lanzándose de regreso y desvaneciéndose. Deben recordar, mis súbditos deben remembrar que alguna vez estuve exiliado en un país que se encuentra fuera de estas fronteras e incluso desde lejos, reinamos victoriosos. Recuérdales aquellos terribles tiempos de Mussolini, de tanques y de gas mostaza, cuando estuvimos frente a las naciones y combatimos el fanatismo con la verdad. Apunta. Apunta, le regresó el eco, más suave y menos insistente. El emperador le entregó una pluma al viejo sirviente y vio al hombre temblar. Escribe, ordenó. Escribe para que no se les olvide, para que sepan que el León Conquistador de Judá aún está aposentado sobre su trono. Diles que no hemos dejado a nuestro pueblo, que aún reinamos, desde hace más de ochenta años, viejo y sabio, emparentado con los reyes más bendecidos por dios. El emperador miró por la ventana a sus leones paseándose en las jaulas, los gruñidos como estruendos lejanos. Nuestro tiempo no se ha terminado. El sirviente, la mirada baja, asintió. Llama al ministro de la pluma, dijo el emperador, viendo al rojo sol ponerse en el horizonte. Él escribirá por nosotros. Llámalo aquí. Se ha ido, el sirviente susurró. ¿Dónde está?, preguntó el emperador. ¿Dónde están todos? ¿Dónde está mi pueblo? ®