Bajo un mismo cielo

Cada vez que sufro de desamor veo con nostalgia mis días en la milicia: los enemigos al menos respetan los códigos de honor.

© W. Eugene Smith

El siguiente es un hecho indocumentado que sucedió en el Medio Oriente durante el invierno de 1993. Diez kilómetros al norte de la frontera que divide a Israel del Líbano, ya en territorio libanés, un soldado israelí y un guerrillero del Hezbollá —ambos con las piernas y los brazos mutilados por la batalla librada la noche anterior— quedaron acostados cara a cara sobre el fango.

Durante las primeras horas los dos milicianos guardaron un silencio rotundo mientras intentaban evitar a toda costa el contacto visual. Pero la soledad se iba agudizando conforme el sol cabalgaba hacia el horizonte. Assi fue el primero en romper el hielo.

—Oye, Ahmed, ¿tienes un cigarro?

—¡Muérete, maldito cerdo sionista!

—En ésas estoy, pero ¿tienes un cigarro o no?

—No me llamo Ahmed, ¡perro judío! ¿Entiendes?

—Bueno, hombre, no te lo tomes a mal, ¿cómo te llamas?

—Yussuf, me llamo Yussuf —contestó a regañadientes.

—Mucho gusto, Yussuf, me llamo Assi. Estrecharía tu mano, pero…

—Sí, ya lo veo— respondió con una sonrisa descompuesta.

Un silencio por demás incómodo se impuso durante los siguientes minutos. Assi impulsó su torso agitando las caderas hasta lograr recostarse sobre su espalda. Yussuf hizo lo mismo unos instantes después. Ambos permanecieron recostados contemplando el cielo rojizo de la tarde. Assi observó de reojo a Yussuf. Una lágrima recorría el rostro del guerrero. Yussuf intentó en vano secar sus ojos con el hombro y giró su cabeza hacia Assi.

—¿Sabes?, nunca se lo había contado a nadie, pero ya no tiene mucho caso ocultarlo. Los atardeceres me provocan una melancolía terrible.

—Qué curioso, nunca he asociado los atardeceres con algo malo.

—Tengo mis motivos. Fue la hora en que mi prometida, Fatma, confesó que me iba a dejar. Recuerdo cada una de sus palabras.

—Ya veo…

—“Eres un buen hombre, Yussuf”, decía, “de verdad, pero eres demasiado bueno para mí”.

—No sé si te sirva de consuelo, pero todos hemos pasado por lo mismo, hermano.

—Sí, supongo, pero lo que no entiendo es cómo no se daba cuenta de que todo lo que yo hacía lo hacía por ella.

—Yo también tengo algo que confesar. Me enlisté a la infantería sólo para impresionar a Merav, quien era mi novia hasta hace un año. Me dejó por un tal Shimshon: el patán más célebre de mi pueblo. Un tipejo que se dedica exclusivamente a pasear en su BMW convertible para apantallar a las chicas.

—¡Ouch! Eso es un golpe bajo, amigo.

—En efecto. No pasa una noche sin que me lo imagine deslizando sus manos simiescas sobre la cinturita de Merav. Puedo ver con claridad el hilo de baba escurriendo desde la sonrisa insana de ese subnormal.

Yussuf inclinó su cabeza para recoger con sus dientes la cajetilla que estaba tirada a su lado. Después de varias maniobras logró separar dos cigarros del paquete. Metió uno en su boca y lo escupió al aire para atinarle a la frente de Assi. El cigarro rodó por su mejilla hasta caer a un costado. Recogió el cigarro con sus labios e hizo una mueca en señal de agradecimiento. Los guerreros simulaban dar caladas a los cigarros desanimados mientras las lágrimas brotaban desde sus rostros inmutados, tornándose azules con la caída de la noche invernal.

—Decía que no le sentaba bien mi estilo de vida de guerrillero, que necesitaba a alguien más estable.

—Merav decía lo mismo. Todas dicen lo mismo. Ni siquiera se toman la molestia de mejorar su discurso.

—Ahora ha de estar en el cine con Jalil, quien se suponía que era mi mejor amigo. Los puedo imaginar perfectamente comiendo palomitas y retorciéndose de la risa, y yo aquí como un perro…

—Tranquilo, hermano, tranquilo…

—Te vas a burlar de mí, pero todavía conservo su fotografía.

El borde de la fotografía sobresalía del bolsillo de Yussuf. La sacó de su uniforme con un solo movimiento de cabeza y la sostuvo con los dientes para mostrársela a Assi, quien sólo pudo retener la sonrisa de Fatma por un segundo antes de que se resbalara de los labios de Yussuf para caer en el charco de sangre y fango que separaba a los guerreros derrotados.

El borde de la fotografía sobresalía del bolsillo de Yussuf. La sacó de su uniforme con un solo movimiento de cabeza y la sostuvo con los dientes para mostrársela a Assi, quien sólo pudo retener la sonrisa de Fatma por un segundo antes de que se resbalara de los labios de Yussuf para caer en el charco de sangre y fango que separaba a los guerreros derrotados. Yussuf, en un intento desesperado por recuperar su reliquia, acabó con el rostro hundido en la tierra. Cuando se incorporó su semblante estaba completamente cubierto de lodo, con un cigarro doblado colgando de su boca. Assi dijo lo único que se le ocurrió decir bajo esas circunstancias.

—¡Que se jodan! Tanto ella como Jalil. ¡Que se atraganten con sus palomitas y sus sonrisas desalmadas! ¡Que se joda Merav y su orangután adinerado! ¡Que se joda el puto Medio Oriente con todo y sus fanáticos nacionalistas, sus profetas malditos y sus mártires tontos del culo! ¡Me cago en todas las ideologías de este inframundo, en todas las religiones y sobre todo en dios: ese maldito artesano sobrevalorado!

El cigarro roto permanecía colgando del rostro estupefacto de Yussuf. Assi observó la luna con rencor unos segundos antes de cerrar sus párpados para mitigar su cólera. Yussuf miraba en silencio el rostro tieso de su amigo. La cara de Assi brillaba bajo la luz estéril de la luna: las lágrimas habían cicatrizado. No sé por qué tiene que meter a dios en todo esto, se preguntaba Yussuf, perplejo por la ira atea de su semejante. Assi recuperó la serenidad después de una larga sesión de exhalaciones prolongadas. Volteó a mirar el rostro aterrado de Yussuf y decidió amenizar la charla con una pregunta.

—Yuss, ¿has oído hablar de Cancún?

—Eh… creo que sí. Es una playa en Centroamérica, ¿no?

—Está en México. Tenía una postal en el bolsillo de mi pantalón pero no la encuentro.

—¿Qué cosa? ¿La postal?

—No, mi pierna.

—¡Déjate de bromas pesadas, hombre!

—¡Bah! ¿Qué más da? El caso es que siempre he querido ir ahí. La arena es tan blanca como la nieve y el agua del mar es cristalina, color turquesa. Hay un ejército de morenas sonrientes que te sirven margaritas sobre la playa. Te digo que es el paraíso terrenal, hermano.

—¿Yussuf? —preguntó Assi en vano.

Yussuf balbuceaba repetidamente el nombre Fatma como un mantra agónico.

—¿Yussuf? —volvió a preguntar Assi sin obtener respuesta. Giró la cabeza hacia su amigo. Los ojos del guerrero eran dos esferas blancas y deshabitadas, como la luna que pendía estática sobre ellos. Assi derramó una lágrima espesa sobre el fango, empujó el cigarro con la lengua e hizo lo mismo que su amigo. ®

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Publicado en: Abril 2011, Narrativa

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